Gabriela Torres Cuerva (Guadalajara, 1965). Es autora, entre otros libros, de Nunca antes de las cuatro (Paraíso Perdido, 2017).
He ahí mi tragedia: ninguno querrá admitir
que he sido yo el devorador de la montaña
de mil metros de altura.
Virgilio Piñera
La piedra marcó la diferencia. El agua turbia se fue aclarando a medida que caía la tarde. Una claridad metálica, oscura. Por ser de las primeros en bajar de la lancha, me tocó evidenciar lo que estaba pasando en el fondo, pero al final cada uno pudo comprobarlo. Me refiero a la franja de piedra en la que remata la arena: esa línea temida por cualquiera que se precie de entender en dónde se extinguen las últimas branquias. La línea de la muerte. La vimos a la distancia de siete metros a los que se puede llegar con el equipo para palear arena hasta llenar el cubo, tirar de la cuerda y emerger.
Moverse en el mar es sentir la libertad del cuerpo en una garganta que de un momento a otro es capaz de engullirte. La piedra me recordó la diferencia con la tierra y a mi mente vinieron los ojos agradecidos de las vacas. La imagen se fugó con rapidez. Cuando uno está en el mar sólo se puede pensar en el mar.
Por las miradas entre nosotros, supe que todos vimos algo en el color del agua que no era normal. Una nube de sardinas cruzó entre mis piernas, pero nada más. Creí ver un banco de bacalaos jóvenes, asiduos a quedarse en los bajos rocosos y arenosos. Sospeché y estuve casi seguro de acertar: la franja de piedra se percibía más cerca de lo que pensábamos. Amenazaba con alcanzarnos, con volverse una con la línea de agua que toco con los dedos a veces para distraer el miedo. Ya sé, me lo han dicho entre burlas y tragos: soy el único que tiene miedo, el dispar de una bola de valientes, el correlón que a la hora de la verdad va a salir huyendo como rata del incendio.
Mara suele permanecer en el bote, por eso no ve lo que nosotros vemos. Como es su costumbre, se queda a salvo del peor escenario, sin más tarea que la de mantener el motor en calma y la vista fija en la pantalla de su teléfono. Nosotros allá abajo sintiendo cómo hay que bajar más para alcanzar la arena mientras la piedra parece mirarnos desde el fondo. Nos da miedo. Mucho. No estamos locos: la piedra se acerca. El signo es claro, lo hemos repasado miles de veces cuando nos entra el temor a Dios: si vemos allá en el fondo la piedra, si logramos distinguirla, es que el fin se acerca. El daño, pues, está hecho.
Mara nos bajó del cerro donde cuidamos ganado. En la aldea, los que no son niños ni viejos tienen que trabajar. Yo, además, enseño español en la escuela. Me gusta que los que tienen pocos y muchos años aprendan verbos leyendo pedazos de varios libros que conseguimos en el pueblo. Somos apaleados. Por generaciones hemos resistido hambre, penurias y esfuerzo. Mara nos acarreó diciéndonos que por fin ganaríamos como Dios manda. En el grupo hay unos más inocentes que otros, pero al final formamos una bola de cabrones bien bragados, listos para trabajar y ganar algo de plata. Dejamos aquello sin voltear para atrás y nos pegamos con ella. Desde el principio me eligió. Una voz interna me lo dijo: Cuidado. En un tono de los que uno tiende a confundir con el rumor de los muertos o con los demonios de infancia. Al escogerme, Mara me ordenó quererla. Me gustó pensar que se agarró al menos feo de la camada. Al menos menso, quién sabe: poco tiempo pasó cuando yo ya andaba lamiéndole los pies, siguiéndola para todos lados.
Sacamos arena desde hace tanto que ya nadie se cuestiona cuántos viajes, cuántos años. Nos parece de una necedad absurda el buscar tener control sobre el tiempo cuando ni siquiera somos capaces de controlar el miedo. Nadie sube sin carga. Terrible pensar en lo que diría Mara. Muchos de las rancherías necesitan el trabajo. Lo sabemos. Hemos hablado de esto cuando la luna se pone parda y empiezan los malos augurios; el miedo muerde, peor aún que el acalefo azul morado de más de sesenta centímetros de diámetro. Mara nos ha educado para ser resistentes. Nada se logra en la vida con remordimientos, es uno de sus dichos más comunes. Y cuando lo dice nos mira fijamente, a uno por uno, con la intención de sostenernos.
Después de palear, regresamos a la playa a pasar la carga a una pick-up. Palear para después palear. A veces agotados, pero hay que seguirle hasta poner punto final a esa jornada. La rutina para los acuerdos es muy simple: Mara habla con un hombre que nunca es el mismo y al terminar decide cuál playa, a qué horas. No sé bien por qué, pero uno se siente poderoso haciendo las cosas de noche, como un gato. Esa sensación dura poco. Terminó por destruirse en fragmentos con el asunto de la piedra, al menos para mí.
