Por una literatura queer / Sergio Téllez-Pon

En los últimos años, el término gay se ha estandarizado en muchas sociedades para ya no llamar de forma peyorativa a las personas que sienten atracción por los de su mismo sexo. Gay está dentro de los términos de lo políticamente correcto que es tan propio de la actualidad, por ejemplo, al implantar ese lenguaje a otros grupos vulnerables como los negros, los judíos, las mujeres, las prostitutas y los indígenas. La hegemonía de la cultura estadounidense sobre muchas otras ha hecho creer, en este caso en específico, que la palabra gay es de origen anglosajón. Así, para el común de la gente, «gay» describe un estilo de vida que ha creado, a su vez, una identidad estereotipada, un modelo al que se debe aspirar.
     Se desconoce que «gay» es un concepto más amplio y de mayor antigüedad que el de simple «homosexual». Este último es más bien una definición clínica y su utilización puede fecharse casi con precisión: en 1869, cuando el médico alemán de origen húngaro Kart Benker creó el barbarismo de la unión de los términos homo (igual, semejante) del griego y sexus del latín. O, incluso, también podría ponérsele fecha a su acta de defunción: el 17 de mayo de 1990, día en que la Organización Mundial de la Salud sacó a la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales.
     Por su etimología, bien puede decirse que la palabra gay siempre ha estado presente en algunas lenguas —principalmente las romances—, ya que tiene su raíz en el latín gaudium, que significa «gozo» o «gozoso». Hacia 1100, los occitanos, en la zona sur de Francia (Tolosa es Toulouse en occitano), empezaron a usar, según el diccionario etimológico de Corominas, los vocablos gai, jai; más tarde los galorrománicos, en el norte, utilizaron el término gayo. Corominas supone que, dado que gai se empleaba en el sentido de «gozo», probablemente se trate de una reducción de gauy. Gauy, a su vez, se redujo a gau, que es frecuente en el sentido de «gozo», y a partir del siglo xii se encuentra con el valor de «alegre». Durante tres siglos, del xi al xiv, el francés fue el idioma oficial de Inglaterra —el inglés se mantuvo gracias a que era la lengua que hablaban las clases bajas. Hacia 1250 se restituyó
el inglés como lengua oficial, pero ya para entonces había incorporado tantos vocablos franceses que era difícil distinguirlos a simple vista; uno de esos vocablos pudo haber sido gay (proveniente del gayo galorrománico) y puede confirmarse porque hasta hace unas décadas el adjetivo gayly, en inglés, mantenía esa correspondencia, pues significaba «alegre», «festivo».
     Por su parte, la voz occitana gai fue adoptada también por los provenzales, quienes usaban gayoleiru en el mismo sentido de «gozo» y «alegre»; fueron ellos los que empezaron a utilizar la fórmula «gai saber» al estar originalmente asociada con el Consistòri del Gai Saber (1323), un libro de poesía trovadoresca de los siglos xi y xii que recopilaron los occitanos (y del cual probablemente Nietszche tuvo conocimiento para titular uno de sus libros como La gaya ciencia, es decir, que la poesía es la ciencia feliz, de gozo). Finalmente, pasó a la lengua gallego-portuguesa en las famosas cantigas de amigo que, por ejemplo, Alfonso X el Sabio llegó a escribir. Probablemente las raíces gai- y gau- sean indoeuropeas, y de alguna forma se mantuvieron en el latín (gaudium), que, a su vez, como puede verse, pasó al catalán y al gallego (donde sigue existiendo como apellido), luego adoptado por el inglés, pero se perdió en algún momento de la larga historia del español. De allí que la transliteración de gay en *guei, como algunos ya lo hacen —los españoles, principalmente—, me parezca absurda, por no decir ridícula: gay bien pudo ser una palabra española si no hubiéramos dejado atrás tantos latinismos… Entonces ¿por qué insistir en trasplantar ese vocablo latino a una lengua romance, como si proviniera de otra familia de lenguas?
