Pinchos Morunos / Juan Pedro Aparicio

 

Tras enfrentarme a esa especie de comité que recibía a los invitados en el gran vestíbulo: el embajador y señora, el agregado militar (con su uniforme de gala y su medallero) y señora y alguno que otro funcionario más (y señora), alcé mi vista por encima de las cabezas hasta el último rincón de la sala. Llamó mi atención la figura de un joven negro. Era como un atleta, o mejor, como un modelo de alta costura. Se hallaba en la tarima del piano, a un lado del gran ventanal que tenía las cortinas corridas. ¿Se trataría de un pianista que iba a amenizar la velada?

Pero el joven no estaba solo. Y ahora sé muy bien que lo que provocó mi interés fue la presencia de una chica, y no la del joven negro, o, más bien, la presencia de ella al lado de él. Advertí que le decía cosas al oído que, por la postura y la proximidad, parecían confidencias, y advertí también cómo él rompía a reír. Bueno, el encanto se deshizo, quiero decir que mi modo de verlos cambió, como si una estatua se hubiera hecho añicos.

Me había fijado en ella meses antes, en una recepción en la embajada suiza, pero entonces no hicimos más que saludarnos. Días después charlamos un rato en la embajada de un país de Europa del Este que no puedo precisar, Chequia, Rumanía acaso. Recuerdo que, como yo, también era la primera vez que ella la visitaba. Quise contarle una anécdota que se decía había ocurrido en la presentación de las cartas credenciales del embajador del Líbano. Esa historia de la avispa que entra súbitamente en el carruaje del embajador, asustando a su señora, que teme tanto el posible picotazo como que los manotazos que su marido lanza le descompongan el peinado.

Pero la chica parecía no hacerme demasiado caso entre el runrún de las voces y el trasiego de los camareros. De modo que casi perdí el hilo de mi narración, muy distraído además por sus ojos verdes, a los que unas gafas bastante grandes enmarcaban con mucha gracia.

Me esforcé para introducir en mi historia un nuevo detalle en forma de pregunta.

—¿No conoces a la mujer del embajador del Líbano?

Negó con la cabeza. Añadí:

—Según se dice, es la señora más guapa que ha habido nunca en toda la historia del cuerpo diplomático en Londres.

Noté cómo esa alusión a una belleza muy superior a las demás despertaba su interés. Continué:

—Parece que ese día no iba vestida adecuadamente. Llevaba un vestido largo y era por la mañana, pero se hacía perdonar por lo guapísima que estaba. Hasta que llegó la avispa.

Ahora sí que me escuchaba.

—La pobre señora estaba aterrorizada —proseguí—. Como te digo, temía más los manotazos al aire de su marido que a la avispa. «¡Que me despeinas, cuidado, que me despeinas!», le advertía. El embajador replicó con mal disimulado enojo: «¿Quieres dejar de gritar, por favor?». Y en ese momento llegaron al Palacio de Buckingham. El cochero, varios ujieres, un jefe de puerta, les recibieron desplegando el escalón del coche, y enseguida pisaron la alfombra roja que les llevaría directamente a la reina de Inglaterra. A la bella embajadora apenas le dio tiempo para atusarse el cabello y preparar su mejor sonrisa…

En ese momento, cuando la chica de los ojos verdes se mostraba más interesada en mi relato, alguien se acercó por detrás y le puso la mano en el hombro. Era un hombre alto, con abundante cabello y aladares plateados, parecía un galán maduro de Hollywood. Por lo que les oí, se habían conocido en Sydney, Australia, y desde entonces no se habían vuelto a ver.

Traté de seguir con mi historia, pero el galán maduro me miró con las cejas enarcadas.

—Ah, esa fabulación… —dijo, despectivo.

Yo me defendí con una pizca de ironía.

—Es, nunca mejor dicho, un suceso real… La reina miró a la embajadora, toda una belleza, y en seguida fijó la atención en su busto alzando los impertinentes…

El alto galán insistió en menospreciar mi historia:

—Le repito que es una fabulación. La reina no hace esas cosas.

Y ya no me fue posible continuar. El cortante individuo, aprovechándose de la llegada de una pareja de ingleses bajitos, se llevó a mi interlocutora. Sentí una gran frustración.

