En su larga trayectoria, Martha Pacheco ha transitado entre el realismo como propuesta formal y la marginalidad como rasgo principal de expresión de su estética.
Desde temprano, en sus años de formación en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara y, sobre todo, en su etapa de experimentación en el Taller de Investigación Visual (tiv), asumió la idea, a partir de un compromiso ideológico afiliado a la izquierda, de que el arte tenía como función social la de representar la realidad en un afán por transformarla, y que la realidad se mostraba mejor del lado de los oprimidos.
Se trata de una época, los años ochenta, en que las manifestaciones tradicionales ligadas a los estertores de la Escuela Mexicana de Pintura y el muralismo, así como diversas tendencias del arte abstracto, provenientes sobre todo de artistas formados en la Arquitectura, se disputaban un sitio protagónico en la escena artística de Guadalajara.
En este contexto, la apuesta de Martha Pacheco por el realismo y la figuración fue una síntesis que abrevó, por una parte, de sus aprendizajes en este colectivo, sobre todo a través de la figura tutelar de Javier Campos Cabello, y por la otra, de manera profunda y a veces dolorosa, de sus experiencias familiares y personales. El fruto fue una visión crítica interesada en mostrar los conflictos de la vida individual en un contexto social, la representación de un drama humano en el que los seres marginados ocupan un lugar preferente.
Alejada del lenguaje panfletario, este compromiso fue asumido, más que por convicción ideológica, por un simple acto de empatía. A la artista le interesa menos exponer las contradicciones sociales que expresar el sufrimiento de las personas, aunque éste hunda sus raíces en aquéllas.
A Martha Pacheco le duelen sus personajes y, sin duda, trata de trasmitir ese dolor a los espectadores. Sin embargo, los personajes no se conduelen de sí mismos; despojados de autocompasión, están representados con la naturalidad de quienes ven transcurrir la vida al día, como viene y va, y que asumen esta ineludible condición con dignidad. Ello no quiere decir que la acepten o se conformen: la perspectiva realista no es un juicio moral sino una evidencia; consiste en mostrar simplemente la circunstancia en que viven, aunque muchas veces sepamos que están impedidos para trascenderla.
La naturalidad de los personajes es captada empáticamente a través del dolor, que la artista siente como propio; su mirada minuciosa se contiene al exhibir esa realidad padecida por los sujetos, al margen de cualquier lectura políticamente correcta.
A través de temas como la locura, la muerte y la pobreza, Martha Pacheco muestra la separación, la marginación y la invisibilidad que envuelven a sus personajes, una propuesta que reivindica la materialidad de presencias que parecen fantasmales, porque han sido condenadas a un no-lugar, a una no-existencia. Es la marginalidad como metáfora de un escotoma social, que nos impide la percepción de los rostros y cuerpos que deambulan delante de nuestros ojos en espacios como el hospital psiquiátrico, la morgue o la calle.
En una operación dialógica, sus personajes son a la vez tema y rasgo distintivo de las estaciones que conforman su evolución artística. Dicha evolución, por otra parte, es derivativa, se desarrolla de modo prácticamente monotemático. De manera abreviada, podríamos afirmar que su cuerpo de obra ha transitado por cuatro etapas.
Los logros de la primera, producto directo de su estadía en el TIV, fueron la adquisición de una visión propia que pronto se vio decantada en un estilo. Asimismo, se tradujo en la elección de un sujeto plástico concreto, así como en la adopción del dibujo en blanco y negro como medio expresivo predilecto, afán que compartió con la prematuramente desaparecida Irma Naranjo. Entre el óleo y el grafito, Martha se inclina por este último. Su técnica, frecuentemente apoyada en la fotografía más que en el modelo natural, es cruda, prolija y delicada al mismo tiempo; no desdeña la representación pictórica, pero parece desplegarse mejor en el dibujo para exponer matices, volúmenes y detalles que quizá no podrían trasladarse del mismo modo en la pintura en color.
