El país ingenuo
La tristeza era tanta que las sonrisas pasaron a ser pagadas. Algunos funcionarios del Estado, disfrazados, diluidos en la multitud de las ciudades, observaban a los pocos ciudadanos sonrientes que pasaban, y, discretamente, nos mandaban parar.
Se presentaban: ¡Funcionarios del Estado!, decían, y pedían después la identificación del sonriente. Registraban nombre y dirección.
A fin de mes, los referidos ciudadanos recibían el cheque. «Durante el mes de febrero fue visto tres veces sonriendo en la calle», estaba escrito, con fecha y hora, en el pequeño documento que acompañaba el dinero.
La cantidad dada por cada sonrisa no era una fortuna, pero digamos que ser visto por el Estado sonriendo nueve veces durante un mes daba perfectamente para vivir sin dificultades.
Pues bien, en poco tiempo el clima emocional del país se alteró por completo. Sea por avidez o por la propia naturaleza de las cosas, el país en dos años se hizo conocido por el «permanente e impresionante optimismo de sus ciudadanos», como se decía en una agencia de noticias internacional.
Los subsidios del Estado a las sonrisas terminaron poco después, pero como nadie informó a los ciudadanos, ellos mantuvieron esa sonrisa estúpida, repugnante, inadecuada, inútil, sin razón de ser.
El viejo
Ya que no tenía tiempo para leer su contenido, el viejo quería al menos leer el título de todos los libros que existían en la mayor biblioteca del mundo. Es que gradualmente, semana a semana, se estaba quedando ciego. Como no tenía tiempo para más, su opción le pareció acertada. Si el título concentra lo esencial de un libro, si él leyera todos los títulos, se quedaría con lo esencial de una biblioteca entera.
Empezó el 1 de enero a las ocho de la mañana. Empezó por el ala norte.
Con la cabeza inclinada, ora hacia un lado ora al otro, como si estuviera loco o con una enfermedad, leía el título del libro en el lomo.
Para los estantes más altos se colocaba sobre los peldaños de una escalerilla de metal que había para tal efecto.
Con rigor exhaustivo iba arrastrando la escalerilla ligeramente de lado para que ningún libro de los estantes altos escapara a su mirada.
Era exhaustivo —ni un libro había fallado—, pero era lento. Sólo en junio entró en el ala sur de la biblioteca y su vejez entretanto había avanzado: estaba casi ciego. A ese ritmo probablemente no podría llegar al final de la segunda ala de la biblioteca. La muerte y la ceguera se acercaban al mismo ritmo.
Los bibliotecarios y los usuarios en los últimos días lo alentaban, algunos le ayudaban a transportar la escalerilla.
—Estoy casi ciego —repetía el viejo. Y todos en aquella frase oían: «Casi me estoy muriendo».
Pero el viejo todavía podía leer, aunque cada vez con mayor dificultad. Leía ahora como un niño que estuviese aprendiendo: letra a letra.
Llegó al último libro de la biblioteca. Con extraordinaria dificultad leyó su título. Después se sentó, jadeando. Instintivamente sonaron palmas: funcionarios y usuarios de la biblioteca manifestaban su admiración por el hecho, por la perseverancia.
El viejo se sentó en una silla y allí se quedó.
Allá aún permanece, sin moverse, sentado en la misma posición. Hay quien dice que está tan feliz que ya no muere.
El baile
Se creía en eso. Que el baile no era un simple conjunto de movimientos más o menos coordinados entre dos personas. Muy lejos de eso.
Se trataba no sólo de una relación física, sino de una relación espiritual. Compartir pasos de baile era como estar al lado de una experiencia última y definitiva.
En el baile, entre el par de bailarines, como que existía un proceso de ósmosis en que dos se transformaban en uno: se equilibraban las sustancias, sus concentraciones, de modo que no existieran al final desequilibrios. Era imposible que una pareja bailara armoniosamente, como se dice, sin que hubiese entre ellos una circulación interna de materiales no visibles.
Si uno era bastante más irascible que el otro, al final eso no se notaba: uno había ganado algunos gramos de esa característica mientras que el otro los había perdido.
El baile era así un método elegante de corregir los desequilibrios intelectuales, físicos, morales, económicos, culturales, comportamentales, etcétera.
La verdad es que, cuando la gente percibió el efecto de los bailes, éstos terminaron. Nadie quería perder para el otro —para su pareja— esa concentración de cualidades que creían tener. (Cada uno estaba tan contento con al menos una parte de sí mismo que pensaba que siempre se quedaría perdiendo, cualquiera que fuera su pareja). Unos no querían perder parte de su inteligencia, otros no querían perder parte de su musculatura, de su dinero, otros de su cultura.
Los bailes de dos terminaron. Quedaron sólo los bailes solitarios. Uno que otro bailando aún, como recordando tiempos antiguos, frente al espejo.
El himno
Cinco hombres, de patrias diferentes, empezaron a cantar su himno al mismo tiempo. Eran, pues, cinco canciones diferentes, cinco lenguas diferentes, cinco ritmos.
Se instaló una cierta confusión en quien oía.
Las palabras de una lengua se mezclaban con las palabras de otra, los ritmos de las diversas canciones se aproximaban, golpeaban como el choque de dos materias sólidas, y se alejaban.
A veces casi parecía que la palabra de una lengua saboteaba las palabras de otra lengua.
Se trataba en el fondo, ahora estaba claro, de una guerra de voces, ritmos y vocablos.
Como si fueran cinco ejércitos: eran cinco canciones, cinco himnos. A ese conflicto sonoro se fueron uniendo otras canciones.
Quien pasaba y pertenecía a otra patria rápidamente se juntaba al coro. No sería tolerable que su himno no estuviera representado.
Estábamos en una ciudad cosmopolita; en pocas horas estaban allí, en la acera de una de las calles principales, más de seis decenas de cantantes, cada uno cantando su himno.
La algazara y los ruidos mezclados eran, para quien pasara distraído, semejantes a los gritos que vienen del suelo después de un bombardeo.
Pero, de repente, todos se callaron. Y en pocos segundos la situación se modificó por completo.
Mudos, ahora, esos hombres podrían pasar por ser elementos de la misma patria.
La lucha en que cada uno intentaba imponer sus palabras y su ritmo había terminado.
Cómo calma la mudez, pensó una vieja que aún intentaba percibir algo del mundo.
Pero si todos se habían callado, ninguno de ellos se había quedado inmóvil.
Cada uno estaba a punto de sacar del bolsillo el arma cargada que finalmente, estaban seguros, resolvería la disputa.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo