Guadalajara, Jalisco, 1983. Esta es su primera publicación literaria.
El cabello de Clara era largo y negro. Lo llevaba siempre suelto, una cortina enmarañada que le caía por la espalda y que en otoño coleccionaba restos de hojas que caían de los árboles y se perdían en su espesor. Tenía 16 años y era la hija de Jaime, mi socio y vecino de toda la vida.
Por aquel entonces yo todavía estaba casado. Vivíamos en la calle Amberes, lo suficientemente cerca del centro como para poder ir caminando, pero no tan cerca que las casas se sintieran amontonadas. Al menos en nuestra calle todas tenían patio adelante y atrás. Algunas con un ficus o un árbol de hule rompiéndoles la banqueta. La mayoría con enredaderas en las bardas para darles más verdor. Más apariencia de lujo.
En las mañanas yo procuraba salir de mi casa a la misma hora que salían Clara y su madre camino a la prepa, con la esperanza de encontrármelas. Clara siempre se vestía con los mismos pantalones azul marino que arrastraban por el suelo y una camiseta negra un par de tallas demasiado grande para su cuerpo escuálido, todavía de niña. Su madre preferiría que su hija se pusiera esa falda escocesa, esas medias de red, ese vestido de terciopelo, todo lo que ella veía que se ponían las jóvenes de su edad. La escuchaba gritárselo todos los días.
Clara la rechazaba en silencio, de la misma manera que rechazaba a los hombres, jóvenes y viejos, adolescentes de su edad y señores casados, como yo. Nos perdíamos sin remedio en la oscuridad de sus ojos, más negros cuando yo le sonreía, idiota, ciego a la rabia que brotaba de sus pupilas, ahogándome en la sexualidad que emanaba de ella a pesar de su cuerpo de niña y aun cuando nos encontráramos de pie a mitad de la calle, su madre haciéndome plática mundana, preguntándome por mi mujer y mis hijas, mientras la suya me mataba con la mirada. Casi como si lo disfrutara.
Nunca tuve malas intenciones, aunque no puedo negar que gozaba mirándola, mis ojos moviéndose por cuenta propia hacia sus pechos incipientes, dos conitos que los días de frío invariablemente me saludaban. La niña tampoco quería usar sujetador. También su madre se lo reclamaba a voces.
Pero nunca pasó de ahí, nunca hice nada.
El problema es que Clara no se daba cuenta del efecto que causaba en los demás. Y no sólo en los hombres. Mi hijas revoloteaban a su alrededor cuando nos juntábamos las dos familias para asar carne los domingos, en su patio o en el nuestro; mi mujer procuraba sentarse a su lado. Clara, con el rostro serio y movimientos ariscos, su piel doblándose en sí misma como la de un gato que no quiere ser acariciado cuando alguien se le acercaba. Nos miraba de soslayo.
Varias veces me la encontré en horario escolar paseando por el centro. La reconocía entre la gente por su cabello, rozándole las nalgas bien paraditas, su caminar sinuoso a pesar de que todavía no tenía caderas. Cuando las tenga, pensaba, qué va a ser de mí. Qué va a ser de nosotros, bromeaba con los otros socios, a quienes también se les iba la mirada cuando Clara les llevaba la bebida durante las reuniones en casa de Jaime, contoneándose para hacerse paso entre los muebles. Entre nuestras piernas, estiradas para cortarle el paso.
—¿Por qué no te sientas aquí con nosotros, Clarita, y que tu papá se encargue de los vinos? —decía uno u otro, siempre alguien queriendo hacerse el chistoso. A veces, yo.
—Seguro que los entretienes mejor que yo —Jaime le daba una nalgada, riéndose. Su esposa asomada desde la cocina no le quitaba la vista a su hija, y ya sabía yo que en cuanto nos fuéramos le iba a gritonear. «Diario ahí andas de putilla, vas a acabar mal, pinchis viejos raboverdes no van a dar la cara». Cosas así.
Clara no sonreía, pero nos sostenía la mirada, nos daba los vasos como si quisiera estrellárnoslos en la cara. Algunos se reían, le pellizcaban el cachete; otros bajaban los ojos y cambiaban de conversación.
