Poemas / Valeria Tentoni

Son muy muy pequeñas, pero son: blancas e inconsecuentes quedaron solas, sin contagios a la redonda, como perdidas por el camino. Las flores se organizan alrededor de un tallo y no deben ocupar, en conjunto, más que un puño; quien pase caminando podría aplastarlas de un solo pisotón a todas a la vez. El brote sale, petrificado y breve, cruzando la tierra seca que se anuda en grumos algo más compactos. 

      Lo que hay entonces es un palo simple que culmina en esas florcitas blancas, radiantes contra el polvo oscuro sobre el que casi nunca llueve. No hay pasto, no hay arbustos, no hay árboles, no hay nada hasta que empieza el acantilado y después viene el mar, que es de un verde esmeralda, una materia vítrea que se regenera a sí misma y tampoco tiene parientes. Lo que le sigue es el cielo —aunque el celeste es otro asunto, como si perteneciera a una escala de colores más impiadosa y metálica, una ingeniería distinta. 
      Pero, si no se levanta la mirada y se la lleva hasta el mar, las humildes florcitas blancas se imponen. Nada las amarillea, ni en los bordes de sus pétalos se perfila algún tornasol. Son blancas y pequeñas y bastantes, y llaman la atención porque se ven saludables, como recién estrenadas. Sin embargo, en el tallo seco no las acompaña ningún verdor, ninguna hoja. Parece que salieron directo de la tierra, del centro de la nada negra. Que no necesitan de atenciones. Que todo puede, sin más, ser.

*
      ¿Qué es lo último que ve Yasuko antes de que le lleven la vista? ¿La ceguera la sorprende al despertarse o en medio del día? ¿Es por la tarde? ¿Cómo se oye la voz de su marido la primera vez que no tiene ojos para corresponderla? ¿Adivina Yasuko su boca, deformada de piedad, en el costado de la cara? ¿Adivina Yasuko las palabras que no está diciendo su marido? ¿Adivina las suyas, las que desde entonces ya no tendrá ningún sentido decir?
      Esa mañana no quiere saludar a sus vacas. Tampoco la siguiente. Mugen con largos lamentos de invierno. Toshiyuki quiere llevarla de la mano, pero tropieza él primero en los escalones de la veranda mientras cuida que su mujer no se le caiga. Ella se
      desalienta. «No puedo descansar en nadie, vivir por uno ya es demasiado trabajo», dice, y se vuelve por donde vino, tanteando las paredes. Lo hace muy lento, a conciencia, y no se tropieza. Su desaliento crece, humilde, como una bola de pelusa bajo la cama.
      Por su parte, Toshiyuki se entristece. Encuentra malos presagios en todas las cosas, como si nada de todo aquello hubiese ocurrido todavía y su vida se hubiese congelado en un momento anterior, uno en el que todavía conserva algo de dominio. 
      Su mujer oye a los pájaros por la ventana, desde la cama. Siente al sol sobre los párpados, cruzando el vidrio. La tierra, afuera, cruje. 
      Él trae semillas en bolsas de tela que descarga en la galería sin hacer un solo ruido. Espera por un día nublado, temiendo mientras tanto que algún animal vagabundo se las robe confundiéndolas con alimento. 
      De noche, Toshiyuki se sobresalta y sale para controlar. Se odia y se felicita, porque nunca antes había escuchado los cantos de los grillos como entonces.
      Durante todo aquel día sin sol, Yasuko está en silencio. Él mientras tanto abre las bolsas por su punta con una cuchilla y ve las semillas caer en la tierra, tan insignificantes como un único día nublado entre miles de días soleados. Antes de dormir, Toshiyuki le lleva sopa de flor de zapallo, como adelantándole su secreto: Yasuko está demasiado triste como para comer y la rechaza. 
      Duermen sin tocarse. Una alfombra de violetas se extiende en la noche sobre las tierras crujidas. 
         Pasan semanas, meses. Toshiyuki practica su camino hacia la galería con los ojos cerrados cada uno de esos días de espera. Practica después su camino hasta el estanque, sin abrirlos jamás.
      Yasuko lo rechaza todo, pero él modula su insistencia de tantas maneras nuevas que se apiada también y acepta el paseo. «Tus vacas te extrañan», le miente. Ella sabe, porque hace rato ya que no las escucha. 
      Toshiyuki la viste, arroja sobre sus hombros una manta de lana, la toma de la mano y, sin avisarle, cierra también él los ojos para conducirla afuera. 
      Llegan juntos hasta la puerta, de memoria, sin golpearse con nada. De repente, su esposa toma la delantera. 
      ¿Qué es lo primero que imagina Yasuko antes de entender lo que está ocurriendo? ¿Desde cuándo sabe que su marido siembra flores en secreto para sorprenderla? ¿A qué le recuerda ese perfume profundísimo justo antes de que Toshiyuki le diga que son violetas?

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