Eso pasó entonces. Ahora las circunstancias eran otras y tal vez podía ser un buen momento para que concluyera mi relato. Traté de avanzar unos pasos y de sopetón me vi delante del agregado cultural de la embajada de México, el ministro Durán, un hombre elegante y simpático, de grandes bigotes blancos.

—Te he visto entre el tumulto, querido maestro —así nos llamaba a todos—. ¿Has probado este vinito? Lo mejor que he tomado en mucho tiempo.

Yo conocía algunos vinos franceses, unos pocos californianos que seguían la norma francesa, pero del resto no puede decirse que supiera gran cosa.

Enseguida me presentó a dos señoras, una inglesa y otra holandesa, esta última muy interesada en saber si había muchos alumnos de mi país en Cambridge.

—¿Han probado este vino? —les preguntó, señalando la bandeja llena de copas que sostenía un camarero—. Es un Cabernet Sauvignon superior a cualquier otro que haya tomado en los últimos tiempos.

Tras este pequeño intercambio de palabras, aproveché que las dos señoras quedaban bajo su cuidado catando el vino para proseguir mi arduo desplazamiento, rozando espaldas y pechos. Me movía tan despacio que en sólo tres pasos me dio tiempo a apurar el contenido de la copa. Un camarero pasó a mi lado y pude cambiarla por otra llena, a la que di un par de sorbos. Rechacé en cambio los canapés que se me ofrecían.

Desde un corrillo, alguien se volvió para saludarme, un sueco que trabajaba en un periódico inglés; hablé con él y con su mujer francesa algunas palabras, suficientes para que me diera tiempo a terminar la nueva copa. Luego advertí con aprensión que para llegar hasta la chica no podía evitar toparme con un tal McGuffin, asiduo de las embajadas de los países latinoamericanos, a las que prestaba no sé qué servicios o con las que tenía no sé qué relaciones, un hombre alto, delgado y levemente sonriente, de pelo pajizo y ojos astutos, que hacía siempre preguntas demasiado directas para ser inglés. En esta ocasión me habló también del vino.

—¿Qué le parece? ¿No le sabe un poquito a corcho?

Y como yo miraba hacia otro lado, me preguntó:

—¿Busca a alguna chica? ¿Puedo ayudarle?

McGuffin parecía leer en mi interior, porque en efecto yo seguía buscando a la chica, que se había quedado momentáneamente fuera de mi vista.

—¿Y qué va a hacer ahora?

—¿Cómo? —repliqué asombrado.

Siempre a su manera, me aclaró la pregunta:

—¿Sigue con lo suyo?

Recordé lo sinuoso que me había parecido el personaje desde que lo encontré por primera vez en un cóctel en la embajada de Chile. Parecía tener una gran cercanía con el embajador de aquel país. Luego me lo encontré en la de Venezuela y en la de Argentina, también en muy buenas migas con los embajadores. Pero no recordaba haberle dicho cuál era mi profesión. Sentí deseos de replicarle con otra pregunta: «¿Qué es lo mío?». Pero dije:

—Yo sí, voy a seguir con el vino. Parece un Cabernet Sauvignon de categoría, el mejor que he tomado en mucho tiempo.

McGuffin arrugó la frente y sus ojillos se achicaron más para posarse en mi cara. Era un gesto irónico.

—¿Le gusta? —como si dijera «¿Esta basura le gusta?».

Entonces el embajador hizo una pequeña señal acústica, golpeó el micrófono con el dedo y, mientras las voces se acallaban —habría allí más de trescientas personas— se preparó para hablar. El discurso fue breve y witty, según dicen los ingleses, algo así como ingenioso y divertido a la vez, con dos o tres pequeñas cuchufletas sin las cuales es imposible hablar en público en Inglaterra, cuchufletas siempre muy reídas por la concurrencia, en un tono moderado pero suficiente para recrecer la autoestima del anfitrión.

Antes de acabados los aplausos, McGuffin había desaparecido de mi lado. Como por milagro se encontraba en la cabecera, dando la mano al embajador, hacia el que desde el otro lateral de la sala también se aproximaba el joven negro. Para mi alivio, volví a ver a la chica, que seguía en su sitio, entre el ventanal y el piano. Ahora además estaba sola.

Cambié otra vez de copa y llegué hasta ella.

—¿Qué tal estás? —me saludó con una sonrisa.

—La última vez que nos vimos me dejaste a medias… No pude terminar de contarte una curiosa anécdota.

