Poemas

Reina María Rodríguez

La Habana, Cuba, 1952. Uno de sus libros más recientes es El piano (Bokeh, 2016).

AGUA DE PINO

De forma que, finalmente, al término de nuestra vida, podamos decir que, por lo menos durante cierto tiempo, hemos vivido en nuestro mundo y no en un mundo que nos dieron nuestros padres.

T.B.

Convertí la casa del destierro       
en la casa del pino.
El agua del pino moja las hojas
de los libros que pongo sobre el muro
bajo sus ramas anchas:
por entonces, era una ramita muy débil
regalada por Elis en Navidad,
hará tres años.
Alto y verde —periférico— cubre la entrada
«…a la buhardilla de los Holler» que ahora releo:
esa entrada al mundo de la muerte
en la tercera casa
que no es ya la de mi infancia en Marianao,
o la de Ánimas en la adolescencia
ni encima en la azotea luego:
es la casa del olvido a donde nadie llega
y donde caí
sin comprender bien todavía
por qué estaba donde sólo tenemos
reservas limitadas para sobrevivir.
Por eso, ¿será por eso? —me pregunto—
toco sus ramas al bajar, al subir,
las acaricio:
acaricio ramas por falta de acariciar personas.
Algunas se han secado por el óxido
de una limpieza que hicieron sobre el techo

y están ásperas,
partidas.
Otras, protegen al hijo:
—al «pinito» lo llamo— de los truenos.
Siempre temo que algún viento lo arranque,
llegar y no verlo.
Aunque sé que un día no me verá más,
pero mientras lo torturo
con bolas de colores encima
—livianas para mí—
pesadas para él que las soporta sin chistar,
mientras le canto villancicos
pido otra rama,
un desapego.

De Allí estará la noche (inédito)

ACHICAR 

Las olas de la vida nos han reunido hoy,  pero tal vez mañana nos separen para siempre.

Robert Musil, Diarios

Veo a mi padre sacar con una latica de leche condensada oxidada el agua del bote, y el olor de la madera encharcada de agua salada con pequeñas algas enredadas entre sus manos —aquella latica usada también por mi madre para echar el arroz en la cazuela y lavarlo. Los brazos de mi padre y yo, debajo de su axila, asegurándome el regreso: un instante de caer frente a él, y recogerme, aspirar e inspirar oxígeno: felicidad. El fondo sigue vivo en mi memoria, ¡qué bien se estaba allí! Los peces comiendo entre mis dedos: arroz prieto; la nariz —saber bien para qué se tiene contra los gorgojos— y las burbujas que me acompañan, subiendo. Papá cargándome con sus ojos tristes momentáneamente cerrados, pero abiertos. Las pestañas petrificadas por el miedo a perderme —igual que en la foto donde me llevaba cargada en su hombro como si fuera una paloma a punto de derrumbarse con un pañalito blanco, cubriéndome. El tiempo de un recorrido al cayito; lo salobre del viento en mi cara y en la boca que puede estallar sin pronunciar palabras; la sensación de que puedo oler aquel tiempo en que estuvimos juntos en el mar —de Santa Fé o de Cojímar o de Varadero, o en cualquier otro mar en retrospectiva— que se convierte en el mismo mar —siempre se lo debo, porque mi padre y el mar son la misma cosa: un color, un olor, una piedra. Sigue sacando agua del bote donde se mezclan agua dulce y salada: las dos vírgenes que amparan mi nacimiento, y vuelvo a limpiar el merengue de mi boca con la servilleta morada —tengo ocho años ya, mi hermano solamente cinco, y estamos celebrando mi cumpleaños junto a aquel cayito en que hay —hubo— un golfito donde jugábamos detrás. La playita es pedregosa y el agua muy salobre, tal vez por la juntura de las aguas, transversal al río que ablanda los arrecifes cuando lo atravesamos para llegar en el barquito alquilado —dicen que hay tiburones o que los hubo, merodeando, pero nunca los vi. Esos veranos en los que salíamos a conquistar «lo que fuera» con una de sus queridas, y aquella niña rubia de Julia, la que más le duró. De alguna forma, mar y traición se unen, donde no puedo separarlas, de un río turbio y de un mar del que no puedo lograr otros espacios ni vaciarlos tampoco —su fuerte salinidad en mi boca lo impide ya—, agotada de seguir sacando agua —con él, sin ellos, sin mí misma—, achicándola de aquel bote que también fue la ilusión de tener una casa, un país, una salvación: un mar mal llamado eternidad al que no llegaríamos juntos, después. 

De Achicar (Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2021).

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