Poesía y política

Indran Amirthanayagam

Colombo, Sri Lanka, 1960. Su libro más reciente en español es Isleño (RIL Editores, 2023).

Nací tamil, una minoría en una isla conocida como Ceilán. Ceilán ya no existe, pasó a llamarse Sri Lanka cuando yo tenía doce años, en 1972. Han pasado muchas cosas desde entonces. Tantas cosas están ocurriendo hoy en día, cuando somos testigos de la desaparición de tantas especies, de islas cubiertas de agua. ¿Qué es una desaparición más, la de Ceilán? Para esta mente individual es fundamental, un principio rector. Así que desde muy pronto, dos años antes de empezar a escribir poemas, ya era consciente en un nivel profundo pero inconsciente, de mi razón de ser fundamental: escribir la poesía de la desaparición.

¿Qué he aprendido de la vida de migrante que me dieron las circunstancias, nacido en un país donde los derechos de la minoría estaban circunscritos, limitados, negados? Sri Lanka se recupera hoy de aquella terrible guerra civil que duró más de veinticinco años. De hecho, sus raíces modernas se remontan a 1956, cuando se oficializó una lengua y se relegó a las demás a un estatus sombrío, secundario, reconocido por ley dos años después, pero siempre supeditado, subalterno, a la narrativa dominante.

Nací entonces en una minoría étnica, lingüística y religiosa también, pues mi familia era católica. Aprendí la lección de esta minoría sin intentarlo. Lo vi en los letreros de las calles escritos sólo en la lengua dominante. Lo deduje en los cuentos infantiles donde el personaje malvado, el malo, era moreno y tamil. Pero, como siempre en estos asuntos de lucha por el poder y la influencia, hay muchas caras complejas de la historia. Entre ellas, la inevitable y fundamental hermandad de los seres humanos. La identificación étnica, el grupo de clan, incluso la lengua preferida, aunque heredada, pueden dejarse de lado. Se puede aprender a tender puentes entre comunidades, a cruzarlas. Aquí es donde me disfrazo de diplomático, donde establezco el diálogo, las reuniones periódicas, los programas culturales, el intercambio.

Escribo durante la guerra contra Gaza y otra guerra en Europa derivada de la invasión a Ucrania. En mi primer libro de poemas en francés escribí lo siguiente:

AL OÍDO

Sí, es verdad

la diplomacia es

una responsabilidad,

representar a un pueblo

es un privilegio,

y todo eso,

pero, a veces,

pesa como una carga,

hay que ser prudente,

guardar silencio

cuando el corazón

quiere llorar.

¿Por qué mi corazón quiere llorar ahora? Pienso en los niños y las mujeres masacrados en cada rincón de Gaza. Pienso en aquellos que suben a los trenes y caminan hacia la frontera de Ucrania. Pienso en hermanos y hermanas negros y morenos arrojados de esos trenes, a los que no se permite subir. Pienso en los atletas que toman las armas para defender a su patria. Pienso en el chico de 18 años con uniforme de invasor que se da cuenta de que sus órdenes son disparar y matar. Pienso en cantantes de ópera y actores a los que no se les permite representar sus papeles en el escenario. Pienso en la gente común y corriente que no puede subir a un avión porque la flota está en tierra, porque el espacio aéreo ha quedado fuera de los límites.

  ¿Qué puede hacer la diplomacia ante todo esto? ¿Cómo puede ayudar la poesía? Sé que cuando escribo un verso, cuando recojo la masa mezclada y remezclada de emociones y sudor y sueños y la exprimo en una línea, también estoy liberando endorfinas, sintiéndome más ligero y feliz gracias a su liberación. Cualquiera que sea el estímulo —una relación amorosa condenada al fracaso, una invasión, el borrón de una lengua, la mirada retrospectiva a la ciudad cuando esta se llamaba Sodoma— el poema entra en escena como un deus ex machina, una respuesta divina, una salida del laberinto. La diplomacia también trabaja los caminos dentro del laberinto, buscando resquicios en los setos, caminos ocultos, la salida. Así que tanto la diplomacia como la poesía tienen el mismo fin, la liberación, de endorfinas, de los encarcelados, y una fiesta para el hijo o la hija pródigos que esperamos al otro lado, en el país de refugio.

¿Por qué esa fiesta debe celebrarse en el país del refugio, el país de la migración, del exilio? ¿Por qué tenemos que contentarnos con celebrar lo que hemos encontrado, lo que hemos recuperado lejos de nuestro pedazo de tierra más querido, al que ningún viajero puede volver, ya que la vida es un movimiento constante alrededor del Sol, pero también hacia delante, hacia el borde de la Tierra? 

Estamos tristes o felices, siempre, en una escala que depende del tamaño de nuestros deseos y de nuestros sueños. Cuanto mayor es el sueño, cuanto mayor es el deseo, mayor es nuestra capacidad de alegrarnos y mayor también nuestra inclinación a desesperarnos, a caer en el pozo y ver víboras y ratas deslizándose y correteando, y a pensar que no hay salida.