—Ah, sí —replicó—, lo recuerdo, algo de un embajador, el de España, ¿no?, con su mujer y una avispa.

—Era el del Líbano y su mujer, la señora más guapa de todo el cuerpo diplomático.

—Sí, me acuerdo, ¿y qué pasó?

—Bueno, pues que la reina cuando vio a aquella mujer tan hermosa, se llevó los impertinentes a los ojos y se inclinó muy levemente hacia ella. Y, esto es lo más gracioso, exclamó: «¡Qué joya tan preciosa! Artesanía de su país, supongo». El embajador, que descubrió con horror la avispa espachurrada sobre el busto de su mujer, contestó con gran aplomo: «Oh no, majestad, ésta es de la más pura artesanía inglesa». ¿No es divertido?

—Sí que lo es —comentó la chica, que, sin embargo, no llegó a reírse.

Se acercó un camarero con una bandeja llena de pinchos morunos recién hechos.

—¡Qué buenos! —exclamé.

Después de lo que había bebido, me moría por meter algo sólido en el cuerpo. Los escasos canapés que nos habían ofrecido hasta entonces estaban lejos de ser apetecibles. Eran una mínima norma de cortesía, un saludo educado pero frío, como ese «Buenos días» que se dicen las personas que no se conocen.

—¿Te apetece uno? —le pregunté, obsequioso.

—¡No, no, yo no como eso! —contestó casi con asco.

Me extrañó. Aquellos pinchos, doraditos y jugosos, me parecían irresistibles.

—¿Eres vegetariana?

—En absoluto —dijo, resuelta.

—¿Qué comes? ¿Pescado, huevos?

—No, no. Tampoco. Como sólo carne de hombre.

Entonces sonrió. Ya he dicho que tenía unos ojos espléndidos, muy luminosos y algo burlones.

—Me como a los tíos por donde más les gusta —añadió—. No menos de un tío al día.

Bueno, supongo que ella había bebido también mucho, así que todo me sonaba muy festivo y divertido y viva Dios que son dos días.

—¿Por donde más les gusta, eh?

—Sí, por donde más os gusta —subrayó.

Era, como digo, muy guapa, la condenada. Con los bordes de las gafas casi apoyados en sus pómulos y una boca grande y carnosa. Yo acababa de engullir un pedazo de carne y tragué saliva.

—Cuando mi hija se va unos días con mi ex, me aprovecho. Tiene diez años, pero se entera de todo.

Su boca me atraía tanto como sus ojos. Volví a tragar saliva y sonreí.

—Y ahora está la niña con él, me imagino —dije.

Asintió meneando la cabeza con gran contento y como buscando un cómplice.

—Me gusta mucho la carne de tío, lo reconozco —insistió—. Es lo que más me gusta.

Es verdad que a continuación dijo algo así como que los hombres casados no entraban en el paquete, pero su mirada parecía decir otra cosa. Y a mí, con sesenta tacos encima, sus palabras me sonaban a invitación personal, como un premio a la veteranía, esa medalla de San Hermenegildo que todo militar consigue por el solo hecho de llevar veinticinco años de servicio. Sin saber qué decir, opté por volver a sonreír.

—Se te ve en muy buena forma aunque un poco rellenito, ¿no vas al gimnasio?

—¿Tienes algo contra los rellenitos? —pregunté.

Pareció buscar en mi rostro una respuesta y su mirada me aceleró el pulso algo más. No soy muy dado a filosofar, pero en ese momento pensaba yo en una teoría de la boca, encontrando que ningún otro órgano tiene tan nobles y diversos usos: besar, hablar, reír, sonreír, cantar, silbar, beber, chupar, comer, morder…

—No soy racista —contestó al fin.

Se rió, ahora sí, abiertamente, acaso divertida por mi azoramiento. Supongo que también se me notaba nervioso. Pero, cuando más dispuesto estaba a decir algo cargado de intención, mientras ella reía a sus anchas, tuve el vislumbre del interior de su boca y mi determinación se quedó una vez más en nada.

Detrás de sus labios carnosos había creído percibir unos dientes muy afilados y menudos bien incrustados en su bella y firme mandíbula. Sé que no tengo remedio, pero fingí que veía a alguien a quien había estado buscando y me alejé. En seguida me crucé con el joven negro, que volvía.

 

 

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