Poemas / Ranjit Hoskote

Dunhuang

Durante años, nada.
Luego torrentes de arena.
¿Qué se podría cantar
contra el viento que aúlla?
Las cuevas se tragaron a sí mismas.
Siglos después, los abades escudriñarían
el cielo para que el vuelo de las grullas
los guiara al lago perdido
hacia el que caminaban penosamente.
Aquí y allá, encontrarían tiras de seda,
separadores en el archivo de las dunas,
mientras se alejaban tropezando de sus dromedarios,
conteniendo el aliento, guardando sus oraciones,
para la otra costa de los naufragios, a la deriva.

 

Los búngalos de South Avenue

Yo iba en un autobús, que llevaba su nombre, Destino,
con grandes letras blancas, en sus largas ventanas traseras,
por un camino ardiente de abril.
Pasamos una reja,
su exuberante puesta de sol en la playa de palmeras atrapada en una bruma
que brillaba sobre el asfalto, luego se detuvo
donde los trabajadores acuclillados almorzaban de prisa.
Una escalera apoyada contra el costado de una casa
que yo conocí de niño: verandas de menta fresca,
persianas de encaje, té helado. Entonces pasé la mano
a lo largo de una pared pulida que los rosales alguna vez habían escondido
y miré a través de los peldaños de la escalera
el carbón que se quemaba en una cuchara azul gris
doblada por el fuerte calor que contenía.
El sol en mis ojos, el techo una nube de leche
que se había detenido en seco.
Esta casa
que me había encontrado de nuevo, pensé, podría servir
para más que el chisporroteo de la antorcha de un soldador
que hacía una costura de hierro, el lengüetazo
de la brocha del pintor que se repegaba y acariciaba
las grietas del yeso, más que sellos de cemento
para parchar ladrillos agrietados detrás de la planta de jamaica.
¿Pudiera ser que la escalera de caracol
con sus retorcidas guirnaldas de hojas art déco,
oxidada, descarapelada, hubiera estado tratando de hablar
con los hombres de overoles polvorientos, sus cadencias,
ruido blanco perdido debajo de la bomba de inyección,
el zumbido de las sierras, el golpeteo de los taladros?
Logos antes que topos, la palabra empuja su ser abstracto
ante lo que sea que pueda abrir el ojo: ¿con qué palabras
podría la magia regresarme a mí este lugar?
¿Pudiera ser que el latido de un corazón mineral enterrado en lo profundo
haya cedido, a causa de flautas que nadie podía escuchar
por encima de las ardillas que chillaban en el árbol de gulmohar,
la fiebre de martillos del yunque? Y mis propios oídos
detenidos ante las sirenas pero también ante los saludos entrecortados
de algodoneros y las disertaciones de acróbatas callejeros:
¿No habré escuchado nada en absoluto ? ¿Habré perdido el paso, o la caída ?

 

El árbol oracular

La mujer caminó hacia el árbol oracular
y sangró su corteza en busca de respuestas.
No sirve de nada intentarlo, dijo el árbol.
Me amarraron con hilos sagrados.
Las raíces queman a través de mis zapatos,
las hojas nublan mis ojos.
No soy yo. Soy
ese hombre que trota por el camellón,
con los brazos extendidos,
esparciendo puñados de plumas
al viento.

 

Versiones del inglés de Víctor Ortiz Partida.

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