Hace ciento dos años, el 5 de febrero de 1916, en Zúrich, Hugo Ball abre las puertas del Cabaret Voltaire, el epicentro de la gran conjura Dadá en el arte moderno. Mientras la cultura europea se debate en los campos de batalla de la Gran Guerra Mundial (1914-1918), los baluartes de la civilización ilustrada, en la pacífica y neutral Suiza, son desmantelados con el instrumental de la ironía y el anarquismo, del absurdo y la incertidumbre. Después de una vida centenaria, el dadaísmo y sus múltiples ramificaciones reclaman una necesaria revisión que ubique, sobre la mesa del presente, el inventario de sus logros inobjetables y de sus imposturas de uso corriente. ¿Se puede impostar el sin sentido y la práctica de épater le bourgeois durante cien años con el mismo programa? Después de una centuria, la pólvora de la dinamita dadaísta sólo chisporrotea y amaga, infructuosamente, con volar las murallas de la razón y de las buenas maneras. Sin restar mérito a los fundadores de la cruzada Dadá, a «su honestidad eufórica» y a su «lógica ascética», George Steiner observa con escepticismo a sus continuadores: «Pero a estas alturas parece probable que toda la corriente moderna, hasta el día de hoy, desde el arte minimalista y el happening hasta el freak-out y la música aleatoria, no sea más que una apostilla, a menudo mediocre y de segunda mano, de Dadá».
Nadie discute que el movimiento vanguardista original abrió tantas puertas y ventanas en el arte moderno que desapareció la casa. «A partir de cero», dirá años después John Cage, consigna manifiesta desde la pintura en el Cuadro blanco de Kazimir Malévich, artistas-pilotos de las nuevas expediciones del arte del siglo xx. Empresa apremiante y radical —la realizada por Tristan Tzara, Marcel Duchamp y compañía—,no sólo en el terreno de las todavía llamadas bellas artes, en un momento de preocupante, y a un mismo tiempo, seductora inestabilidad en todos los campos de la cultura occidental.
En la bisagra de un siglo a otro, en 1899, Sigmund Freud dio a conocer la edición de La interpretación de los sueños, el mismo año que Henri Bergson publica La risa; ambas obras, tratados filosóficos disfrazados de literatura subversiva, alteraron la bonhomía del pensamiento positivista desde los cimientos. Friedrich Nietzsche, el filósofo del siglo xix de mayor presencia entre los lectores del siglo xx, incluso sobre Marx, alcanzó a respirar por unos meses el aire de una centuria marcada por la demencia y la crueldad. Aunque el poeta y crítico Stéphane Mallarmé, muerto a comienzo del mes de septiembre de 1898, no celebró la llegada del nuevo siglo, su literatura —en especial el poema Un golpe de dados jamás abolirá el azar (1897)— marcaría varios rumbos del arte por venir gracias a la apropiación de su obra por parte de las vanguardias europeas de las tres primeras décadas del siglo xx.
Estos cuatro referentes, y por supuesto, otros más, cuestionarían el precepto de forma como el mecanismo objetivo y estable encaminado a dotar de trascendencia la expresión artística; la construcción formal ya no podría ser una realidad dada por la tradición o el contexto sino una aventura iniciática —iniciada con mínimos referentes, un mar de intuiciones y una osadía escéptica— hacia lo incógnito y lo indómito. A veces, la modalidad moderna de la forma contendría un espíritu iconoclasta respecto de las versiones, cercanas a la idolatría, que en algunas épocas del pasado artístico alcanzó la expresión formal. Era necesario, entonces, que el terreno de la forma estuviera minado o, por qué no, que su consistencia alcanzara la calidad de las arenas movedizas y que el horizonte entrevisto en la lejanía fuera un espejismo en el desierto de un grano de arena.
Para algunos involucrados en la discusión del arte de nuestros días, el fin de la tradición de la ruptura concluyó varias décadas atrás. No fue necesario contratar tres o cuatro avionetas de publicidad para que escribieran en el cielo de Zúrich con letras de vapor de agua esta pregunta: Did Dada die? Balbuceo místico o de un bebé, la interrogante está escrita en inglés, y más específicamente, en inglés americano con acento neoyorquino. El manantial duchampiano del arte como idea lo secó Andy Warhol, asegura la crítica especializada en el tema. ¿Qué vino después? El arte como fetiche y el no arte que se exhiben en espacios y circuitos ocupados en otras épocas por el arte a secas. Luego entonces, ¿Dadá es una momia o un zombi?