Dentro del tiv, la elección de la marginalidad como sujeto plástico tuvo que trascender la potente influencia de Francis Bacon, punto de referencia de la mayoría de los miembros. Dentro de ese reto, Pacheco debió tomar distancia de los personajes inmersos en atmósferas fantásticas o metafísicas que frecuentó Javier Campos Cabello, el líder del grupo, y orientarse más a una iconografía concreta y cotidiana, más cercana a la de su compañero Salvador Rodríguez. Como influencia externa, en cuanto a la constitución artística del sujeto, también tiene que reconocerse la influencia de otro artista, Antonio Ramírez, con quien los miembros compartieron intereses creativos, ideológicos y solidarios, aunque éste lo hizo desde una vertiente expresionista identificada sin ambages con la visión orozquiana.
A partir de ahí, la siguiente estación a la que arriba Martha Pacheco con pleno dominio de sus poderes técnicos es el proyecto Los exiliados del imperio de la razón, en el que logra plasmar los rostros de la locura, la confusión, el abandono, la tribulación y las preguntas contenidas en las miradas ausentes de personas confinadas en centros psiquiátricos.
No sería difícil documentar, en la atmósfera creativa de la Guadalajara de los años ochenta y noventa, una cierta predilección de diversos artistas por el tema de la locura, inclinación muy cercana a una postura ante la vida rebelde o romántica, que abreva, en el caso de la literatura y de las fuentes de inspiración pictórica, de la sui generis interpretación local de la actitud de los poetas malditos de Verlaine y de autores afines. En el caso de Pacheco, no es aventurado afirmar que su mérito mayor en esta vertiente de su obra es haber condensado en esta serie el tema de la otredad, los estados alterados y la locura, convirtiéndolos en imágenes elementales contundentes por su carácter directo e inmediato.
Posteriormente, acomete el tema de la muerte violenta y anónima de personas no reclamadas en el Servicio Médico Forense, por medio de fotografías in situ o de imágenes extraídas de revistas escandalosas de nota roja. Anticipo profético de la sombría realidad actual, y de la violencia soslayada y aceptada entonces y ahora, el proyecto puede aglutinarse alrededor de la exposición Acallados, con la curaduría de Carlos Ashida, serie que, con derivaciones, extensiones y retrospectivas, ha permanecido más tiempo como punto de interés de su cuerpo de obra.
Ahora, en Ecos de la Calle, ensaya sobre un nuevo grupo social, los trabajadores urbanos que, apostados en las esquinas y los cruceros, ganan su sustento a cambio de limpiar parabrisas, vender baratijas o ejecutar actos malabares o cómicos, apostados como parte del paisaje entre los autos, moviéndose al ritmo de los rigurosos y ciegos lapsos marcados por las luces del semáforo.
Como en las etapas anteriores, Marta Pacheco transita del documento fotográfico a la interpretación empática para retratar a sus personajes en la contingente fortaleza de su vulnerabilidad. Su carácter documental, asentado en la fotografía como fuente y en su persistente elección temática, sostiene, por una parte, su destreza técnica, más apreciable en el pequeño formato, y por la otra, de manera importante, el peculiar abordaje de su objeto/sujeto plástico, reiterativo y constante. Ya en 2013 Teresa del Conde llamaba la atención sobre esta relación entre ejecución y actitud estética en la obra de Pacheco: «La fotografía está en la base, y aunque lo exhibido no se calificaría de realismo fotográfico, las varias transposiciones a que está sometido acallan de alguna manera la conmoción de lo que uno imagina que pudiera haber conllevado su ejecución. Los cadáveres son objetos y los enajenados son personajes. No podría ser de otra manera, pensándolo bien».
La renovación del tema, en esta última estación, invita, finalmente, a una relectura y una recontextualización: ¿qué significan estas imágenes en el impune escenario actual sembrado de miles de muertos y desaparecidos? ¿Hay algo más visible en la sociedad mexicana que la muerte y la desigualdad? ¿Existe alguien que pase más inadvertido en México que una persona pobre o indigente deambulando por la calle?
Ya sea que se trate de locos, muertos o excluidos, el origen de la invisibilidad es uno solo: la gente, nosotros, nos negamos a verlos, por ocultamiento o por comodidad. Vemos lo que los rodea, vemos todo, cualquier cosa, menos a las personas.
«Es gente», ha dicho Martha Pacheco, «que está desaparecida en cierta forma». Son seres de la calle, puestos ahora, por arte de la línea y el trazo, en una sala de exhibición a la que quizá nunca accederán, confinados en el retrato de su marginalidad, excluidos, despojados, desnudos de pretensiones. Están ahí, inmóviles, y parecen observarnos desde su más pura humanidad.