Se va la canícula, vertiginosa y delirante, como las imágenes intrépidas y sensuales de la poesía de Ludwig Zeller, muerto el pasado 1 de agosto en su casa de Huayapam, Oaxaca. Una larga vida de virtuoso sibarita dedicado a contrariar la lógica, gurú de alacranes y nimbos, alguacil de un pueblo de albinos especializados en el arte del tatuaje. Hombre bueno y generoso, sin alharaca de tales atributos, fue para mí una hoguera de amistad y una higuera de sabiduría. Honro su memoria, caminando de ida y de vuelta sobre el océano que separa las playas de dos continentes a punto de desaparecer.
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¿Cuándo fue la última vez que nos vimos en esta dudosa realidad hecha de materia incandescente? En una tarde de primavera austral, a la salida de La Chascona, casa de Pablo Neruda en Santiago de Chile, me encontré con Ludwig Zeller, quien presentaba un par de exposiciones de sus exquisitos y deslumbrantes collages en una galería del barrio Las Condes y en el centro cultural de la Fundación Itaú. Huelga decir, en zona de barrios súper pitucos. Después de cuarenta años estaba de regreso en su Chile contradictorio y saturnal. Comimos en el barrio chic de Buenavista unos sánguches de pescado y dos chatos de vino del valle de Maipo. Almuerzo memorable para que Pablo de Rokha lo incluyera en su famosa épica de los alimentos del país andino, pero también una comida tan de amigos, de cocina del día a día en una villa de pescadores.
En esa ocasión, el poeta nacido en Río Loa —pueblito del círculo de la desértica Calama— me relató sus andanzas y revoluciones en esta ciudad recatada y aristócrata durante la década de los sesenta. Los militares y los comunistas se espantaron de sus performances, de sus versos y de su manera de caminar por los desfiladeros. Tan memorable fue el happening El entierro de la castidad,que hasta la cia le contrató una espía que lo vigilaba incluso en los días de guardar y de desaparecer. No esperó el triunfo ni la caída de Salvador Allende para emigrar hacia tierras más fértiles para la vendimia del sentido del humor y del amor más libérrimo. Al lado de su cómplice ineluctable, la pintora Susana Wald, montó su tienda trashumante en Toronto por varios lustros para, finalmente, pasar sus últimos años en Oaxaca, la ciudad que ilusionó a Nietzsche y mantuvo a raya la neurastenia de D. H. Lawrence.
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Antes de conocer a Ludwig Zeller conocí la voz de Ludwig Zeller. Yo era editor de Aldus en 1998, el año en que la poeta argentina Olga Orozco obtuvo el entonces llamado Premio Internacional Juan Rulfo. En la editorial teníamos planes de publicar un libro suyo, aprovechando la ola mediática. Además, era una autora poco conocida en México y el momento resultaba propicio. Entonces sonó el teléfono y escuché una voz educada y ceremoniosa que a los dos minutos se tornó afable y amistosa y que, por un movimiento telúrico en el centro de la Tierra, a los cinco minutos se transformó en descaradamente cómplice y locuaz. Dada las conexiones con el surrealismo hispanoamericano, Zeller trató a Enrique Molina, a Aldo Pellegrini y a la poeta premiada; tramó con ellos libros, antologías, traducciones, viajes, exposiciones y otras aventuras no exentas de atrevimiento y desenfado. El libro no prosperó por boberías demasiado serias: la poeta ahora tenía un agente literario que pedía un contrato como si fuera una novelista del Boom.
Sin embargo, coincidimos y nos conocimos en Guadalajara el día de la premiación de la autora de Cantos a Berenice. En el catálogo de Aldus, el escritor chileno había publicado Los engranajes del encantamiento (1996), una vasta antología poética acompañada de sus collages y caligramas, además del relato autobiográfico Río Loa, estación de los sueños (1994). En mis lecturas desordenadas, había separado un par de libros de Zeller que me atraparon por su «inteligencia visual», lo que sea que signifique ese entuerto: Salvar la poesía, Quemar las naves (fce, 1988) y Aserrar a la amada cuando es necesario (Joaquín Mortiz, 1994). Para mí nunca fue un surrealista trasnochado, frasecita escuchada a menudo para desdeñarlo. Su tradición lírica venía de mucho atrás, de antes que los manifiestos de Breton asomaran la nariz y el pintor Roberto Matta llevara a Chile esa revuelta de insumisos de la razón. En efecto, su raíz venía de los románticos alemanes que conocía y dominaba. Muy joven tradujo Las grandes elegías, de Hölderlin, para la Editorial Universitaria, en 1951. Con esos antecedentes, fue natural su simpatía con el grupo de poetas de La Mandrágora, donde participaron Braulio Arenas, Teófilo Cid, Enrique Gómez-Correas y Jorge Cáceres. Durante mi estancia en Oaxaca, con la acostumbrada generosidad, Ludwig Zeller me obsequió el estudio Mandrágora. La raíz de la propuesta o el refugio inconcluso (2001), de Luis G. de Mussy, volumen que da cuenta de las publicaciones del colectivo y del peso específico de sus propuestas y discusiones en la poesía chilena de los años treinta.
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En algunas de nuestras conversaciones, el poeta me compartió la historia de su salida de Chile. Ya no podía continuar allí, el ambiente resultaba asfixiante, aburrido y peligroso. Sin plata contante y sonante, tuvo que venderle a Pablo Neruda un bello mascarón de proa. La pieza la compró en Perú y pertenecía a un viejo barco alemán. Pesaba más de quinientos kilos y la trajo a Santiago desde el puerto de Arica para montarla en el café-galería La Casa de la Luna, que había abierto con la complicidad de su esposa. Cuando el poeta de Canto general vio esa doncella silenciosa y melancólica se enamoró de ella. No cesó de insistir y de insistir: la quería comprar a cualquier precio. La situación de encrucijada de Zeller forzó la transacción. Con la venta de «La Sin Nombre», tuvo dinero suficiente para pagar los boletos de avión rumbo a Canadá, los de su mujer y sus dos hijos y el suyo. Frente al océano Pacífico, suspiro tras suspiro, esa virgen de encino mira tras un ventanal de la casa nerudiana de Isla Negra los días y las noches del mundo, la furia y la soledad. Para recordar aquellos años en Santiago de Chile, años de alegría y reveses, Zeller bautizó la calle que conduce a su hogar oaxaqueño como La Casa de la Luna, una hermosa casa construida por Susana y por él, desde los cimientos de sombras, las paredes de agua, los aleros de viento y la veleta de sueño.