compré Un drama de caza, de Antón Chéjov; antes había recorrido la «ruta del vino»,
había visitado el Museo del vino, había preguntado,
en Valle de Guadalupe, por el horario del restaurante;
había visto, a través de una ventana, fotografías
de familias rusas, hombres viejos, mujeres con pañoleta.
Había un sinnúmero de objetos, ahora inservibles,
fuera ya —distantes— de la órbita de su uso cotidiano,
abandonados por la luz de una vida que ya no era la suya.
Un samovar, una hornilla, herramientas de labranza.
Esa tarde, en una librería de Educal, compré la novela
Un drama de caza, de Antón Chéjov; también había comido en los lugares recomendados
los platos recomendados.
Esa noche, en el hotel Posada del Rey comencé la lectura.
Inmediatamente me encontré con una geografía que no tenía que ver conmigo,
los personajes eran otros, las distancias y lagos
eran otros;
la magia de Chéjov se cumplía, lo que estaba, lo que se podía tocar, se difuminaba,
otro mundo se iba apoderando de este mundo.
El Museo de Guadalupe, el restorán, la «ruta del vino»,
iban quedando muy lejos. El mar se hacía a un lado
y los bosques aparecían; aparecía un bochorno y una humedad
que sólo habitaban en la novela; Ensenada le era indiferente.
A pesar de la trama la urgencia por buscar una farmacia
se impuso.
Salí de la habitación con un chaleco y un saco, eran mis únicos abrigos
ante el frío de la noche.
La calle principal estaba vacía, las tiendas y joyerías cerradas,
algunos bares que agonizaban y una noche que no correspondía con otras,
mucho tiempo atrás, caminadas en Ensenada.
Finalmente encontré una farmacia y compré las pastillas y el agua que calmarían mi acidez.
El frío se hizo tolerable, el mar se adivinaba.
Caminaba de regreso por una calle que siendo la misma
era otra.
El tiempo había pasado, muchas cosas habían pasado,
otras estaban sucediendo y yo caminaba de regreso
con mis pastillas y mis botellas de agua.
El frío no me recordaba nada, la novela de Chéjov
(que éste escribió a los 24 años y que decidió su carrera literaria)
empezaba a confundirse con mi historia,
con esas dudas y deseos, con esa inquietud
que me llevaba a transformarlo todo,
a habitar un mundo que sólo yo me sé, o creo saber;
a quedarme detenido cuando debo avanzar.
El mar está ahí y la ciudad también. Esta caminata
no termina, se prolonga, pero no me cansa.
He vuelto tantas veces al hotel y, otras tantas, he salido
a buscar una farmacia.
He comenzado la novela, pero no avanzo;
he creído estar donde he creído estar, pero nunca
con una completa seguridad. Esta tarde, en Baja California,
en Ensenada, compré una novela, Un drama de caza, de Antón Chéjov,
visité los lugares que era obligado visitar,
comí los platillos que me fueron recomendados,
me hospedé en la Posada del Rey y salí de noche a buscar una farmacia
donde comprar agua y algún medicamento para calmar mi acidez.
Sigo caminando por esa calle que me debe ser tan familiar,
sigo siendo quien soy y la gente me saluda por mi nombre,
sigo pagando mis pastillas y mis botellas de agua,
sigo caminando con mi chaleco y mi saco, y el mar está ahí,
la novela sobre la cómoda, los transeúntes cada vez más escasos
y yo sintiendo este frío, esta realidad de buscarte y no encontrarte.