Hay una salida, amigos míos. La diplomacia o la poesía o la pintura o el baile o la música, o simplemente amar a tu prójimo. Todo esto te da la oportunidad de redimirte, de encontrar la felicidad incluso en medio del dolor. Hoy he perdido a un ser querido. Imagina cuántos seres humanos lloran la muerte de sus seres queridos mientras escribo. 

Somos ocho mil millones de personas. ¿Y si pensamos en los elefantes, los chimpancés, las abejas obreras que recogen miel para la reina? ¿Y si pensamos en el amor de un perro por otro perro? ¿Y si rompemos las fronteras entre especies y trasplantamos el corazón de un cerdo al pecho de un hombre? Ya lo hemos hecho. El hombre caminó sobre el planeta renovado durante algún tiempo más. Podemos cruzar al otro lado.

¿Podemos cruzar de vuelta? ¿Podemos volver a poner el corazón del cerdo en el cerdo? ¿Puede el tamil volver a una tierra que le gustaría llamar Eelam y no ser acosado o golpeado o algo peor? ¿Podemos celebrar de verdad nuestros derechos humanos, el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad?

Vivimos en la contradicción, amigos míos. Sí, somos una aldea global. Pero también somos noche y día, alegría y desesperación que se encuentran constantemente en el puente. Llamémoslo Puente de la Paz. Hagamos poemas y proyectos de ley para mantenerlo activo, para que sea el puente más visitado del planeta.

Y amemos a pesar de todos nuestros amores truncados, rotos, desechados. Por eso, mientras la lucha continúa, yo también escribo canciones de amor y de libertad. Puede que no viva para ver la tierra prometida, como predijo Martin Luther King en su última noche. Pero sus palabras han pasado a formar parte del lenguaje del Sueño, de las lecciones escolares y de la esperanza. Los poemas pueden hacernos libres como la palabra que vino de Dios, o en una versión secular de los mitos de la herencia y la creación, de los poetas y los poetas diplomáticos que nos precedieron. William Shakespeare escribió, «¿Te comparo con un día de verano?»; Pablo Neruda: «Sucede que me canso de ser hombre»; Octavio Paz observó: «Entre lo que veo y digo / Entre lo que digo y callo / Entre lo que callo y sueño, / Entre lo que sueño y olvido / la poesía».

Cuando conocí a Octavio Paz después de una lectura en Nueva York, le pedí su opinión sobre mi poeta favorito de entonces, Pablo Neruda. Me respondió: «un gran poeta y un gran pecador». Un gran poeta y un gran pecador. Confieso que yo también he pecado. Y he sabido identificarme con Pablo, que de joven cónsul llegó a Ceilán, se instaló en Wellawatha y adquirió una mangosta como mascota. Más tarde, emigrado a Estados Unidos, decidí seguir el camino de mi héroe Pablo, diplomático y poeta. Mientras él cruzaba los océanos para llegar a mi lejana isla, yo decidí viajar a su remoto país en el fondo de Sudamérica. Y mi primer destino fue Buenos Aires, donde también Pablo había pasado un tiempo y conocido y entablado amistad con Federico García Lorca.

De Buenos Aires viajé a Santiago para conocer poetas, para ver las casas de Neruda: Isla Negra, La Sebastiana, La Chascona. Fui a La Reina en Santiago y conversé con Nicanor Parra. En ese momento Parra estaba traduciendo El rey Lear, y me mostró su manuscrito. El libro se publicó más tarde como Lear mendigo.

Nicanor me dibujó una figura en un trozo de papel después de darme una cena de ostras acompañada de vino tinto, después de hablar de su fascinación por la idea hindú de dejar todas tus ataduras mundanas, tus amores, tu familia, tu casa, tus bienes y vestirte con las ropas de un mendigo y caminar por las calles pidiendo limosna, y caminar luego hacia el bosque en busca de la mariposa mágica. Nicanor me dijo que cuando veas la mariposa tu alma volará, serás liberado. No tendrás que volver de nuevo al ciclo de la reencarnación.

Aunque Nicanor tenía entonces ochenta y tantos años, le acompañaba una compañera muy joven, y a pesar de su cuento de la mariposa no parecía en absoluto dispuesto a cortar sus ataduras, a volar.

La vida de Neruda se truncó a los 69 años, envenenado por el régimen verdugo de Pinochet, pero el poeta dejó tres mil páginas de poesía para leer cuando queremos liberarnos de las cadenas que hemos puesto al corazón, a la cabeza, a la imaginación, a nuestros sueños.

Yo tampoco estoy preparado para buscar la mariposa. La diplomacia y la poesía están tejiendo el tapiz de Penélope, los cuentos de Sherezade, y el sueño aún no se ha hecho realidad. Todavía tengo energía. Todos la tenemos. Sigamos adelante y hagamos más paz, más poemas. Volvamos a Ítaca. Volvamos a Jaffna. Quedémonos para la fiesta del regreso y sepamos que el hogar está en el corazón y no depende de ningún poder exterior.

Celebremos, y volvamos hacia atrás y hacia adelante, a los lugares donde hemos establecido nuevas raíces, y donde nuestras raíces al final no desaparecieron sino que quedaron bajo tierra, alimentando los arroyos, alimentando el magma, preparándose para estallar, para hacer nueva tierra. 

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