En honor de Eliot
El jabón de hotel, esa pequeña pastilla
que inconscientemente se guarda en las maletas
para olvidar este hecho nimio
minutos, días, años más tarde,
es de aroma inocuo, innecesario,
un objeto que de nada vale fuera de su orden.
A veces se rescata del fondo de un baúl
y es contemplado con perpleja insistencia
tratando de acertar en el recuerdo
sobre un origen, un viaje, el número
del cuarto pagado que nos ha recogido.
Instantes después se arroja en el armario,
en un lugar impreciso entre toallas,
gabardinas, mantas, ropa de invierno sin uso,
o de verano que ya no nos ponemos
porque nadie reconoce en ella al que somos.
Y con la memoria estéril para la diminuta pieza
perfumada, quizá entonces sin un ápice de olor
en su sustancia, seguimos al punto realizando
planes perfectos para ir a esos hoteles
ninívicos, con mármol y portero de gala,
de los que otro ha expoliado las doradas jaboneras.
Los vasos de Morandi
He ahí la astucia de las formas
y el secreto privado de los colores;
he ahí una medida para el mundo,
a veces pura, a veces sórdida,
siempre ligeramente manchada
como una gota de pintura blanca
resbalando por un pincel usado;
sabiduría y zozobra están ahí,
dentro del apacible vidrio
de esos vasos vacíos y en calma.
Pero también están en su interior
todos los días de una vida cualquiera;
los enormes, los esplendorosos
hechos de una biografía anónima y común.
A mi entender, eso pintó Morandi:
la vida entera, sucia y general.