Polifemo Bifocal / Juan José Arreola recuerda a José Clemente Orozco / Ernesto Lumbreras
Con un poco de suerte y voluntad, pudieron haberse conocido y tratado en Guadalajara o en la Ciudad de México, incluso en Nueva York. Dado que el autor de Gunther Stapenhorst nunca escribió ni contó, en sus múltiples entrevistas, acerca de un posible encuentro con el muralista, doy por sentado que dos de los hijos predilectos de Zapotlán el Grande nunca se estrecharon la mano o intercambiaron noticias sobre el terruño común. Una distancia de treinta y cinco años los separaba. El año en que muere José Clemente Orozco, 1949, es el año de la publicación del primer libro de Juan José Arreola, Varia invención. A las pocas semanas de los funerales del pintor, un grupo de artistas, entre los que figuraba el recién debutado cuentista, inició una campaña por recuperar el viejo nombre de Ciudad Guzmán, es decir, el de Zapotlán, al que habría de añadir el linaje inmortal «de Orozco». A la moción se sumó Diego Rivera, quien propuso, de aceptarse la nueva denominación, pintar completamente gratis un mural en algún edificio de esta ciudad del sur de Jalisco. Años más tarde, Agustín Yáñez sería otra de las personalidades que apoyó esta empresa-homenaje al creador de El hombre de fuego; no obstante su alta investidura —era, ni más ni menos, gobernador del estado—, la gestión nunca trascendió y la ciudad siguió llevando el apellido de un insurgente nacido en Tamazula, pueblo vecino del antiguo Zapotlán.
En el pórtico de Confabulario, titulado «De memoria y olvido», apremiado por definir sus orígenes de sangre y de tierra, Arreola dejó muy claro ese parentesco terrenal con el pintor de La trinchera: «A veces le decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán». Sí, con un poco de suerte y voluntad pudieron haberse conocido. Cuando Orozco vino a pintar los primeros tres murales a Guadalajara, entre 1935 y 1939, Arreola se fue a la Ciudad de México a estudiar teatro con Fernando Wagner, Rodolfo Usigli y Xavier Villaurrutia, entre 1937 y 1939. Tal vez sus trenes se cruzaron en un pueblo del Bajío, mientras uno iba a la capital y el otro regresaba a la Perla Tapatía. En esos años, el futuro autor de La feria quería ser, sobre todas las cosas del mundo, un gran actor de la talla de sus venerados Charles Vanel, Jean-Lous Barrault o Louis Jouvet. Por supuesto leía y se endeudaba comprando libros, y miraba, desde la barrera, la vida y las hazañas literarias de sus contemporáneos. El pintor, en tanto, construyó, en colaboración con Luis Barragán, su primera casa-estudio en suelo jalisciense, en la calle López Cotilla número 814, a unos pocos metros del Parque de la Revolución diseñado por el propio Barragán; allí vivió con su familia, de 1937 a 1941, con viajes y estancias frecuentes en la Ciudad de México y en Nueva York. Pasados esos años, el joven actor regresa «derrotado» a la casa de sus mayores en 1940 y marcha luego a Manzanillo, donde su padre ha montado una exitosa tepachería; dos años después, abandona el puerto colimense y se instala en Guadalajara, desde la Navidad de 1942, para trabajar en el periódico El Occidental como jefe de Circulación, hasta su viaje a París a finales de 1945. Pareciera que el destino se negaba, despótico y torcido, para que estos dos artistas coincidieran en una misma geografía.
