En la errática cronología del autor de La feria, consignada en la página virtual del Instituto Cervantes, no hay mención alguna al año 1965. Anota por otra parte, equivocadamente, que en el año 1967 «Imparte cuarenta conferencias que posteriormente serán reunidas en Inventario»; en realidad, esos artículos se publicaron en El Sol de México entre 1975 y 1976, a invitación expresa del director de dicha publicación. Seguramente en el ecuador de la década de los sesenta, el año del séptimo centenario del natalicio de Dante, Juan José Arreola anduvo de arriba para abajo: en sus clases en la unam, en sus asesorías en el Centro Mexicano de Escritores, en la tertulia que derivaría en el taller Mester y en otras aventuras literarias, editoriales y periodísticas. Un año antes, en mayo de 1964, había lanzado la revista Mester,que alcanzaría la docena de números. Revisando ejemplares tanto de la revista como de las ediciones, corroboro el gusto exquisito de los cuidados del arte editorial aprendidos por el jalisciense desde su adolescencia; el cuartel general de tales empresas, en colaboración con un grupo de jóvenes escritores, sería en principio la casa del propio Arreola en la colonia Cuauhtémoc, en la calle del Río de La Plata 83.
Para una biografía por escribir, anoto aquí tres sucesos arreolinos del año 1965: la publicación de seis prosas en la Revista de Bellas Artes número 3, de mayo-junio, su presentación el 24 de junio en el ciclo «Los narradores ante el público», en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, y el lanzamiento en noviembre de la primera publicación de José Carlos Becerra, la plaquette Oscura palabra, bajo el sello de Mester. Aunque cada episodio merecería un comentario detallado, sólo dedicaré unas líneas a la colaboración de Arreola en la revista dirigida en aquel entonces por Huberto Batis. Tras la publicación de La feria en 1963, el nacido en Zapotlán había cerrado el ciclo mayor de su narrativa; sin embargo, su pluma continuó activa no solamente para redactar textos de ocasión o por encargo. El aliento de los poemas en prosa o de los ensayos líricos que aparecieron en la citada revista corrobora una apuesta por redondear una nueva faena literaria. El reto no convenció del todo a su autor, al grado de «pegar» —con las prosas en cuestión y otras más— una nueva sección, «Los cantos de mal dolor», a su prodigioso Bestiario (1958), un libro autónomo al que de pronto se añadía una serie de disertaciones sobre la mujer, el destino, la fantasía…
Los textos dados a conocer fueron, en orden de aparición, «La noticia», «Loco dolente», «Cláusulas», «El rey negro», «Casus conscientiae», «Kalenda maya» y «Homenaje a Johan Jokob Bachofen» (sic). Una vez que Juan José Arreola vaciaba un escrito de su cabeza a un papel con el auxilio de la tinta o la máquina de escribir, después de construirlo en su memoria, vocablo a vocablo, y de paladear su sonoridad sinfónica, prácticamente no hacía correcciones sobre ese borrador mental. Por lo mismo, a la hora de cotejar las piezas reunidas en la Revista de Bellas Artes con las versiones definitivas de la edición de Obras (1995), me topé con leves cambios, minucias que ofrecen pocas luces para conocer el taller de escritura de Arreola. Al primer texto sólo le modificó el epígrafe que decía: «Quise encender el fuego en una dellas», verso de uno de los «Sonetos dolorosos» de Carlos Pellicer, poeta muy admirado por el jalisciense; el epígrafe definitivo, «Yo acariciaba las estatuas rotas…», pertenece al mismo poema, incluso, al mismo terceto de donde extrajo el epígrafe original. El tercer texto estuvo integrado inicialmente por tres piezas a las que Arreola sumaría dos más, breves y de espíritu aforístico como las de la entrega de origen. En el cuarto relato, de tema ajedrecístico, sin dedicatoria en la publicación periódica, sumó el nombre de Enrique Palos Báez a modo de homenaje al maestro de varias generaciones de ajedrecistas en México. En la última prosa sólo enmendó una errata en el nombre del eminente antropólogo suizo, de «Johan» por «Johann», aunque las ediciones posteriores sumaron una nueva errata en el segundo nombre del estudioso del matriarcado, «Jakob» por «Jakobi».
En el ciclo «Los narradores ante el público», la mayoría de los ponentes prepararon textos para ser leídos en ese importante ciclo cuya memoria sería publicada por Joaquín Mortiz en 1966. Una de las grandes excepciones, por supuesto, fue Arreola, quien disertó sin guion de por medio sobre su vida, sus encuentros y descubrimientos con la literatura, sus pasiones y curiosidades artísticas y vivenciales. Los organizadores de las mesas literarias previeron en el programa que los escritores leyeran algunas páginas de lo que estaban escribiendo en los últimos meses. No obstante que el autor de Confabulario agotó su tiempo en sus inspiradas y amenas divagaciones, refirió en su monólogo esta frase: «Algunas noches he luchado con el Ángel, pero siempre he perdido por indecisión. En esta última semana, por ejemplo, no me levanté de la cama a poner sobre el papel las cosas que se me venían encima. Y ahora tengo remordimientos. Pero por otra parte, debo decir que siempre que tengo ganas, me las aguanto; sólo escribo cuando no puedo evitarlo». Esa línea puesta por mí en cursivas será el aforismo iv de «Cláusula». Ante tal confesión y descubrimiento, deduzco que muchos de los borradores de Arreola se escribieron en primera instancia en su cerebro, como pasó con la mayoría de los textos de Bestiario,según el testimonio de José Emilio Pacheco; allí, en la cavidad craneana, se escenificaron sus historias costumbristas y fantásticas, parlamentaron sus personajes, se describieron sus mundos, pieza por pieza —es decir, sílaba a sílaba—, a semejanza del trabajo de un relojero o de un constructor de pianos.