     Con la liberación sexual de los años setenta del siglo xx, el término gay fue tomado para designar a una comunidad que exigía, con medios un tanto cuanto radicales, su derecho a pertenecer a la sociedad. Sin embargo, como ya he dicho, ha devenido cierto estilo de vida: lo que algunos ya llamamos el «American Gay of Life». Es decir, se le ha atribuido casi de forma exclusiva a una actitud lo que sencillamente era la definición de un comportamiento dinámico, alegre, vistoso. De hecho, visto a la distancia, parece paradójico que el movimiento gay haya alcanzado sus primeros objetivos al tener en la actualidad una entrada a esas instituciones de la sociedad a las que en su momento combatió radicalmente. El cronista chileno Pedro Lemebel observa muy bien esto al hablar de las discotecas, recintos por excelencia del hedonismo: «Quizás, aunque la disco gay existe en Chile desde los setenta,  solamente en los ochenta se institucionaliza como escenario de la causa gay que produce el modelo Travolta sólo para hombres. Así, los templos homo-dance reúnen el gueto con más éxito que la militancia política, imponiendo estilos de vida y una filosofía del camuflaje viril que va uniformando, a través de la moda, la diversidad de las homosexualidades locales» (en Loco afán, Anagrama, 2000; el subrayado es mío). Es así como triunfó la construcción social de la identidad gay y la apropiación del vocablo gay por parte del grupo victorioso excluyó a las demás minorías sexuales (lesbianas, bisexuales, transexuales, transgéneros, travestis, intersexuales, asexuales, etcétera). Para decirlo con otras palabras, gay quizá ya sólo define a un gueto y no a un sector de la sociedad cada vez más heterogéneo y, por eso mismo, difícil de asir.
     De manera que, al momento de clasificar cierto tipo de literatura, me parece más legítimo hacerlo con el etimológico «gay» que con el clínico y temporal «homosexual». En todo caso, también podría hablarse de una literatura «sodomita» (del cual se desprende «somético») o «uranista» (en referencia a la Afrodita Urania del Banquete de Platón), «invertida» o «pederasta»: la que se escribió mientras se utilizaron esos conceptos para hablar de la gaydad, lo cual, claro, resultaría un tanto cuanto irrisorio. Para evitar esas definiciones de acuerdo a cada momento de la historia, era legítimo llamar «gay» a todo este lapso: desde la antigua Grecia y sus filósofos, paradigmas de esta sexualidad, hasta ciertas obras que se escribían hasta hace poco.
     Pero dado que, como expliqué líneas atrás, lo gay ya está asociado a una identidad construida socialmente (olvidada de los principios de la lucha social que la creó), que impone su estilo de vida anulando así la variedad de homosexualidades, ya no es posible hablar de una literatura gay: hay que dejarle ese adjetivo a esa identidad que lo ganó con creces. Por fortuna, a partir de la década de los ochenta surgieron los estudios queer, que han influido en estudios sociales y antropológicos. Las estadounidenses Judith Butler (1956) y Eve Kosofsky Sedgwick (1950-2009) son las mayores teóricas de los estudios queer y sus postulados han servido para el estudio de muchas obras literarias que por su condición inclasificable escapaban a las técnicas rudimentarias de la crítica literaria convencional.
     Es David Leavitt (1961) quien, en su ensayo «Fuera del clóset y del estante», quizá sin pretenderlo, marca la diferencia entre la literatura gay y la literatura queer (o «post-gay», como él la llama). El problema, dice Leavitt, son las clasificaciones, que se han gestado, por cierto, en la conservadora academia estadounidense: «En una reciente expedición encontré mis libros en el librero de ficción gay masculina, entre los de Edmund White y los de Alan Hullinghurst. Pero los de Michael Cunningham y los de Colm Toibin estaban en la sección de ficción general, mientras que los de James Baldwin estaban en ficción afroamericana. Incluso El cuarto de Giovanni (cuyos héroes, aunque gays, son de raza blanca) estaba en ficción afroamericana». (The New York Times, domingo 17 de julio de 2005. La traducción es mía).