Precisamente antes de zarpar a Europa, Arreola estuvo varado en Nueva York dos semanas, esperando a que su embarcación, el Liberty, estuviera lista para cruzar el Atlántico. Trascurrían los primeros días de diciembre de 1945. Apenas unos cuantos meses atrás había concluido la Segunda Guerra Mundial. En esos días finales de otoño, el otro zapotlense también se encuentra en la Urbe de Hierro, desde el 15 de septiembre, a punto de naufragar en medio de una tormenta amorosa con la bailarina Gloria Campobello. En Cartas a Margarita leo una epístola, con fecha del 5 de diciembre, donde Orozco, arrepentido de su fallida aventura con la hermana de Nellie y anhelando una reconciliación marital, se inmola hasta donde puede su orgullo: «Escríbeme con tu bonita letra de antes, la extraño. Yo sé que no lo merezco, pero alguna vez me has de perdonar». En el epistolario, Sara más amarás. Cartas a Sara, hay una misiva del 8 de diciembre, fechada en la Gran Manzana, donde el escritor anota: «No sé cómo he encontrado valor para separarme de ti. Pero tal vez esto es una gran cosa, ¡con qué alegría tan grande te volveré a ver!».
En ese diciembre de 1945, en dos puntos de Manhattan, los dos nacidos en Zapotlán se encontraban sin saber uno del otro, en situaciones vitales y profesionales de grandes decisiones. En esas dos semanas de expectativas navieras, Arreola recorrió los museos neoyorquinos, en especial la colección de la Galería Frick. Tal vez en esta capital de la cultura moderna el autor de Bestiario amplió su horizonte en materia de arte, extasiado de observar con demora y placer piezas de Cellini, el Greco, Holbein, Rodin… Los pocos meses de su estancia parisina, seguro que paseó por el Louvre y por otros templos custodios de la belleza plástica. Ese bagaje visual me convence de que la admiración del escritor en torno a la obra de su paisano creció desbordadamente al cotejarla con otras cimas del arte universal.
El primer tributo arreolino al muralista fue un largo poema: «Oda terrenal a Zapotlán el Grande con un canto para José Clemente». El texto lírico, dedicado a otro célebre coterráneo, Guillermo Jiménez, participó en los Juegos Flores de Zapotlán de las fiestas de octubre de 1951; el jurado, presidido por Carlos Pellicer, otorgó el primer premio a Félix Torres Milanés por su poema «De la esposa y el tiempo», el segundo a la pieza de Arreola y el tercer reconocimiento a Virginia Arreola Zúñiga, hermana del cuentista, por «Sonetos a Zapotlán». El poema, publicado inicialmente en el número 4 de la revista Arquitrabe (diciembre de 1951), lo rescaté para publicarlo en La zarza rediviva. J. C. Orozco a contraluz (2010). El siguiente abordaje orozquiano, Orso Arreola lo exhumó de las páginas de México en la Cultura, suplemento de Novedades (marzo, 1952), para publicarlo en Prosa dispersa (2002); en el texto, titulado «Una Crucifixión de José Clemente Orozco», Arreola comenta el cuadro El Gólgota (1942) en apenas una cuartilla —no confundir con Crucifixión (1943), pues el narrador no lo especifica—, dando muestra de pericia crítica para leer esta obra de madurez del pintor: «Más que una obra artística, fruto del esfuerzo y la meditación, la escena del Calvario pintada por José Clemente Orozco da la impresión de ser un corte sagital hecho en la propia alma del artista».
El tercer homenaje de Arreola al más grande de los tres grandes de la pintura mexicana apareció en el catálogo de la exposición nacional de 1979 en el Palacio de Bellas Artes. Este escrito no se ha compilado, hasta hora, en una edición de la obra dispersa del autor de Palindroma. Bajo el título «La liberación del fuego», Arreola traza una revisión sobre las variantes del elemento ígneo en la obra orozquiana, a veces en un plano histórico y político desde la destrucción y la purificación; en otros momentos, abunda en el mismo artículo, esas mismas llamas y esos mismos incendios aportan a los lienzos y muros una atmósfera de espiritualidad. El narrador concluye su nota de crítica de arte con estas palabras, propiciatorias de invención y agudeza: «De José Clemente Orozco nos quedan diferentes autorretratos y cada quien puede elegir el suyo. Por mi parte, más que su fisonomía, prefiero la estampa de ¿su alma? Esa que nos llama en llamaradas desde la cúpula del Hospicio Cabañas. Esa imagen del hombre que se consume y se consuma en sí mismo, pero que tiene don de lenguas y habla por todos nosotros. La llama de amor viva, como dijo un místico ardiente y efusivo».