Tengo una hora diez minutos para escribir este
poema. Me acomodo, abro las cortinas, enciendo
la computadora. Pero nadie acude a la pantalla.
Escucho a lo lejos el ruido de los automóviles,
el aleteo de los pájaros, la música de Widmann
(Sophia, Clara, Magdalena, ¿dónde están?)
Pienso que ruido es tal vez la música buscada,
que aleteo y ausencia un lenguaje que debo
aprender a descifrar. El ruido dibuja cicatrices
en el cuerpo, las cuida amorosamente, les dice
eres un mapa estelar. Tengo media hora para
terminar este poema. Cierro las cortinas, subo
el volumen de la música. (Clara se marcha sin
haber llegado, aparece Magdalena dispuesta
a irse). Los pájaros han huido, no sé si volverán.
Su ausencia arde en el árbol, en los pies desnudos
de Sophia, en los pechos blanquísimos de Clara.
Por ganar tiempo vuelvo a acomodarme, abro
de nuevo las cortinas, los oídos cansados de
esperar. Tengo diez minutos para terminar este
poema. Del cuerpo brotan plumas, brotan alas.
Hay tanta poesía en todo eso, no debo hacerle
caso. Miro la pantalla, espero inútilmente algún
vestigio, alguna pista. Repito en voz baja los
nombres: Sophia, Clara, Magdalena. De día
descosen cicatrices, de noche las vuelven a
coser. ¿Dije que cantaban? Ellas nunca cantan,
sólo ríen. Desde su ausencia ríen y esperan
a que apague la pantalla. Luego se marchan
y dejan un recado: «Te quedan tres segundos
para terminar este poema».