     En ese texto dominical, Leavitt explica por qué una novela como Maurice (escrita en 1914 pero sólo publicada hasta 1971, ya muerto su autor), de E. M. Forster, o El maestro (2005), de Colm Toibin, son gays, y por qué otras novelas recientes, como La línea de la belleza (2005), del inglés Alan Hollingshurst, o las del controvertido J. T. LeRoy, son «post-gays». En el primer caso, lo gay está en el centro mismo de la trama: Forster «contaba sobre el despertar gradual de un joven a su propia homosexualidad, su iniciación en el sexo y el amor, y su subsiguiente decisión de vivir con su amante fuera de la sociedad»; Toibin escribe sobre la vida de Henry James (1843-1916), en una novela donde capítulo tras capítulo sólo el protagonista «no sabe lo que ya todos sabemos», según Leavitt. En el caso de Hollingshurst, lo gay es una condición secundaria, pues allí el tema central es la vida de un hombre gay durante los años en que Margaret Thatcher gobernó Inglaterra con mano férrea: «Sólo son gentes viviendo sus vidas», sentencia Leavitt.
     En un sentido muy estricto, el término «post-gay» nombraría a aquello o aquellos que han renunciado a su gaydad o que la han superado como si sólo de una etapa de la sexualidad se tratara: aunque de alguna manera eso ha sucedido en los últimos años, los casos se presentan más en «heterosexuales» o bisexuales que renuncian a la vida que les impone la normalidad heterosexual y han pasado a vivir bajo el tan seductor estilo de vida gay ya referido aquí. Así, bajo esta idea, la literatura post-gay sería una etapa temprana por la que todo autor gay debería pasar en pos de escribir una obra más madura en la que el tema fuera tratado de forma soslayada o totalmente superado.
     La construcción que la psiquiatría —con ayuda del psicoanálisis, más tarde— hizo del personaje homosexual (construcción de la que habla Foucault en su Historia de la sexualidad) devino una identidad gay estereotipada a finales del siglo xx, lo cual ha hecho que escritores como el propio Leavitt y, en Latinoamérica, el poeta uruguayo exiliado en Brasil Alfredo Fressia (1948), confundan los conceptos y, cansados de lo gay como identidad y no como etimológicamente se debería entender, propugnen por una literatura «post-gay». Me parece que cuando Leavitt y Fressia hablan de una literatura post-gay realmente se están refiriendo, quizá sin saberlo, a una literatura enteramente queer. Así, estos «post-gays» —como ellos se hacen llamar— no están renunciando a su sexualidad sino que no se identifican con esa imagen o modelo que se le ha adjudicado al gay. Es por eso que estos «post-gays» piden, exigen un término que se adecue a su demanda y desde ese punto de vista clasifican su literatura. Esa definición que tanto buscan está contenida en lo queer.
     Hasta ahora, una parte sustancial de la narrativa de Leavitt es enteramente gay, es decir, en sus novelas todo lo que implica «ser gay» está en el centro mismo de la trama. Así pueden leerse: Baile en familia (1984), El lenguaje perdido de las grúas (1986), Amores iguales (1989), Un lugar en el que nunca he estado (1990), Mientras Inglaterra duerme (1993), Arkansas (1997) y El edredón de mármol (2001). Después, ha publicado dos novelas, El cuerpo de Jonah Boyd (2004) y The Indian Clerk (2007), donde ya no aparece ni siquiera un personaje gay pues, como lo dice hacia el final de su ensayo del New York Times, está por pasar «al futuro post-gay». Fressia, por su parte, de forma recurrente ha escrito textos literarios queer, en particular en los poemas «Nocturno en la Avenida São João», «Travesti», «Bello amor», «Obediencia» (en Eclipse. Cierta poesía. 1973-2003, Alforja, 2006), y todo el poemario Destino: Rúa Aurora (1986, 1997):
    
     Un travesti en silencio contra un poste
     es menos triste que la avenida São João de madrugada,
     cuando la niebla se recuesta nordestina
     y venérea en las ajenas paredes sin empleo, y esperan
     las mujeres, y el borracho espera por su sombra
     caída en la calzada. La hora en que se hunden
     en su rabo interrogante los gatos sin respuesta
     y los marineros cantaron y se miran
     esperando por su canto, esperando por oírlo
     y todos los idiomas son incomprensibles
     como la espera del viento por sí mismo
     oyendo su queja vieja de ventana rota.