No sé si fue intuición o presagio, pero la piedra se anunció desde antes. Una mañana desperté con sombras en el cuerpo, con muchos ojos encima. Le confié el secreto a Mara y se burló de mí enfrente de los otros. Una cosa es que una mujer se ría de uno y otra quedarme solo mientras ellos hacían bulla de mí. Opiné al respecto con ella, ya solos, cuando a la medianoche quiso acercarse a mí a que le hiciera las cosas que le gustan en la cama, antes de irnos a palear por unas horas. Me ignoró y siguió burlándose. Eso no se hace, eso está mal, qué ganas tratándome así. Ni me escuchó y se me trepó encima, empezó a jugar, a moverse como tanto me gusta, a lamerme los brazos y el cuello.
Muchas veces imaginé que el mar y las playas eran nuestros, que íbamos por lo que era de nuestra propiedad, una especie de herencia y otros cuentos que Mara extraía de su teléfono para enredarnos con imágenes del mundo donde la arena de unos beneficiaba a otros, haciendo de nuestro trabajo un camino precioso. Algunos ya habíamos trabajado en el mar con pescadores. Aquello era un cuento de hadas comparado con lo que hacíamos con Mara.
Lejos estaban los días en que le teníamos respeto al mar. En el pasado, trabajé por varios años con un grupo de hombres aficionados a la pesca. Lo mejor de todo es que sus intenciones no eran riesgosas para la salud de las especies. Con esto me refiero a que cuando no iban a aprovechar el producto de la pesca, fuera un pez dorado o una langosta atrapada por otras técnicas y no tanto con anzuelo, lo soltaban de inmediato justo después de vivir la experiencia de haberlo pescado. Liberaban al animal con cuidado, extrayendo el filo del anzuelo de su carne casi sin lastimarlo y a sabiendas de que el agua salada haría lo propio para curtir y sanar por completo la pequeña herida. Jamás desdeñaban los tiempos de veda y eran cuidadosos en seguir las alertas de la zona. Cosas así generaron cierto respeto de mi parte por el oficio de un pescador. Tenían el poder de decidir qué hacer con la pesca del día. Y en este grupo de hombres de mar, las decisiones vadeaban entre comer o soltar a los peces. Todavía conservo la imagen de la inmensidad del mar, los leones marinos en las rocas, la calma de la conciencia en paz. El sentido comercial nunca estuvo presente en ninguna de sus aventuras con el mar y sus especies. Una noche se lo conté a Mara. Se divirtió primero y me ignoró después. Me tragué el coraje mientras ella se ponía los audífonos y se sumergía en su teléfono.
Cuando el grupo completo se asentaba en la playa para cargar la pick-up, nos tocó ver lunas, bailar en torno a una fogata, jugar a que éramos dueños absolutos del mar y teníamos derecho a todo. Acechamos en la noche más negra, escuchamos el silencio y a veces las risas de algún desvelado o el aletear de los murciélagos. Los hotelitos son de medio pelo, nada de mucha monta, a veces palapas con un cuarto construido al fondo. La gente dobla sus mesas metálicas, las que les presta la cervecera, y las arrincona bien apiladas. Así las cazuelas, los comales, las sombrillas. La actividad se detiene y nos deja trabajar. No faltó quien nos quisiera sorprender con una multa, con denunciarnos, con la retahíla esa de la propiedad privada. Mara, con más huevos que todos juntos, se le ponía al tiro y se le plantaba enfrente para dos cosas: hacerlo su aliado o su enemigo. Si era lo primero, le daba comisión al final, ya que le pagaran la carga. Si se trataba de lo segundo, lo corría a puras maldiciones. Nos salvamos de que nos tundieran a palos o a balazos. Será que lo que rifa con más facilidad es la lana y pocos fueron los casos de pleito.
Me brillaban los ojos al mostrarle el libro con fotografías de algunas especies marinas y luego compararlas con las que veíamos en el mar a lo lejos. Mara fue indiferente y fría con el miedo que les daba ya a las ballenas la vibración provocada por los motores de las embarcaciones. Se lo dije. Que ya no más, que yo prefería regresar con mis animales al campo y a enseñar español a la gente, al fin allá podía dormir tranquilo. Mara se reía, todo el tiempo soltaba esas carcajadas que ahora me machacan los oídos. Le dije y me tiró de loco. A un hombre no se le resbalan esas cosas.
