Puebla, 1965. Uno de sus libros más recientes es Bac Kga Mon (Gato Negro Ediciones, 2016).
En una nota que escribí sobre Poesía escrita de Jorge Eduardo Eielson, que publicó la revista Vuelta en noviembre de 1991, cierro declarando que se ve en su obra «la intención mágica de convertir la palabra en un arcano». Antes señalo la transición que sufre su poesía entre los abigarramientos a partir de referencias míticas de su primera poesía y el desnudamiento personal y verbal que alcanza después de su llegada a Roma, misma que señalé ahí mismo como «la certeza de la transitoriedad que nos revela lo orgánico dentro de nuestro cuerpo», la que podemos seguir o asumir como una decantación de lo sublime, un peso determinado o descubierto desde una certeza del cuerpo —sus órganos y sus partes— y el cómo nos dice y cómo nos hace: nombrado, anunciado, sentido.
Hay un hiato de más de treinta años entre esta nota, publicada cuando era considerado un joven poeta entregado malamente a la reformulación de los usos y figuras de la literatura de vanguardia y ahora, de esta, mientras transijo y contrapongo materialidades entre palabras y objetos. Es ahora cuando viene a reaparecer Eielson en una nueva edición, compilada por Sergio Téllez-Pon, quien revisó las distintas publicaciones que conforman la obra del poeta peruano o que versan sobre ella —muchas de las cuales fueron realizadas por editoriales independientes y universitarias en México— aparecidas entre la suya y la que fue publicada por Vuelta.
Entre los dos momentos, el ideario de lo poético —por llamarlo de algún modo que pueda despertar desdenes furibundos— ha cambiado en lugares y proporciones, líneas y construcciones, entregado a referencias y rescates de aquello que solapa, contrapone, reniega y se rinde de algún modo a las normas y convenciones acatadas por un coto tan reducido —y secreto— como es el de los poetas y su consumo. Hay un rescate en ambos momentos, el de traer a cuenta un poeta que se deslinda y deviene en su impronta hacia el culto. Estuvo la autoridad de la revista Vuelta, transigida ahora, y luego, tanto tiempo después, este nuevo rescate o reposición publicado por Mangos de Hacha, que viene a tener una autoridad distinta, otro punto de referencia. Entre una y otra se puede leer desde dónde se han deslindado las perspectivas de la escena poética y hacia dónde se han ido, junto con las discusiones y necesidad que tienen o tuvieron, y por las cuales se insiste —por supuesto— en traer a colación en sus distintos momentos las voces y lugares que han determinado un canon, frente a lo asequible o no de sus distintas ediciones, y las razones para hacerlo. La edición de Vuelta lo presenta entero (a partir de lo que se tiene asequible): su sustrato mítico originario, la desnudez esencial romana y la coda mágica que supone Ptyx; la edición de Téllez-Pon se remite o se reduce a los poemarios escritos entre 1952 y 1964 durante la estancia en Roma del poeta, por lo que se llama, tal cual, Poeta en Roma, situándolo ahí, traspuesto en su escenario, mágico y simbólico de por sí; imaginado antes, todavía en Perú, antes de que pudiera trasladarse y trasponerse, en tanto cuerpo, como lo hacía su voz a través de sus versos.
Es importante anotar, en los términos que supone esta nueva edición, los tiempos que se señalan, entre que fueron escritos y fueron publicados. Los lapsos son hasta de más de treinta años: a pesar de su relevancia, estas fechas nos lo revelan como un poeta secreto. Se puede asumir que sus poemas fueron descubiertos o pasaron de mano en mano, supongo que debido a discreciones del poeta o por lo delicado o subversivo de su contenido. Esto, claro está, no es más que mera especulación de mi parte, pero acota —desde la apertura y tolerancia ganados— una incertidumbre frente a la posibilidad de nuevos tiempos aciagos que vienen replicando patrones y situaciones políticos que no acaban de extinguirse.