    
     En el anónimo cuarto sólo iluminado
     por el neón afuera, los amantes
     son títeres del tiempo: oyen dar
     las caricias violentas de la noche y se toman
     por la espalda blanda como cama deshecha.
     El viento se encajona en la avenida de olor ácido
     y los amantes se duermen al neón repetido, sin cuerda
     la noche embotellada entre los postes.
    
    
     Queer sí es un vocablo anglosajón, es decir, es un término que, al contrario de gay, las lenguas romances, y muchas otras, han tomado del inglés.
Así que como tal hay que usarlo, sin tratar de traducir las variaciones con las que se utiliza, tal y como usamos tantos anglicismos y galicismos en nuestra habla cotidiana (otra vez, los españoles castellanizan *cuir o traducen, simplemente, como «marica» o «torcido»). La palabra queer se empezó a usar en Inglaterra a principios del siglo xx, particularmente, para nombrar de forma denigrante a los homosexuales hombres; poco antes sólo se usaba para
calificar a quienes causaban extrañeza e incomodidad en un entorno,
para hacerles ver que eran unos inadaptados. En el uso común se siguió utilizando como término denigratorio; sólo algunos pocos homosexuales la usaban con altivez para asumir una posición desafiante, incluso cuando el término gay empezaba a ganar terreno. El surgimiento del sida, en la década de los ochenta, echó por tierra la idea utópica que se había extendido sobre lo gay en la década anterior; entonces, no se pudo volver a hablar de lo gay con la misma euforia. Había que redefinir la homosexualidad toda, empezando, claro, por volver a nombrar a esa sexualidad. Fue entonces cuando se reivindicó el vocablo queer, hubo una resemantización (la carga homofóbica con que se utilizaba fue sustituida por una apropiación llena de pasión y orgullo) y se empezó a utilizar con mayor frecuencia. Cuando el término queer fue tomado por los estudios académicos —y volvió de ellos como la hoy conocida «teoría queer»— adquirió una autoridad intelectual. Y, además, todos los excluidos —los excluidos, incluso, del modelo gay— se reafirmaron bajo esta definición, encontrando una identidad común en los márgenes. Después del sida ya no se podía ser gozoso, alegre, vistoso: ahora habría que ser radical, incómodo, transgresor.
     No creo, como afirma Marcelo Soto en Teoría queer (Egales, Madrid, 2005), que primero haya estado lo queer y ahora falten textos literarios que confirmen esta teoría. Más bien al contrario, las teorías literarias han tenido que irse modificando y adecuando al surgimiento de obras transgresoras que
no podían seguirse leyendo bajo la óptica de siempre. Ejemplos muy claros sobre este tipo de literatura han empezado a abundar en los últimos años, tanto en la lengua española como en otras, y algunos han contado con una gran difusión. En la época moderna, por ejemplo, pueden contarse desde El lugar sin límites (1974), de José Donoso, hasta el ya citado Lemebel, aunque su obra, me parece, es riquísima en este tema y merece ser estudiada a fondo en un ensayo aparte. Están también la piezas teatrales de Copi, el poemario Cantar del Marrakech (1993), de Juan Carlos Bautista; la novela Salón de belleza (1996), de Mario Bellatin; las novelas Cuerpo náufrago (2005) y Las violetas son flores del deseo (2007), de Ana Clavel; la novela que le dio a Jeffrey Eugenides el Pulitzer, Middlesex (2002), y, para dar un ejemplo por todos conocido, el relato Brokeback Mountain (1999), de Annie Proulx.
