Poemas / Elisa Dí­az Castelo

Perorata lenitiva 

No pienses que soy otro
Rubén Bonifaz Nuño

No pienses que soy otra,
sigo siendo la misma y me quemo los dedos
al voltear las tortillas en la estufa de siempre.
Sigo sin saber dónde está el norte
pero puedo llegar al árbol que rompió la banqueta
en el sitio exacto donde me tomaste la mano
por primera vez. No pienses que soy otra:
todavía me da hambre y me muero de sueño,
a veces me despierto a la mitad de la noche
y oigo cambiar las luces de los semáforos,
esos gigantes ganchudos que parpadean lento
y ven la vida en rojo, en verde, en amarillo.
No he cambiado tanto, todavía me duele
estarme quieta, a todos lados quiero, siempre,
irme. Algunas mañanas se me olvida tu nombre.
No paso un día entero sin pensar en la muerte.
En verdad, uno no cambia. Eso de reinventarse
es un mito que venden los libros de autoayuda
y los psicoanalistas. Sigo siendo la misma, lo aseguro:
nunca quiero morir pero me gusta
alimentar a los gatos de los cementerios
y llevar flores a las tumbas de mis desconocidos.
No me has cambiado tanto.
Me encanta el granizo aunque mate las plantas.
A veces me azuzan las ralas estrellas
o no me deja dormir el ruido blanco de la luna
y lloro con el desparpajo de los malos actores
y me miro al espejo o me baño vestida.
Sigo siendo la misma: exagero.
No me has cambiado tanto, no te agobies.
Aunque es un hecho que ya no recuerdo
el nombre de tu perro y las cosas que hacíamos
en todas las tantas tardes. Hablábamos, lo juro,
y si me esfuerzo puedo escuchar tu voz
como a través de un vidrio, como abajo del agua,
pero no sé decir qué nos dijimos,
ni cuánto, ni ya cuántas tantas veces
en la ciudad enorme nos perdimos.
Sin embargo, soy la misma, sigo
teniendo uñas, mi estatura no cambia,
me río todavía llena de dientes.
Es cierto que el mundo ha aprendido a quedarse
más quieto, que duran menos las horas y se entierran
como cajas de barro en el jardín oscuro:
ya no podré encontrarlas.
Mi cuerpo es casi el mismo,
aunque no tengo ni una célula en común con entonces,
me he quedado mis manos y mis lunares puestos.
Aunque no pueda verlos, sé bien
que no migraron de mi cuerpo al tuyo.
No te consueles pensando que he cambiado.
Mi boca es una casa con la luz encendida
y tú eres el niño que sin ser visto sale
y cierra la puerta.

 

En torno al corazón de una manzana 

Camino con mi amiga por las calles del centro,
de una ciudad cuyo centro está fuera de sí mismo,
desviado al sur y al este, en este caso, accidente
que imagino común a todas las ciudades.

Camino con mi amiga por calles aledañas
al Zócalo. Es de noche y los faroles
iluminan apenas: las luces ralas
enredan sus estambres amarillos. 
Todo, incluso nosotras,
parece más antiguo, un recuerdo. 

Ella saca de su bolsa una manzana
y la come hasta su centro, una a una
sus semillas. Yo también
quisiera no dejar huella,
incorporar todo sin remilgos,
no desperdiciar nada, saber
probarlo todo.

Deja dos semillas en mi palma.
Sostengo en la boca
esas llamas quietas
y su perfume se expande: sabor
a manzana tenue, alejada. Más que sabor,
aroma, lo que llamamos esencia, algo
que siempre estuvo lejos de sí mismo
y aun así es el centro.
No recuerdo por qué estábamos ahí ni de dónde veníamos.
No recuerdo la última vez que pronuncié su nombre.
Sólo nuestros pasos sobre la banqueta de esa noche,
latidos que se cuentan en reversa. Sólo
la forma de sus uñas, la palma de su mano.
No sé de qué hablábamos y tal vez no importe:
sus palabras entibiaban nuestra sombra.
Éste es, al fin y al cabo, el centro .
Los instantes que recuerdo, tan pocos,
que quizá fueron los márgenes y ahora son el eje,
lo único que nos queda, la esencia,
el sabor de las semillas en mi boca, el centro desviado
y su mitad de la noche.

 

Vampiros urbanos en peligro de extinción
 
La noche en la ciudad no alcanza
para oscurecer la leche ni alivia
el insomnio de las moscas.
No existe la noche, vivimos
en un sitio colindante, siempre
a media hora de algún amanecer espurio:
la luz sonámbula de los automóviles
cruza ventanas y cortinas, se desplaza
sobre el piso de linóleo
como una hueste de ratones blancos.

Adentro de mi cuerpo, se me deslava la sangre
contra tanto músculo y tejido.
El oxígeno, ese perro sin ojos,
me atraviesa, hambreado, esponjando
su furia por las calles brillantes
de mis venas. Intuyo
la soledad de los semáforos que cambian
a media noche, cuando nadie los mira.
El mundo es rojo, es verde o amarillo.
Nunca es noche la noche, nada es negro.
Aquí la madrugada más oscura es sólo
un bocado de arena, un trago
del semen gris de los demonios blandos.
Hace tan poca noche que las flores germinan
bajo los faroles y voltean sus cabezas
destanteadas hacia los anuncios de neón.
Hace tan poca noche
que florecen las paredes blancas
y siempre en cada cuadra sobra algún insomne.
 
No se puede ser un vampiro en este sitio:
su vigilia de azufre no se cuece,
duele el calor tenue de los duraznos
en la cesta de frutas y hace falta
el nombre redondo de lo oscuro,
su diámetro de decibeles
que caben en la palma de la mano.

No existe la noche en este sitio,
su filo romo de abrecartas.
Es mejor quedarse dormido sin premura
y no pensar en el vampiro urbano que ha perdido
el paradigma oculto de su ecosistema.

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