En la bitácora de su viaje de circunnavegación al planeta, Sir Francis Drake se permitió realizar una parada, en 1579, en el indefenso y pobrísimo puerto de Santa María de Huatulco; la única riqueza que allí había fue despreciada por el famoso pirata con la orden de arrojarla al mar: cientos de cargas de granos de cacao traídos del Soconusco sirvieron de alimento a la fauna marina. No podría aseverar si este «desencuentro» entre Inglaterra y México sea el inicio de nuestras relaciones diplomáticas; privar del mejor chocolate del mundo a Felipe II, en todo caso, podría tomarse como una avanzada de la presencia británica en nuestro país durante los siglos xix y xx. Los primos sofisticados de los norteamericanos nos construyeron la mayor parte de la red ferroviaria, explotaron nuestros mejores minerales y yacimientos petroleros y nos trajeron el futbol.
Como un antecedente del viaje y de los estudios de Alexander von Humboldt, el escocés Thomas Gage recorrió más de tres mil millas de los territorios de la Nueva España entre 1628 y 1637; gracias a tal experiencia, levantó un cúmulo de información estratégica sobre la riqueza de la región —además de un divertido anecdotario—, que trató de vender al mejor postor: al rey Carlos I en un primer momento y, tras la desgracia del monarca, a su sucesor, Oliver Cromwell, con la expectativa de despojar a los españoles de sus dominios novohispanos. La empresa militar se realizó finalmente, pero fracasó de manera rotunda en el Caribe; de esa aventura sólo se logró la conquista de la isla de Jamaica, donde murió Gage en 1666; sin embargo, este novelesco personaje, que en vida fue jesuita, dominico y puritano, siempre del ala fundamentalista, se convertiría en el primer gran divulgador de una bebida que trastrocaría los sentidos de la aristocracia inglesa: el chocolate, celebrado un siglo después en la divertidas páginas del Diario de Samuel Pepys.
Pero acercándonos a nuestro tiempo, y a nuestro tema, hay que consignar que Londres cumplió las veces de centro de operaciones de la insurgencia americana contra la corona española; en esta ciudad de las nieblas, Fray Servando Teresa de Mier conspiró, trabajó de periodista y publicó, en 1813, a instancias de un virrey Iturrigaray todavía más conspirador, su Historia de la revolución de Nueva España. De allí embarcaría el prócer Teresa de Mier, para combatir a los gachupines en suelo mexicano, en compañía de un contingente de patriotas bajo el mando del soldado español Francisco Javier Mina —quienes, en su mayoría, pagaron con paredón su intervención en la causa independentista. Casi un siglo después de dicha gesta, en 1908, el escritor y diplomático Balbino Dávalos imparte una conferencia, en la ciudad del Big Ben, titulada «Aspectos de la literatura mexicana». La curiosidad es inevitable: ¿qué escritores locales asistieron a su charla? ¿Estuvo allí G. K. Chesterton y preguntó algo a propósito de Los bandidos de Río Frío? ¿O una joven Virginia Woolf levantó la mano y pidió detalles sobre la poesía de María Enriqueta? Tal vez, y con chantaje de por medio, el público concurrente sería el personal de la embajada con la promesa de que se serviría chocolate de Tabasco al final de la charla. Para estas fechas, Dávalos ya trabajaba las primeras versiones de poetas ingleses y norteamericanos que habría de publicar en el volumen Musas de Albión y otros congéneres (Cultura, 1930), con poemas de los románticos Byron, Shelley, Keats, pero también, de voces más cercanas a los modernistas, Kipling y Wilde.
Con toda certeza, el primer constructor de puentes entre la literatura británica y la literatura mexicana es este poeta colimense, diplomático de carrera y consumado políglota. Después de esta labor fundacional, habría que anotar los nombres de Octavio G. Barreda, Rodolfo Usigli, Octavio Paz, Jaime García Terrés, Salvador Elizondo, Isabel Fraire, José Emilio Pacheco, Federico Patán, Guillermo Sheridan, José Luis Rivas, Pura López Colomé y otros más. El dramaturgo Usigli se reunió en varios momentos con T. S. Eliot, en las oficinas de Faber and Faber, y conversaron largo y tendido en un Londres amenazado todavía por los misiles alemanes. Durante una de esas visitas al autor de Asesinato en la catedral, de 1944 y 1945, el mexicano se dio tiempo para tomar un tren de cercanías y encontrarse con Bernard Shaw, en su retiro de Ayot St. Lawrence, deseoso de preguntarle si dormía con sus largas barbas fuera o dentro del cobertor; pero el viejo lobo de mar no dio lugar a semejante insolencia y recibió a nuestro compatriota con este interrogatorio:
Shaw: ¿Es usted de México?