     La literatura queer tiene al menos tres vertientes: para empezar, puede ser que la historia de una sexualidad no normativa, o el ejercicio de esa sexualidad, sea el argumento en torno al cual gira toda la trama: pienso en el Orlando (1928), de Virginia Woolf; en Tiresias (1977), de Marcel Jouhandeau; en Middlesex, de Eugenides; en Cuerpo náufrago y Las violetas son flores del deseo, de Clavel. En estas novelas, los personajes intersexuales cuentan la vida a la que se enfrentan con su sexualidad, o, en el caso de la última novela de Clavel, a la autorrepresión sexual que experimenta el protagonista para después proyectarla en una fetichización bastante extraña, desconcertante, transgresora, es decir, queer. Hasta cierto punto es normal que un par de hombres se enamoren, tengan relaciones sexuales y establezcan una relación de pareja, como sucede en las novelas de Forster, Leavitt y tantos más, pero no se puede decir lo mismo cuando se trata de un grupo de travestis que viven juntos, se prostituyen para vivir, tienen relaciones sexuales con otros hombres que no se asumen como homosexuales y cuando algunos de ellos viven con vih, todo esto durante la dictadura pinochetista, como lo relata constantemente Lemebel; o la fabulosa historia de Cal(ie) Stephanides, quien, como lo dice Eugenides desde la primera página de su novela, nació dos veces: la primera, niña, Caliope, en Detroit, en 1960, y la segunda, hombre, Cal, «en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974». Por su parte, la androginia y la prostitución en la vida marginal de las carreteras estadounidenses son los motores de los dos libros de J. T. LeRoy, Sarah (2000) y El corazón es mentiroso (2001).
     En su archiconocido relato Brokeback Mountain, Proulx nunca da muestras de que los personajes, Ennis del Mar y Jack Twist, tengan algún tipo de identidad sexual: ninguno de los dos se asume como homosexual en ningún momento —y tampoco como heterosexual o bisexual. Al hablar de la película de Ang Lee basada en el relato, Walter Kirn dijo que Ennis y Jack «entablan una relación más allá de la amistad», pero ese «más allá» tampoco significa que llegue a ser, o a considerarse, una relación de pareja (aunque Jack insista en vivir juntos trabajando en el rancho de sus padres). El relato es desconcertante justamente por la actitud desconcertante de sus personajes: «Lo que Jack recordaba, y anhelaba de un modo que no estaba en su mano dominar ni comprender, era aquella ocasión en el remoto verano en Brokeback en que Ennis se le acercó por detrás y lo estrechó entre sus brazos, aquel abrazo silencioso que satisfizo un hambre compartida y asexuada» (en Brokeback Mountain. Secreto en la montaña, Siglo xxi, 2006). En ninguno de los dos estuvo nunca dominar o comprender la relación en la que se vieron envueltos; lo único que uno buscaba en el otro era lo mismo que el otro buscaba en aquél: un hermano en el cual reconocerse dado que se encuentran en igualdad de circunstancias: «somos igual de pobres / y estamos igual de hambrientos», como dice Juan Carlos Bautista en un excelente poema; es decir, esa «hambre compartida» es la que los lleva a entablar una relación fuera de las normas sociales que dictaban cómo debe ser una relación.
     En sus conocidas Reflexiones sobre la cuestión gay (Anagrama, 2001), Didier Eribon asegura que cierta literatura contribuyó a la creación de una cultura gay anterior a la clasificación médica y foucaltiana de la homosexualidad. Eribon retoma la idea de Judith Butler cuando dice que «un determinado número de grandes textos literarios ha moldeado los términos de una identidad homosexual moderna»; entre los libros que ambos mencionan están Billy Bud (1924), de Herman Melville; En busca del tiempo perdido (1922), de Marcel Proust; El retrato de Dorian Gray (1895), de Oscar Wilde, y Muerte en Venecia (1911), de Thomas Mann. Eribon los llama «libros clave de la cultura homosexual». Los clásicos de la literatura gay, en pocas palabras. Por su parte, la literatura queer, como la gran incomprendida (para decirlo con el uso inglés de principios del siglo xx), tiene otros libros que provocaron una lectura desconcertante e incomodaron a las sociedades de su tiempo.
