Polifemo Bifocal / Del necesario naufragio. Notas sobre la poesía de Eduardo Vázquez Martín / Ernesto Lumbreras
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A unos años de finalizar el milenio pasado anotaba, en la ficha de autor de Prístina y última piedra. Antología de poesía hispanoamericana presente (1998), que la escritura de Eduardo Vázquez Martín (Ciudad de México, 1962) «establece dos tendencias comunicantes y protagónicas, la literatura y la historia. […] Inmune a los sofismas de una poesía social, deja de lado el menor indicio de proselitismo, toda vez que su revisión de lo real se establece como revisión de lo íntimo, de la genealogía familiar y de su pasado inmediato». Entonces, en aquel momento, el poeta sólo había publicado una sección en el libro colectivo Navíos de piedra (unam, 1987) y un primer libro, Comer sirena (El Tucán de Virginia, 1992), este último verdadera y contundente pica en Flandes como para llamar y despabilar la atención de la poesía que se escribía en aquel atardecer milenarista. Casi para cerrar el trato del fin del mundo, publicó en 1999 Naturaleza y hechos (era), prolongación categórica a sus obsesiones marinas a las que sumaba acentos y asedios, cada vez más personales, en torno de «un aquí y de un ahora» que disputaban territorios y botines a su biografía. A cada poema escrito domesticaba al mar, lo tornaba menos literario aunque felizmente cargado de nuevos espejismos y mitos. Asimismo, en esa segunda entrega, surgía como tema cordial la Ciudad del México —el D.F., como prefiere llamarla—, laberinto de ruinas y resurrecciones donde la educación sentimental del futuro poeta se define y afila como una espada en el cuello de la ondina o de «la náyade artera», para decirlo en jerezano.
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Pasaron nueve largos años para que Vázquez Martín nos sorprendiera con un tercer libro de poemas: Lluvias y secas (Ediciones Sin Nombre, 2008). Fue tal el milagro, que eligió para su presentación el teatro El Milagro. Para aquel lanzamiento escribí entonces, entre otras líneas, estas que quiero retomar ahora: «Sabiendo distinguir la literatura de la poesía y la moral de la ética, el autor traza una línea en el agua para saber —el intuir se coloca en otro momento— dónde comienza y dónde termina lo que él sabe y lo que no sabe del poema que está escribiendo. Poemas necesarios, poemas inevitables y puestos en la balanza del tiempo a fin de cotejar su devenir». Ajeno al prurito y a las veleidades de la carrera literaria —lo que signifique ese hoyo negro de vanidad y estiércol—, se percibe que cada poema tiene el apremio de una doble experiencia expresiva, la del autor por desentrañar, expiar o restituir un acontecimiento mínimo o histórico, y la del poema mismo que se pone en guardia contra sus ángeles soberbios y sus demonios escépticos, listos a sabotear mesianismos, sinceridades de diván, realidades en blanco y en negro.
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No obstante que Eduardo Vázquez Martín es un deniziano del primer día, como lo es, misma aurora fundacional, del relámpago de Lebu, Gonzalo Rojas, su escritura es cenital, cómplice directa del lector sin subterfugios o lecturas ambiguas, aunque nunca condescendiente, ajena a oscuridades de las altas ciencias y a la experimentaciones sintácticas y sonoras de un lenguaje que se asume inestable y finito. De los poetas de nuestra generación, la veta y la vena de la lírica española se percibe más en sus libros, con un renovado esplendor que vindica la herencia, en un acuse de cuentas y de música que va de Jorge Manrique a Juan Ramón Jiménez, del Arcipreste de Hita a Luis Cernuda, de Francisco de Quevedo a Gil de Biedma. Por tal filiación, no es gratuito localizar los tácitos homenajes y diálogos, las no muy veladas correspondencias espirituales con Tomás Segovia, poeta de las dos orillas del castellano, y en esa duplicidad excluyente y contradictoria, poeta nómada. En ambos, el relato autobiográfico en la escritura poética se olvida del pudor y de lo políticamente correcto, pero también, de un exhibicionismo de pasarela. Conversaciones del poeta nada cautelosas consigo mismo, testimonios que intentan unir las cuentas de un pasado que fue y que no será nunca igual, por más experta que sea la memoria en remover escombros y ceniza.
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En esta reunión poética, Sirenas y otros naufragios (Amargord, 2017),se incorporan cuatro nuevas series de poemas escritas entre 2007 y 2017. El autor quiso conservar la alusión de la sirena que, en el prólogo del libro, Eduardo Milán analiza bajo el referente homérico, es decir, acerca de las implicaciones míticas y filosóficas del pasaje de Ulises, atado al mástil de su nave con la intención de escuchar el canto seductor y peligroso de las aves mitológicas. Yo pensaría que Vázquez Martín toma partido del equívoco, inventariado ya en la cultura colectiva, al retomar la condición de la belleza funesta y de la revelación irresistible para los sentidos y la razón, implícitas en la cantiga de Homero, para trasladarla a la construcción plástica de un ser sensual, mitad mujer y mitad pez. Más cerca del imaginario de Hans Christian Andersen, barnizado con los fabulaciones de los navegantes europeos de los siglos xv y xvi, las nereidas de la colección han mudado de costumbres y difícilmente, en este tiempo de asesinos y burócratas, se aparecen a quien va expresamente a buscarlas. No obstante, hay que pedirlas siempre, aunque no estén en el menú de la marisquería. Y si el célebre día, ese que se dice que es el menos pensado, el camarero nos asegura que tiene una recién pescada —poco importa si en el Mar de los Sargazos o en la Barra de Coyutla—, hagámosle caso al poeta, pues su corazonada nos dice que: «A la sirena hay que pedirla con cabeza».
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Sin contar las páginas del índice, su poesía reunida en la edición española de Amargord suma doscientos cuarenta y un folios. ¿Pocos o muchos? Las vacaciones infantiles en el Puerto de Veracruz, las caminatas en los barrios de la capital del país, los despertares y anocheceres de la pasión amorosas, las batallas de la vida verdadera, las encrucijadas de la historia con sus partos violentos, aquí y allá, se han convertido en ciclos y variaciones de un mismo tema que Eduardo Vázquez Martín ha frecuentado con inocencia y asombro, pero sobre todo, con ese fervor civil cada vez más infrecuente, el de la compasión solidaria.