Maitreyabandhu (Henley—in—Arden, Inglaterra, 1961). Autor de The Crumb Road (Bloodaxe, 2013).
El progreso de la manzana
La manzana sonrosada que ofrece la serpiente
como querubín rechoncha con sus manos de crío
para que, ya resuelta a alcanzarla, Eva la tome,
coartada, disuadida al menos por el recio Adán
en la copia de Rubens de ese cuadro de Tiziano
que el fresco de Rafael y la estampa de Durero
inspiran, aparece, un siglo y medio después
en Le Buffet, otra naturaleza muerta de Cézanne.
Esta naranja, si acaso es naranja, encontrando
su peso necesario. Este limón que se vuelve
hacia la naranja, que enfáticamente nos muestra
todo el rostro. Esta erguida manzana casi erótica,
su airosa redondez y su pezón. Esta distancia —
íntima, un tanto apartada — entre la manzana
y un segundo limón. Esta complicidad de frutas,
estos colores que conversan juntos separados.
El panorama de la mesa guarda un equilibrio
que oscila entre lo iluminado y la sombra — color
engendrando más color — a sus anchas desmañado
en el bosquejo evidente. Ni arteros ni ostentosos,
unos cuantos objetos entrañables y apreciados
se unen cruzando un espacio con fruta sensual
y pastas de azúcar; cada taza un actor-objeto
hostigado a retoques, de inquieta forma cautivo.
Podría ser el himno nupcial del verano: botella
taciturna en marrón, un vaso casi como un cáliz,
azul y alhaja, paño y aparador de nogal —
cada obcecada cosa libre de contradicción
por un pensar asiduo. El amor es una vela
que sin tregua enciende muchas velas, incesante.
Es esta manzana junto a este limón junto a otro
limón en una naturaleza muerta de Cézanne.
El reloj negro
El primer mantel, hasta donde me acuerdo, o el primero
en desempeñar un rol activo, fue en El reloj negro,
el cuadro que colgó Zola en su comedor atiborrado.
Sableándole dinero, Cézanne trataba de ocultarle
a Louis–Auguste la verdad sobre Hortense y el pequeño Paul —
«Empieza a tener un aire de farsa de vodevil».
El cuadro está a medio camino entre su estilo temerario,
su manière couillarde, y su gran madurez; de ahí los negros —
la franja que adorna la taza de café, el reloj mismo —
todavía presagio. Picasso se robó el limón, justo en el centro,
aunque el amarillo — un amarillo pardo entristecido
por gris del norte — tiene que ser de Braque. La caracola
balanceada en la orilla es accesorio que no volvería a usarse
aunque a sus voluta y labio los remeda una arruga
en el mantel tras el que el limón se oculta.
Te das cuenta, al dar un paso atrás, de cuánto es el espacio
que ocupa el mantel — has estado envidiando el florero,
el pequeño drama de taza y platillo, estilo Chardin,
tambaleándose al borde — llevándote adelante:
a tantos manteles con jarro de agua, botella de vino,
o plato de galletas azucaradas descansando en ellos,
pero también, viéndolo de nuevo, llevándote de vuelta
a tu propia vida y a tu madre extendiendo un paño
para funerales y bautizos con papitas y cebollas en conserva,
sándwiches y coca–cola. ¿No te hace entonces preguntarte
si esos manteles, encrespados sobre una mesa
o interrumpiendo un muro — blanco agrisado por la sombra
o rosado por la fruta que madura — si esos manteles
hacen las veces de una bendición: fina mantelería que hay que
enrollar,
y no doblarla, cobertor y cubrecáliz, la mortaja
de Jesús donde yació? ¿Y no crees,
al volverte para entrar al tropel cotidiano, que el mundo
no ha de aprenderse y echarse a un lado como basura fortuita;
que hay que volver a él, reaprenderlo en un limón, un florero estriado
sopesando nuestro interior contra esta exterioridad
en la boca carnal de una concha, un reloj sin manecillas?
Este cuadro de una montaña
I
Este cuadro de una montaña y un camino,
la pícea sedienta que hace crecer la curva,
la montaña arrodillada, luego el cielo
sobre tierra amarilla que es frescor matinal
o calidez nocturna, serpentear de un sendero,
una casa en el viento pintado del verano, un viento
en árboles verdes y más verdes detenido, todo esto —
cielo sensual y el verano, aún el verano —
no es para decir adieu a senderos amarillos
y árboles ventosos, este encumbrarse allá,
sino la forma más larga y devota de decirle
bonjour bonjour a la casa enorme del verano.