El final es un animal salvaje y uno aspira su olor con todo el cuerpo. A este mundo le faltan patas para sostenerse y, por más que quisiéramos hacernos pendejos, estábamos contribuyendo grano por grano al desastre. La piedra vino a recordarnos la nada que somos ante la fuerza de la destrucción. Los otros negaron todo por puro miedo a quedarse sin dinero y dadas sus pocas ganas de volver al monte. Yo me mantuve. Mara lo supo por mí. La piedra era el terrible futuro del mar y, según el libro de los peces, de todo lo vivo que existe. Y estaba cerca.
El futuro no llega solo. Uno lo construye o lo despedaza. Con el anuncio de la piedra pude ver todo más claro. Mara nos tenía ciegos, turulatos para acá y para allá cumpliendo sus deseos, hasta que un día me fajé los pantalones y me animé a ver de frente ese mundo al que nos había invitado. Apenas me di cuenta de que íbamos de mal en peor, le solté lo que me había guardado por varias noches por cobarde: Ahora sí me voy. Ni me tembló la voz. Dejé ir las cuatro palabras sin pena, sin emoción. Al final fue mi sentir y no creo que sea justo merecer por eso su desprecio. Me tildó de poeta de puercos y de vacas, de maestro de iletrados, de apestoso a forraje, a mierda de ganado. Me dolió, y no me interesa ocultarlo, escucharla hablando de ese modo cuando poco antes mostraba alegría por tenerme a su lado: ¿Así que quieres largarte como un marica que deja todo a medias? Pues hazlo, me vale una chingada. Regresa con tus animales, no vaya a ser que te extrañen. Y no me salgas con tus palabritas para tontos. Mucho se desacredita la sensibilidad de los hombres. Pero créanme, llorar por dentro es de lo más devastador que me ha ocurrido.
Ya los segundos entre Mara y yo están contados, mejor dicho, descontados. Cuando está dormida, pienso en lo fácil que sería coger el libro sagrado de los peces, mis dos cambios de ropa, y lanzarme a caminar hasta llegar a mi tierra. Mara, de sueño pesado y con la conciencia enmarañada, ni se daría cuenta. Si en cambio la miro despierta y observo esos detalles que antes pasaban ante mis ojos sin causar efecto alguno, siento el enojo trepando mis piernas, el insecto del odio rondándome, acechando mi hombría para ver a qué horas me inserta el aguijón. Mara duerme y pienso otra vez en escapar. Ronca, lo que significa un sueño a cierta profundidad. Si me levanto y me descubre, podría decirle que voy al baño o que escuché un ruido allá afuera y ella seguiría dormida, soñando con una montaña de arena de mil metros de altura.
Desde que le anuncié que me iba, se hace la sorda y vuelve a las andadas. Me jala a mirar su teléfono y me quiere engatusar con las maravillas logradas gracias a nuestra arena. Me obliga a escucharla, y me borra de su vista si yo quiero mostrarle el libro sagrado eterno de los peces, maravillarla con las especies marinas ya extintas y con otras que van a morir de manera inevitable. Ignora la fuerza de la piedra y yo la siento en mis talones.
Siempre nos pone de buenas contar el dinero y pensar en cuánto mandaremos a la familia. Estoy nervioso y yo para eso soy transparente: imposible ocultarme. Sé que es el último dinero que me echo a la bolsa. Mara se acerca a mí, me clava la mirada y aprieta mi barbilla con los dedos juntos. Lo hace para que yo sepa que adivina exactamente lo que pienso. Sigue bromeando en voz muy alta, casi gritando. Por un lado, es el efecto del alcohol, lo demás es costumbre vieja de gritar para demostrar su posición por encima de nosotros. Estoy triste. Me apachurra dejar una oportunidad de escalar a otro nivel de vida. Y lo digo copiando el discurso con el que Mara me convenció de bajar de la montaña para llegar al mar. Ahora poco le festejo, poco le sigo el juego. Me sigo esforzando, eso sí, hasta el último día en que pueda regresar a la calma de la montaña y salga por fin de este enredo. La algarabía de los demás echándose sus tragos me provoca malestar. Así habríamos podido seguir, pero todos nos dimos cuenta de la piedra y me dejaron solo a la hora de la verdad.
Llegamos al cuarto. Mara apenas puede ponerse en pie. Cae rendida y empieza a roncar. Hay que aguantar y para eso estamos entrenados; nos ha dicho una y mil veces que el mar tiene la última palabra. Se nos olvida. También nos ha adiestrado para no parar y ése es el mayor problema. Me acuesto a su lado y me doy la vuelta para no sentir su aliento en la cara. En la oscuridad más rotunda, siento el brazo de Mara colgarse de mi cuerpo. Un brazo húmedo de musgo que me lleva hacia una profunda garganta de la que no lograré salir nunca. El sueño primero lame mis pies y en un instante me devora por completo