—Siéntate aquí conmigo Clara, conviene que te vayas enterando del negocio —le decía yo, en bajito, de pendejo, como si ella no viera en mis ojos el deseo, las ganas de que me estrellara el vaso, o lo que quisiera, en la cara.
Un día la vi salir de su casa con la boca pintada de rojo y una línea gruesa en los párpados reforzando el negro de sus pupilas. Su madre la miraba con orgullo. Yo también. En cualquier momento le hace caso a su mamá y se pone las falditas, pensé.
¿Cómo serán sus piernas?, pensé.
Pensé.
Toda la noche di vueltas en la cama recordando los labios rojos. Las piernas imaginadas.
—Siempre supe que iba a acabar mal —dijo mi mujer, que buscaba cualquier pretexto para tocar a Clara, acariciarle el cabello, el brazo, la mano, una vez los labios: tienes unas morusitas ahí de pastel, dejando el pulgar en la boca de Clara cuando las morusas ya no estaban.
—Se vestía así a propósito —dijo mi hija, la mayor, en primer año de la universidad, que diario invitaba a Clara a salir de fiesta con ella aunque fuera dos años más joven porque atraía la atención de los muchachos—. Lo hacía para manipular a los demás, hacer que creyeran que tenía lo que no tenía.
—Dijo miss Mari que lo que le pasó fue culpa suya —dijo mi otra hija, un año menor que Clara, a quien seguía para todos lados como perro faldero—. Y sí es cierto. Varias veces la vi escapándose de su casa en la noche.
—¿Tú también te escapas?
—No, papi, cómo crees. Yo sí me doy a respetar.
—Mataría por tenerte entre mis brazos —le dije una vez, borracho.
Clara sonrió, sin mirarme, y continuó jalándose los pellejitos de las uñas. Estaba borracha también, de puro sorber los restos del vaso de su papá. En la madrugada la escuché vomitando en el patio trasero de su casa.
—Sht —le dije desde mi balcón, para que volteara a verme. Le salía puro líquido, que echaba sobre los geranios blancos plantados en cubetas viejas. Las flores ni se manchaban, como si las estuviera regando.
—¿A quién le hablas? —dijo mi mujer desde la cama.
—Nada. Un pinchi perro husmeando en la basura —dije volviendo a acostarme. Cerré los ojos y vi a Clara abriendo la boca, la lengua cubriendo el labio inferior, el espasmo que parecía un escalofrío recorriendo su cuerpo arqueado para no mancharse la pijama.
Así me acuerdo de ella.
—¿Por qué nunca me dices nada? —le dije la única vez que me animé a tocarla.
Venía llegando del trabajo y ella iba rumbo al tambo de basura comunitario al final de la calle. Tenía un mechón de pelo tapándole el ojo, y se lo quité. Se lo guardé atrás de la oreja. Bajé el dedo hasta su clavícula. El esfuerzo por sujetar las bolsas de la basura hacía que se le resaltara un tendón. Sus pechos, apenas visibles bajo la tela tosca de su camiseta, temblaban.
Me hice a un lado para que pasara y cuando lo hizo me rozó.
Ahí supe que salió a esa hora a propósito para encontrarse conmigo.
Se la encontraron en un lote baldío en las afueras, por allá por Tlaquepaque. Desnuda. Varios días la idea de su cuerpo tirado entre los desperdicios torturó mi imaginación. Sus ojos abiertos, su pelo enmarañado lleno de hojas como cuando estaba viva. ¿Qué más? Las piernas que nunca le vi.
—La violaron entre cuatro, como a perra en celo —dijo Jaime sentado en la mitad de su patio. En su voz, asco—. No voy a decir que se lo merecía, porque uno no dice esas barbaridades de sus propios hijos. Pero Clara volvía locos a los hombres.
—¿A ti también? —le pregunté, y tuve que voltearme a escupir en los geranios blancos los celos que me chorreaban por la boca al pensar en mi vecino viendo a Clara recién levantada, los ojos blandos de sueño.
Jaime ni me respondió.