Es posible que el cuentista llevara esa noche en la sala Ponce un ejemplar del número 3 de la Revista de Bellas Artes, recién salido de la imprenta. Ya casi para concluir su participación, leería el final del «Homenaje a Johann Jokob Bachofen», una diatriba sobre las mitologías antagónicas en torno de la mujer: «Anda ahora libre y suelta por las calles, idealizada por las cortes de amor, nimbada por la mariología, ebria de orgullo, virgen, madre y prostituta, dispuesta a capturar la dulce mariposa invisible para sumergirla otra vez en la remota cueva marsupial». Muchos años después, en 1993, en Mollina, Andalucía, Arreola cerraría el encuentro literario que reunió por tres semanas a noventa jóvenes escritores provenientes de treinta y dos países iberoamericanos; en ese foro se presentaron, además del mexicano, Wole Soyinka, Jorge Amado, Juan Goytisolo, Augusto Roa Bastos y José Saramago, entre otros renombrados escritores, quienes expusieron una ponencia sobre las responsabilidades del escritor en las coordenadas de su presente. Como testigo del auditorio, vi leer y comentar lúcidos y polémicos ensayos a cada uno de los invitados estelares. Cuando tocó su turno, Juan José Arreola, luciendo sombrero de fieltro de ala ancha y capa de terciopelo, ambos negros, parecía que también cumpliría con la exigencia de los organizadores de presentar una ponencia escrita para la ocasión. Se quitó el sombrero, sacó una carpeta de su portafolio donde aparecieron unos papeles mecanografiados. Cuando estaba a punto de iniciar la lectura, abandonó sin más la carpeta, recordó una cita de Proust y comenzó una larga cabalgata que tocó sus encuentros con Gabriela Mistral y Borges, el viaje de Rilke a Toledo y Ronda, una sinestesia deslumbrante en un verso de Las flores del mal, una discusión con Rulfo a propósito de la palabra hidrante que utiliza en su novela y que nunca de los jamases —aseveró categórico— se ha pronunciado en una casa de Jalisco…
Por momentos, interrumpía su periplo memorioso y daba a entender que, ahora sí, cumpliría la lectura de su texto. Pero no, volvía a las andadas y a sus felices —y muy festejados por el público— extravíos ante la molestia de un envidioso Saramago que murmuraba en su asiento «la falta de profesionalismo», «las artes de histrión» y «los castillos de aire» de su colega, con los que mantenía complacidos a sus juveniles escuchas. Yo me encontraba a espaldas del futuro premio Nobel y oía sus frasecitas de inveterado gruñón, incluso el rechinar de sus dientes me llegaba al oído. Cuando nuestro paisano recitó el célebre pasaje infernal de Francesca da Rímini, con los ojos cerrados, en impecable toscano del trecento y las manos alzadas como «dos palomas por el deseo llamadas», el público poseído por la actuación de Arreola ya batía palmas y lo ovacionaba de pie. Ante esa respuesta, el jalisciense se levantó de la silla, inclinó su cabeza de primer actor y dio por concluida su intervención. Los jóvenes escritores salieron disparados en busca de un autógrafo o de una foto al lado del autor de Varia invención. El escritor portugués miraba a la distancia el éxito del mexicano, la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Cuando la mayoría abandonábamos el auditorio, noté que la carpeta del escritor había quedado en la mesa. Presuroso, me encaminé al presídium y la recogí con el propósito de devolvérsela a la hora de la comida. Mordido por la curiosidad, abrí la carpeta donde suponía que se encontraban las cuartillas escritas por Arreola. El encabezado de la conferencia me resultó familiar. Cuando vi el nombre del autor de Memorial del convento debajo de ese título, caí en cuenta que era una fotocopia de la ponencia de Saramago que los organizadores nos habían repartido un día antes. Un cuarto de siglo después del tragicómico suceso, revelo este secreto. Reconozco que, de haberlo divulgado en su momento, a no dudarlo, habría provocado el patatús al narrador lusitano mientras devoraba un montadito de jabugo. Modestamente, mérito de mi discreción, las letras portuguesas están en deuda conmigo y pudieron festejar, cinco años más tarde, el único premio a un escritor de la lengua de Camões y Pessoa concedido por la Academia Sueca.