Recurro de nueva cuenta a mi nota publicada en Vuelta, donde me pregunté por el impacto que tuvo Roma en Eielson, dado el vuelco radical que tienen sus poemas y el hecho de que estuvieran guardados. Queda imaginar que fuera un secreto a voces, un mundo que le sirve de refugio paradójico, construido con «largas enumeraciones de imágenes en las que se pierde de vista el centro» transmi-tiendo «un desasosiego aterrador». Mismo que ahora, treinta años después, me cae con su peso matérico, cuya retahíla conjuga y conjura ansiedad y deseo, haciendo de las palabras, cuerpos. Sería injusto achacarle a Téllez-Pon esta falta de contrapunto sobre la transformación y evolución del poeta dado que su intención es otra (y dado el interés que pueda suscitar, queda siempre buscar sus libros en librerías de segunda mano). Es justo, señalando lo perentorio de estos tiempos aciagos, que nos resulta, desde su discreción subversiva, una luz, una guía o un consuelo en un mundo revuelto en el que hemos encontrado un lugar público de convivencia que, aún, vive la amenaza de regresar a la marginalidad o lo clandestino. En su prólogo, Téllez-Pon se lanza, igualmente, a la especulación de las razones de las que surge o puede haber surgido el sustrato de los versos de Eielson, siempre frente a la experiencia apabullante de las razones que se suceden a partir de los mismos, el lugar a donde nos mueven, en su desparpajo y contundencia, desde una poética donde confluyen —en tanto experiencia y sensación— figuras traídas del imaginario común, tales como es el señalar «deslumbrantes criaturas de papel policroma-do» y la acción de devorar la «coca cola bien helada», donde contrapone la experiencia inasible de la aurora con lo tangible de la mantequilla, las prendas para decir las partes del cuerpo o la vinculación que hace entre el quatroccento y la bomba atómica, trazando el dibujo que conforman las palabras, que las repite, rompe y transforma, sean manchas de tinta vistas o salmodias entonadas, pasando así revista a los objetos, las sensaciones, los vínculos y vehículos, atados por asociación libre, haciendo nudos entre hilos que dicen nociones y afectos, desmembrando y desarticulando nombres y personas, lugares y cosas, llevando la experiencia de lo cotidiano a lo concreto, y el lugar que se tiene en el mundo proyectado —en espasmo— a lo estelar (se van asomando en sus versos las astronaves y estrellas intuidas en todos sus cielos dichos, que son muchos). Trae a colación el technicolor, lo menta más de una vez, visionario quizás (o no tanto) del simulacro de realidad que se nos ha impuesto desde la pantalla, armado de referencias y alusiones, tan lleno de ruido y, aún, tan hermético, sabiéndose metáfora del término, diciendo el mundo, diciéndose el mundo. Queda la experiencia mínima del lenguaje, partida en retazos, hecha de despojos, tan tensa y retraída y aún, gozosa en su promesa. Esa que se remuda a las duraciones, a los tiempos, sin llegar a imponerse, dicha en su posibilidad —desde el sueño— como otro lugar donde se abjure del peso del presente, su evidencia atroz, su transcurso más allá de todo detenimiento, de toda inmovilidad ansiada, cual pasión religiosa traslapada en medievalismos pop. Y aún, a pesar de ello, se resigna —desde una felicidad paradójica que se rinde a las urgencias y mandatos del cuerpo— a una dinámica motora que mueve y transforma las imágenes, en tanto gestos, apelando a ideogramas, como es el caso De Materia Verbalis, donde un signo emulando una silla sirve de título a cada uno de los poemas que, paradójicamente —a partir de contenidos que describen la vaciedad— se niegan la posibilidad de decirse, desde figuras que apelan a lo inasible por inabarcable, sea una estrella (o un pantalón o una camisa) de ceniza, un brillante adefesio —refiriéndose al universo— o declarando que los cocodrilos, las hormigas y los monos también son poetas. Los cocodrilos se seguirán apareciendo, siendo una semejanza, una posibilidad, su hermano, él mismo o el «reptil de patas infinitas» desde donde apela a la animalidad inherente a lo sexual, al discurso de lo vivencial, invocando patrones orgánicos, situaciones que sirven de paralelos entre encierros y libertades en abstracto (o mejor aún, los abstractos de la libertad) guardados en paquetes haciéndola de cajas negras que conforman —tópico— un catálogo descubierto —personal de algún modo y aún, sin serlo— de las manifestaciones del deseo.
Es justo esta disyuntiva entre el propio cuerpo y el cuerpo de los demás puesto frente a un modelo ideal de cuerpo —pienso en el hombre de Vitruvio de Leonardo, sus proporciones y su geometría implícita— desde donde que queda abolido, negada toda trascendencia ante los accidentes que constituyen nuestra propia evidencia, y su revelación —siempre eléctrica— ya sea a través de la visión —bajada de sus pretensiones románticas— en la que se suman todos los sentidos: siendo que cuando tocamos, oímos, olemos o gustamos, sea que tengamos los ojos vendados o no, algo vemos —algo ve— y nos lleva a través del mundo sensorial, definiendo contornos y trazando signos. La pregunta que hace Eielson a través de su poesía se deslinda de la imagen, misma que permanece en tanto impronta, para sumergirse y transmigrar a su materialidad, sea un hígado o un páncreas derretido, que se manifiesta más allá de su esquema, sea como golpe o palpitante más allá de la incisión que se hace en el papel que la hace de piel, de carne, de hueso. Esto tiene su contrapunto o correspondencia en los animales que trae a cuenta, sea una vaca parturienta, las costillas de un ciervo o comparando el interior de una sala de cine con el vientre de un elefante. Eielson, desde la materia de las palabras, hace sublimación de lo escatológico, lo eleva a las alturas de la revelación, dice no saber, por ejemplo, en la certeza incierta descrita a lo largo de sus ceremonias solitarias, cuál es su piel y cuál es la de su amante. Ya en algún momento ha mencionado a Dante (que aquí acaba por hacerla de comparsa de Brando) para trazar todo ese camino recorrido en unos cuantos versos, a partir de decir que sus brazos y los de su amante son los «de una estrella que se multiplica» o proyectándose a lo cósmico al darle a sus versos una vocación, llamado o proceso semejante: «Un puñado de tierra que respira / De incandescentes materias / Que jadean y que gozan / Y que jamás reposan». El periplo que lo lleva a habitar la ciudad de Roma en tanto vacío y cuerpo, vacante y resquicio, entre palabra y lengua, como animalidad que se reconoce. Es en ello, a la manera de lo religioso, desde donde lo trasciende, cual sustrato mítico que apela —un poco a la manera de Jorge Cuesta, pero distinto— a lo mineral, a la tierra misma que lo sostiene, en vilo, siempre a punto de derrumbarse. El libro armado por Téllez-Pon es un testimonio y una finalidad, cierra y constituye, veloz y vertiginoso, un tiempo extendido, a partir de sus pequeños atisbos concretos, en tanto manifestaciones, en tanto gritos, aunque murmullos, de una noche que se sabe entera.
Jorge Eduardo Eielson, Poeta en Roma (Mangos de Hacha / Universidad Iberoamericana, 2024).