Ayer
abrí el armario lleno de sombra.
Vi
cauterios, cánulas, metileno, cintas
con leyendas doradas, crucifijos
y tejidos nupciales, su blancura
inmóvil en sí misma.
Vi
sargas raídas que ocultaron un
rostro sin lágrimas y consideré el óxido
en las monedas del pasado.
Vi,
en rama de cristal, los alcaloides
del estertor azul, los inyectados
por Amelia Lobón, bordadora y asmática,
viuda viviente y
agonizante enamorada.
Un
largo instante, aspiré
el olor a tristeza de sus manos.
Era
ya último el sol.
Suavemente,
acerqué mi silla a la ventana y
descansé la mirada.
Vi
temblar el lauro que habitaron las tórtolas.
Aún sostiene las esferas sangrientas
que en verano seducen a los pájaros
y que Cecilia amor mío
no arrancará nunca del lauro.
Así
es mi atardecer, mi última
serenidad.
A veces,
alzo la mano y saludo a la noche
que ya desciende hacia los restos del día.
Así
podrá ser también otro día, otra tarde,
en que, apenas desvelado, alce
mi mano en la costumbre y,
con ignorada dulzura,
con imperceptible
amor, salude
fugazmente
a la muerte.