     A los primeros, que son los que moldearon la identidad gay como hoy se conoce, según Butler y Eribon, se contrapone una especie de canon, o de canon alterno, como prefiero llamarlo, con textos queer antiguos y modernos que se han reivindicado en los últimos tiempos con una nueva lectura: los Sonetos (1609) de Shakespeare y los de Miguel Ángel Buonarroti; los poemas que Sor Juana escribió a la condesa de Paredes; Esplendores y miserias de las cortesanas (1847) y La ilusiones perdidas (1837-1843), de Balzac; los poemas de «Calamus», en Hojas de hierba, de Whitman; la poesía erótica de Kavafis; algunos poemas de Porfirio Barba Jacob; Ernesto (1975), de Umberto Saba; Bom-Crioulo (1895), de Adolfo Caminha; El inmoralista (1902) y Corydon (1924), de André Gide; El libro blanco (1928), de Jean Cocteau… Esos libros conforman un canon alterno que, en su momento y todavía hace poco, por muchas características no encajaban en los cánones de la creación ni de la crítica literarias: por sus temas, sus características lingüísticas y literarias, por la perturbación que causa su lectura. Esto último, por cierto, me lleva a las demás vertientes de la literatura queer: la parte lingüística, por un lado, y por el otro, la parte literaria.
     Al hablar de la obra de Carlos Monsiváis, tal vez sin percatarse del todo, Heriberto Yépez describió la vertiente lingüística de la literatura queer: «La herencia general que Monsiváis nos lega es una dicción gay espléndida: las mayúsculas como Patafísica de las Costumbres; el manejo del ajo como relajo; la ortografía como coreografía; la gramática como anagrama; el estilo como desfile de modas, modos, medios, miedos, mudos verbales; los demonios morales convertidos en ademanes; el buen comportamiento del Yo social trastocado por la irrupción promiscua de voces hablando todas en un mismo intertexto; la ridiculización de las convenciones idiomáticas y el festín de las apropiaciones intertextuales fastuosas, en suma, el exhibicionismo de la diferencia desplegada por un justiciero comediante y harto artificioso (circo, maroma y teatro) que extra-muestra su desafío ideológico y espectáculo lingüístico contra la Buena Sociedad y la Enorme Norma. Cada vez que Monsiváis escribe el idioma español sale del clóset» (en «Algunas reflexiones a partir de poesía gay», en Alforja. Revista de poesía, núm. xx, primavera de 2002). También, en sus respectivas obras, Oscar Wilde y Christopher Isherwood hicieron que el inglés saliera del clóset. La descripción de Yépez se ajusta bien para hablar del lenguaje dislocado en la poesía del argentino Néstor Perlongher (1949-1992), de las novelas de Eduardo Mendicutti (1948), la prosa barroca de Severo Sarduy y Lemebel. Y, sobre todo, de toda la magistral narrativa de Fernando Vallejo (1942). Todas obras queer por antonomasia. Esto confirma que la sexualidad no forzosamente debe estar en el centro mismo de la trama para que un texto sea queer: aquí el protagonista es el lenguaje, un lenguaje que se subvierte en cada oración.
