Hombre en la sinagoga
Solía venir aquí en busca de consuelo
cuando amaba a una mujer que no me quiso.
Y cuando desoí a quienes me oyeron
y herí a quienes me amaron,
vine aquí en busca de perdón.
Un día estalló el último espejo
y mi vida fue un peso sin forma
y aquí volví en busca de Dios.
Dios calló como siempre
y entonces descubrí la sinagoga:
sus sólidas paredes,
el gratísimo silencio,
la fresca paz de este recinto en el verano,
y ya no me fui más.
Afuera la inclemencia empuja a la fe
y la fe al vacío.
Aquí dentro la ausencia de Dios importa poco.
Flor de verano, fin del país
Inquietante lección de los jazmines:
cuanto más agonizan más perfuman.
Doblados sobre el tallo,
yendo del blanco luz al blanco macilento,
caen y se pudren
mientras perfuman sin tregua
el cuarto en que aún resisto.
Las calles ordenadas por el miedo están sembradas de jazmines,
los errores, los encierros, la deriva ciudadana,
poblados de jazmines.
En el país nadie sabe terminar como esas flores.
Imposible hacer que la vergüenza exhale suavidades
o que brote más que sombra del engaño.
Los jazmines acusan,
su aroma muerde las migajas del honor.
O cambiamos el país o abolimos el verano.
El curso de mis manos
¡Qué oscuras son las leyes
que gobiernan el vuelo de los pájaros!
Treinta palomas parten
juntas de un mismo techo
y tras una parábola breve y ascendente
se quiebran de pronto
en dos grupos idénticos.
¿Qué decide esa ruptura precisa y repentina ,
la marcha de cada cual,
a quién seguir y en qué instante?
¡Qué oscuras son las leyes
que gobiernan el vuelo de los pájaros!
Tan oscuras en verdad como las leyes
que gobiernan el curso de mis manos:
juntas amanecen y de pronto se separan.
Una traza, muy al sur, su labor sobre la mesa;
la otra, en cambio, vaga bajo el cielo de Lisboa
tras el rostro de una desconocida
que me nombra sin saber cómo me llamo
y me alcanza sin que esté donde me encuentro.