Poemas / Stéphane Mallarmé

Brindis

Nada, esta espuma, verso virgen
Que basta a señalar la copa;
Tal se zambulle lejos cola
En alto un banco de sirenas.

Navegando, oh mis amigos
Diversos, conmigo ya en popa,
Vos la fastuosa proa que hiende
Pleamar de rayos e inviernos.

Una grata embriaguez me anima
Sin temor siquiera a su arfada
A dirigir de pie este brindis

Soledad, arrecife, estrella                                                          
A todo lo que sea digno
Del blanco afán de nuestra vela.

 

Brisa marina

Qué triste ¡ay ! es la carne y todo lo he leído.
¡Huir, huir lejos! ¡Presiento que ebrios están los pájaros
De errar entre la incierta espuma y el firmamento!
Nada, ni esos jardines viejos que luce el ojo,
Retendrá al corazón empapado del piélago.
¡Noches ! Ni el resplandor desierto de mi lámpara
Sobre el limpio papel que defiende su albura,
Ni la joven mujer que amamanta a su hijo.
¡Yo zarparé! Vapor de aparejo en vaivén…
¡Leva anclas con destino a exóticas regiones!
Un Tedio, entristecido por crueles esperanzas,
¡Aún cree en el supremo adiós de los pañuelos!
Y acaso el aparejo, que al temporal incita,
Sea de esos que un viento vira hacia los naufragios
Perdidos, ya sin mástiles, ni fértiles islotes…
¡Pero oye, corazón, cantar los marineros!

 

        
Aparición

La luna entristecía. Llorosos serafines
Soñando entre la calma de vaporosas flores, 
Arco en mano, arrancaban de violas agonizantes       
Fluentes sollozos blancos sobre azules corolas.

— Era el día bendito de tu beso primero.
Mi ensoñación, amante fiel de martirizarme,
Se embriagaba hábilmente de un aroma a tristeza  
Que, incluso sin mostrar queja o disgusto, ofrece
 
La cosecha de un Sueño al alma que la siega.
Yo iba errante, la vista fija en añoso suelo,
Cuando, luciendo el sol de la tarde en el pelo
En una calle, riendo te me apareciste.
Creí ver en ti el hada aquella de tocado rutilante, 
Que antaño por mis sueños de niño
Soltaba como copos, de entre sus manos mal
Cerradas, blancos ramos de fragantes estrellas.

 Angustia

Esta noche no vengo a domeñar tu cuerpo,
Oh bestia en la que medran los pecados de un pueblo,
Ni a ahondar la tormenta en tu melena impura    
Con el tedio incurable que prodigan mis besos.

A tu lecho demando bruto dormir sin sueños
Bajo el dosel incierto de los remordimientos,
Y que disfrutes luego de tu perverso engaño;
Tú, que sobre la nada sabes más que los muertos.

Porque el Vicio, royendo mi natural nobleza,
Me marca como a ti con su esterilidad.
Pero, mientras tu seno de piedra está habitado

De un pecho refractario al resquemor del crimen,
Yo huyo, pálido, inquieto, de mi sudario obseso,
Con miedo a morir cuando me acuesto a solas.

Versiones del francés de José Luis Rivas

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