En 1996, en Voces de tinta dormida. Itinerarios espirituales de Luis Barragán, un estupendo ensayo sobre libros, temas y autores de la biblioteca del ilustre arquitecto, Alfonso Alfaro nos obsequiaba con una aguda intuición. Ahí señalaba dos constantes evidentes de la sensibilidad de Barragán: «el interés por el mundo simbólico y por la dimensión trascendente por una parte, y por la otra, una gran fascinación por la vida de los sentidos y por la materialidad de la presencia humana». Y añadía un tercer elemento: estas actitudes coexisten con un interés «por los territorios intermedios de esos polos que forman actualmente el campo de acción de la antropología universitaria, el poder, la sociedad, la economía».
Esta concepción del espacio como territorio habitable en su triple dimensión sensorial, espiritual y antropológica, se ajusta perfectamente a las intenciones de Noritoshi Hirakawa, cuya obra es reconocida por su inclinación a abordar los conflictos de las interacciones humanas insertos en las estructuras sociales donde se desarrollan, vale decir, las incidencias y contradicciones del poder, la comunicación, la interacción y la reproducción de los significados y las prácticas que constituyen el sustrato de toda cultura.
En este contexto, hombres y mundo son uno solo, parece ser la premisa de unión de…, el proyecto fotográfico realizado por Hirakawa en la Casa Barragán. Interesado en ampliar los límites de la percepción estética, el artista parte del supuesto de que cultura y actividad humana son dos condiciones indisolubles de nuestra forma de ser y estar en el mundo. En una primera instancia, el proyecto puede considerarse una crítica de la representación del espacio formulada en las imágenes arquitectónicas convencionales que responde primordialmente a las concepciones y expectativas de los arquitectos, al margen de los habitantes que le dan vida y carácter. En general, se trata de representaciones formales o estereotípicas, despojadas de la dimensión humana que les confiere significado. Sin embargo, en sentido estricto, no se trata sólo de una diatriba estética contra este tipo de imágenes sino, sobre todo, de una crítica dirigida a la concepción que las sustenta: de allí la elección de un espacio y una sensibilidad afines a Hirakawa, como la casa y la obra de Barragán.
Quizás, acostumbrados como estamos al refinamiento, la sobriedad y la exquisitez de las estudiadas formas de la arquitectura barraganesca, y en razón de que, privadas de su función original, hoy sus obras son prácticamente monumentos, tendemos a olvidar la corporeidad del pensamiento que las hizo posibles, una empresa empeñada en los espacios totales, deudora de recintos conventuales, haciendas y fincas campestres. Sin embargo, en tanto moradas vivas, se trata de espacios donde, ciertamente, toma cuerpo una íntima espiritualidad, pero donde también podemos adivinar las maneras cotidianas de practicarla, es decir, las narrativas, creencias y rituales que permitían a sus habitantes darle forma. El problema es que, en tanto espacios privados —a su modo, dominios aristocráticos celosamente ocultos a las miradas externas—, estas historias íntimas son difíciles de experimentar, mientras no seamos nosotros mismos los habitantes y, por tanto, sus protagonistas.
Este ejercicio de imaginación es el que se propone desplegar Hirakawa al abordar la dimensión escénica (vale decir, dramática) de las situaciones humanas en un espacio sui generis que, en rigor, también parece pensado para albergar manifestaciones plásticas o corporales —resulta apenas necesario recordar que Luis Barragán fue un hombre de intereses artísticos amplios; amigo de José Limón y de la prima ballerina Tamara Toumanova, entre otros, incluyó a la danza entre sus diversas aficiones.
En este contexto, el ensayo fotográfico de Hirakawa aprovecha la naturaleza de este recinto como el escenario ideal para los encuentros y desencuentros de los protagonistas de una equívoca experiencia de búsqueda. Organizados en parejas o en tríadas, con figuras virtualmente presentes o ausentes, la meta de la búsqueda es incierta y escurridiza: actores y observadores nunca sabemos bien a bien a dónde conducirá el trayecto, hacia qué Otro inasible o hacia qué Absoluto inalcanzable nos transporta.