     Vuelvo a los Sonetos de Shakespeare y Miguel Ángel, y a los poemas de Sor Juana a la condesa de Paredes, porque también son muestra de la parte lingüística queer. Shakespeare, Miguel Ángel y Sor Juana hacen gala de su habilidad con el lenguaje para decir sutilmente las pasiones que padecen, ellos por unos jóvenes y ella por la condesa, y así provocar una lectura de una ambigüedad desconcertante. En el soneto xx, Shakespeare hace un interesante juego de lo masculino y lo femenino, dice: «Señor-señora de mi pasión»: el joven es un hombre con rasgos femeninos, empero, sólo les proporcionará placer a las mujeres, y a él, al poeta, le dará el auténtico amor. Y Miguel Ángel juega con un sustantivo, el apellido del joven deseado, Tommaso dei Cavalieri, para insertarlo con habilidad en su verso más conocido, donde lo usa como «caballero»: «resto prigionier d’un cavalieri armato» (prisionero quedo de un caballero armado). Hubo, desde luego, quien descubriera el juego de Miguel Ángel y modificara el original para imponer su lectura e impedir que el soneto se leyera como se debía (en este mismo caso se vieron otros textos literarios durante mucho tiempo por parte de críticos que impusieron su lectura: Octavio Paz se negó a reconocer la filiación lésbica en los poemas de Sor Juana y la fundación Mistral no autoriza que los poemas de la Nobel figuren en antología lésbica alguna). Cuando uno lee esos poemas, algo salta, algo no cuadra, no es normal y tampoco es fácil de clasificar… Esto me sucede a mí también como lector cuando releo muchos de los poemas de Jaime Gil de Biedma o de Gabriela Mistral. Hace falta leer en clave queer para comprender esos textos que se escriben desde un espacio de incertidumbre radical, aseguran José Quiroga y Daniel Balderston en su libro Sexualidades en disputa (Universidad de Buenos Aires, 2005).
     Más actual es la vertiente literaria queer. Los géneros literarios se han diluido por completo: poesía, novela, cuento, relato y ensayo son conceptos obsoletos. Algunos escritores lo saben y eso los ha llevado a emprender la creación de textos literarios en los que unos y otros géneros se entrelazan y retroalimentan: han aparecido novelas donde la poesía y el ensayo transforman radicalmente la prosa, ensayos que son contados de tal manera que se vuelven un nuevo texto narrativo, libros de poemas que son historias narrativas… Eso, además, ha ayudado a dejar la bizantina discusión de la superioridad de la poesía sobre la prosa. Y, lo más importante, se han reivindicado otros géneros desdeñados, como la crónica, las minificciones, los aforismos, los diarios, los cuadernos de notas… Pienso en De fusilamientos (1940), de Julio Torri; Equinoccio (1946), de Francisco Tario; La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska; Me acuerdo (1975), de Joe
Brainard; Un chavo bien helado —con un subtítulo muy revelador en este sentido: «Ensayos de literatura cotidiana»— (1981), de José Joaquín
Blanco; El viaje (2000), de Sergio Pitol; El último lector (2005), de Ricardo Piglia; La muerte me da (2007), de Cristina Rivera Garza; Saudades (2007), de Sandra Lorenzano, entre muchos otros.
     El futuro queer ya está aquí y se presenta de distintas maneras. No hay por qué temerle, seguir soslayándolo o nombrándolo a medias. El reconocimiento de la literatura queer enriquecerá en gran medida la crítica literaria, seguirá produciendo obras capitales en las literaturas de todas las lenguas y, sobre todo, hará una sociedad más diversa.

1. El escritor francés Dominique Fernandez y Alfredo Fressia llaman la atención sobre otra batalla que hubieron de librar los escritores queer durante varios siglos: la traducción a otras lenguas. «El sobrino nieto de Miguel Ángel, que se encargó de su publicación póstuma, cambió este verso, que quedó así: “Soy prisionero de un corazón armado de virtud”. Fue necesario esperar hasta 1897 para que un erudito alemán examinara los manuscritos y restituyera el provocante juego de palabras», escribe Fernandez (El rapto de Ganímedes, Tecnos, Barcelona, 1992). Y Fressia:
«Las traducciones decimonónicas de la lírica griega y latina mutilaron sistemáticamente nombres y pronombres reveladores. En las primeras traducciones francesas de Walt Whitman el
poeta se dirigía a una destinatario femenino, manipulación que sólo acabaría debido a las
denuncias de André Gide» (en «Acerca de la literatura gay». Agulha, núm. 20, enero de 2002; versión electrónica en http://www.revista.agulha.nom.br/ag20fressia.htm; es este mismo ensayo donde Fressia habla de lo «post-gay» y al que me refiero a lo largo de este texto). Este tipo de censura impidió que textos queer se leyeran como tales, y con ese gesto se negó el reconocimiento de la literatura queer.

 

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