II
Decirle bonjour a la casa enorme del verano,
llamarla roja y amarilla, azul para la sombra,
nombrar este azul como amplitud del cielo,
este amarillo no otra cosa que el polvo en los senderos —
un árbol sacudido en el viento del verano,
un viento que nos sopla mortales, fuera y dentro —
saber que pasamos nuestros días en la casa del verano,
nuestro hogar bajo el batido cielo, pan de oro
que en lo alto del Horeb vio Moisés,
es sólo mi manera devota de decir: Cézanne
lo vio todo mejor, lo sagrado y lo profano
en este cuadro de una montaña y un camino.
Versiones del inglés de Adriana Díaz Enciso.
The Apple’s Progress
The rosy apple passed down by the snake / with a putti’s chubby face and toddler hands / to be taken by an already reaching Eve / restrained, at least dissuaded, by beefy Adam / in Ruben’s copy of Titian’s original / inspired by Raphael’s fresco and Durer’s print, / appears a hundred and fifty years later / in Le Buffet, another still life by Cézanne. // This orange, if it is an orange, finding / its necessary weight. This lemon turned / towards the orange, which is so empathically / full—face. This propped—up apple almost erotic / in curvaceousness and stem—end. This distance — / intimate, standoffish — between the apple / and a second lemon. This fellowship of fruit, / these colours conversing together and apart. // The tablescape maintains a swaying balance / between illuminate and shaded — colour / begetting colour — its gaucheries at home / in evident design. Neither artful nor showy, / a few estimated and cherished things / join hands across a space as actor—objects / and sensual fruit, shadows, sugary fingers / on a plate, teacups and troubled saucers. // It might be summer’s marriage hymn: a bottle / taciturn in brown, a chalice—beaker, / blue and bling, a cloth and walnut dresser — / each stubborn thing relieved of contradiction / by assiduity of thought. Love is a candle / lighting many candles without surcease. / It is this apple next to this lemon next to / this other lemon in a still life by Cézanne.
The Black Clock
The first tablecloth, as far as I remember, or the first / to play an active part, was in The Black Clock, / the painting Zola hung in his cluttered dining room. // Cézanne was cadging money and trying to hide the truth / about Hortense and little Paul from Louis—Auguste — / «It’s beginning to take on the air of a vaudeville farce. » // The painting is halfway between his ballsy style, / his manière couillarde, and his great maturity, so the blacks — / the decorative band of the coffee cup, the clock itself — // are still foreboding. Picasso stole the lemon, dead centre, / although the yellow is surely Braque’s: a dun yellow, / saddened by northern grey. The conch shell // balanced on the edge is a studio prop never to be re-used / although its lip and coil are mimicked by a ruck / in the tablecloth the lemon hides behind. // When you step back you realise just how much space / the cloth takes up — you’ve been envying the vase, / the little drama of the cup and saucer, Chardin-like // teetering on the brink — taking you forward / to so many tablecloths with a water jug, wine bottle / or plate of sugary biscuits resting on them // but also, now you look again, taking you back / to your own life and your mother laying out a cloth / for funerals and christenings with crisps and pickled onions, // sandwiches and Coke. So doesn’t it make you wonder / if those tablecloths, ruffled over a table / or interrupting a wall — white greyed by shadow // or pinked by ripening fruit — if those tablecloths / do the work of benediction: fair linen to be rolled / not folded, chalice veil and coverlet, the winding sheet // of Jesus where he stood? And don’t you think, / as you turn to join the daily crush, that the world / is not to be learned and thrown aside like casual litter // but reverted to and relearned in a lemon, a fluted vase — / weighing our inwardness against this out—ness / in a seashell’s carnal mouth, a clock without its hands?
This Painting of a Mountain
I
This painting of a mountain and a lane, / a thirsty spruce blowing up a curve, // the mountain falling on its knees, the sky / above a yellow earth made morning-cool, // made evening-warm, a lane that winds below / a house in summer’s painted wind, a wind // that stops in green and greener trees, all this — / a sensual sky and summer not yet done — // is not to say adieu to yellow roads / and gusty trees, this hulking up beyond, // but just the longest doting way to say / bonjour bonjour to summer’s massive house.
II
To say bonjour to summer’s massive house, / to call it red and yellow, blue for shade, // to say this blueness is the breadth of sky, / this yellow but the dustiness of lanes — // a tree that shakes itself in summer wind, / a wind that blows us mortal, out and in — // to know we pass our days in summer’s house, / our home below the beaten sky of gold // that Moses saw above Mount Horeb’s height, / is just another way to say Cézanne // has seen it better, the sacred and profane / in this painting of a mountain and a lane.