En cuanto a sus coordenadas de espacio y tiempo, estas fotografías pueden observarse como interacciones humanas en las que predominan la distancia y una atmósfera propicia para representar rituales alternativos que se desarrollan en los planos, las habitaciones, los recovecos y los rincones de la casa, puesta ahí tanto para el hallazgo como para el extravío.
Las fotografías de Hirakawa capturan situaciones en las que los individuos llegan a la presencia de otros como portadores de significados ambiguos en escenas íntimas o cotidianas, que en realidad denotan circunstancias contradictorias que el observador puede relacionar con los juegos del poder, el deseo, la comunicación, la trascendencia… Los protagonistas parecen empeñados en una impasible y distante exploración del espacio donde la regla principal parece ser no encontrarse con la mirada del Otro. Enfrentados cara a cara, conocemos su intimidad y cercanía, de manera intuitiva o de forma evidente por la prueba de la semidesnudez de sus cuerpos. Sin embargo, la mayor parte de las veces, los personajes no cruzan sus miradas, tienen los ojos perdidos en el espacio, mirando sin mirar, recreando un pasatiempo perverso en el que todos sospechamos que las miradas se dirigen a los otros, esos seres a la vez próximos y lejanos que afanosamente intentan ignorar. Sabemos que saben que los otros están ahí; los desean y los temen, los ven y no los ven, fingen no mirarlos, pero observan el mundo fijamente a través de ellos, alrededor de ellos, por encima de ellos, con una actitud indiferente en la que pierde la apuesta el primero que revele el menor interés.
En este duelo de miradas, lo íntimo y lo público se relacionan inextricablemente. Se trata de un deseo que requiere de algún nivel de consenso (y, por tanto, revela una subyacente trama de poder) que surgirá cuando el individuo a manifieste cándidamente lo que en realidad siente y cuando el sujeto b honestamente coincida con los sentimientos expresados por a. De todos modos, sabemos que esta armonía, de llegar a concretarse, es una falacia optimista innecesaria para nuestro funcionamiento «normal» en la vida ordinaria.
En sus interacciones, los participantes ensayan el arte de penetrar el espacio de los otros, de formar parte de una intimidad deseada, pero a la vez temida y altivamente nunca solicitada, en un ciclo potencialmente inagotable de secretos, descubrimientos, falsas revelaciones y encubrimientos en que lo importante es conservar a toda costa la ventaja y la cordura.
Contribuye a esta atmósfera alterna la inclusión de espejos en algunas de las fotografías, dispuestos no para que los personajes se reconozcan en su individualidad o siquiera para que se reflejen en ellos de manera narcisista, sino para introducir un tercer elemento que intervenga y desequilibre la relación. Las imágenes especulares no son un instrumento de reflexión, sino la manifestación de un estado emocional alterno. Un hombre parece mirar a la mujer que lo mira, pero en realidad está observando a otra mujer que está detrás de la primera.
En otros casos, la virtualidad especular se logra por un enfoque que parece otorgar al espectador la posición de un involuntario voyeurista, un cómplice ubicado en otra escena (estar en otra escena es ser obsceno: ubicado detrás de las puertas o las ventanas, en los accesos inmediatos a las habitaciones, en los jardines en que alguien mira a otro sin saber que es mirado, desde una posición elevada donde observamos un triángulo de miradas que nunca se cierra).
En esa especie de proceso asimétrico de comunicación, las situaciones humanas parecen suspendidas en su propio tiempo, en un ambiente cifrado, en el que resulta difícil determinar si el observador irrumpe en una situación que está comenzando o que acaba de concluir.
En el escenario de la Casa Barragán, Hirakawa retrata la distancia y el clima afectivo de un pequeño sistema social a punto de derrumbarse, cerrado en su propia individualidad, mas poroso al imaginario colectivo. Tacto y contacto son las palabras clave. Si los participantes se decidieran a establecer contacto entre ellos, es decir,
si se hablaran o se tocaran, entonces quizá se encontrarían. En su lugar, parecen empeñados en ignorarse con deliberada sutileza, con mal disimulada diligencia, con tacto extremo l
- unión de…, de Noritoshi Hirakawa. Toka Ishi Gallery, Kyoto, del 21 de junio al 13 de julio de 2013.