Yo: Sí, señor Shaw.
Shaw: ¿Y son ustedes una de las barras o una de las estrellas?
Leo ese diálogo e inevitablemente pienso en el corsario Drake entrando a la bahía de Huatulco. Pero, claro, el Nobel irlandés quería romper el hielo, crear una atmósfera de pub dublinés donde se permite hablar de enfermedades venéreas y robos a la alcancía parroquial. Afortunadamente, la charla enderezó el timón hacia mares menos tempestuosos, y terminaron hablando del Imperio de Maximiliano y Carlota, tema de uno de los dramas de Usigli.
Ya en una época más presente, destacan en el marco del comercio espiritual entre nuestros países las ediciones de La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las islas británicas (2000), preparada por Carlos López Beltrán y Pedro Serrano, y De Hardy a Heaney. Poesía inglesa del siglo xx (2003), bajo la coordinación de Eva Cruz Yáñez.
Las miles de páginas escritas sobre D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Malcolm Lowry, Graham Greene o Edward James y su relación con México, suman ya una pequeña biblioteca. El mismo comentario va para los estudios de la escultura mesoamericana en la obra de Henry Moore. Sin embargo, hay zonas vírgenes que todavía nos deparan sorpresas y aprendizajes entre las confluencias entre ambos países y entre sus artistas. La presencia de la poesía inglesa en Octavio Paz, de T. S. Eliot a Charles Tomlinson, o la presencia de lo mexicano en la obra de Seamus Heaney, o el estudio crítico y la traducción de José Emilio Pacheco a los Cuatro cuartetos eliotianos, bien pudieran ser caminos para nuevas expediciones. En este mismo territorio inexplorado se localiza la narrativa de Adriana Díaz Enciso, quien desde 1999 vive y trabaja en Londres, epicentro de muchas de sus historias. ¿Y el arte de Leonora Carrington? ¿Y el de Brian Nissen? He aquí, también, dos rutas de dos Britmex en toda la acepción del neologismo.
En su Diario de Oaxaca (2002), Oliver Sacks comenta que al tomar el avión de Aeroméxico, en Nueva York, sintió «un ambiente distinto al que he visto en cualquier otro vuelo. Apenas hemos despegado cuando la mayoría de los pasajeros se levantan, y mientras unos charlan en los pasillos, otros abren bolsas de comida, e incluso madres amamantan a sus pequeños […] Al subir a bordo me siento ya en México». Pero todavía le faltaba al célebre neurólogo inglés llegar a Oaxaca y oler, a una manzana de distancia, el olor del tostado de los granos de cacao; con ese anzuelo traspasando su nariz, llegaría a un local del mercado para tomar un humeante y espumoso tazón de chocolate oaxaqueño, «bebida que los españoles elaboraban en el siglo xvi y cuyo complejo proceso de refinado mantuvieron en secreto durante más de cincuenta años».
Pareciera que el karma de Sir William Drake, introductor del tabaco en Europa, nos lleva otra vez al comienzo del cacao tirado al mar. Pero ahora con un sabor distinto, un dulzor amargo en la boca que las nueves musas y Apolo aprobarían con todos los honores. Y al escribir estas líneas finales, recuerdo un pasaje del último capítulo de Bajo el volcán,de Lowry, cuando el cónsul inglés llega a la cantina infernal de El Farolito y encuentra en la barra a un niño:
El Pocas Pulgas —muchachito diminuto y moreno de aspecto enfermizo— escrutaba los dibujos de «El Hijo del Diablo», episodios de una revista infantil Ti-to. Y leyendo con sordo murmullo, engullía chocolates. […] se hartaba de calaveras de chocolate para el Día de Muertos, esqueletos de chocolate y carrozas fúnebres, sí, de chocolate.