Phartenon Strasse / León Montiel

(Guadalajara, Jalisco) 

Habrían de pasar muchos meses antes de que Filadelfia volviera a intentar el amor. El número y vigor de sus conquistas no lo tenían satisfecho. Su andar había disipado por algunos meses sus celeridades ansiosas, pero la piel le demandaba yacer, sin importar la delicia del jardín. Sabía que la vida obsequia momentos, y nada más. Por lo tanto, no tenía sentido prestarse a melindres.  

Después de comer cualquier bagatela y beber cerveza fría (en esto último no se permitía concesiones), nada podía compararse a la profunda contemplación de las calles. La vista, aunque gastada por el sol inmundo, registraba, con avisado ingenio, los movimientos de los paseantes. Podría hablarse de un arte de lectura de los andares, mediante el que calculaba la fortuna y condición de cada hombre. De este industrioso oficio había sacado provecho en variados campos. Cualquier indicio vulgar, como un liviano cojeo, podía brindarle la esperanza de robar algún bolso y correr como perseguido por lobos.

Dicho esfuerzo lo había dirigido a encontrar las causas de la soledad y el abatimiento. Tomaba apunte de sus observaciones para después comprobar “en físico” (una expresión muy de su uso) aquellas intuiciones. Este método de psicología podófila lo inició cuando al colectar zapatos determinaba las características fisonómicas del anterior dueño, para entonces predecir la desventura conforme a la pisada, según indicaba el desgaste del tacón y la suela.

Este método era válido sólo en aquellos portadores primigenios del calzado: con botines viejos, era de imaginarse la complejidad aberrante de hacer una lectura sobre otra, determinar la huella del gamo sobre la del lince. Entre sus compañeros encontró poco útil este nuevo arte adivinatorio, pues un vagabundo tejerá siempre más salidas que cualquier Ariadna. Pero la presencia del transeúnte común lo alentó.

Inició sus investigaciones en barrios periféricos, donde algunas mujeres ponen al sol de la calle los pares, ordenados. Observaba a los propietarios, daba sus rondines hasta que alguna personalidad le interesaba (una mujer, invariablemente). Obtenía el calzado gracias a sus inigualables talentos. La manera más sencilla y amable era pasearse con un saquito, tocar puerta tras puerta pidiendo objetos inservibles; en este caso, zapatos que presuntamente reparaba y vendía para subsistir. Pocos negaban una oportunidad al viajero.

Lo más utópico de su método (en principio, todo método reviste tal naturaleza) era permanecer en la inmanencia absoluta, aunque esto resultara quimérico. Cualquier pista podría alterar su análisis. No obstante, se enteraba de la situación de las mujeres “entrevistadas”. Su método de trabajo no excluía oler las zapatillas, hábito molesto que hubo de traerle acerbas consecuencias cuando lo hacía frente a las donadoras.

El tiempo lo afinó. Así, el diletante se consagró y devino maestro: ahora podía ver en la manera descompuesta de la horma, los vicios, chapucerías y hasta talentos. De esta manera lo ojos y muecas no lo confundían, pues un vistazo a los zapatos le daba la suficiente materia para envolver y ensayar alguna estratagema: un genuino mago frío.

Sabía ya leer la edad, predecir el peso y averiguar el estado civil cuando conoció a Slobodanka, una rubia checa divorciada. Ella tenía la costumbre de salir a hacer una caminata de media hora por las calles del vecindario. Esto se repetía cada viernes y domingo invariablemente.

Duró un mes acechándola. Tomaba distintas posiciones, caminaba para encontrarla “casualmente” en la cercanía del parque de las estatuas, donde semanas más tarde iniciaría su primera galantería convenciéndola de sentarse a conversar. Esa primera ocasión consiguió cinco minutos de charla y un par de sonrisas. Así, cada viernes y domingo se saludaban en el parque; entonces ella le llevaba un poco de pan, alguna fruta. Él apreciaba el gesto; una tarde le tomaría las manos y besaría sus muñecas.

Slobodanka era una mujer triste. Filadelfia le confería “secretos”, historias perdidas, elaboradas en la marcha para provocarle risas moduladas hasta desencadenarle la orgásmica carcajada. Pero era cauteloso. La lectura del calzado le comunicaba los rasgos de una mujer inquieta, casi obsesiva. Esto lo afirmó cuando le pidió que usara algo menos deportivo: la semana siguiente vestía falda corta y calzaba zapatos altos.

Ese domingo, Filadelfia olía a colonia barata y había tomado un baño. Su semblante era distinto. Ella encontró varonil la cara musculosa librada de la escasa barba. Él quería beber una cerveza; Slobodanka sugirió el departamento. Entraron sin ser advertidos, pues el domingo languidecía y el reflejo azul parpadeante de los televisores era lo único que centelleaba desde las ventanas de los vecinos; pero aquel apartamento permaneció en penumbra.

Meses más tarde, Filadelfia contemplaba la calle. Después de beber su cerveza fría fijó la vista en una estudiante de zapatos de vinil rojo. Se acercó a ella. Hizo un cálculo, la lectura le auguraba éxito: el empeine abultado revelaba temperamento efusivo. Merodeaba, medía el terreno, mientras sus dientes de pantera prevenían a la presa. Vio una sonrisa. Lanzó una palabra; ella se levantó sin responder; se marchaba.

Filadelfia, fundador fanático del único método podofilosoficohermenéutico en boga, aseguró, días más tarde en la banca de aquel remoto jardín, que los zapatos debían de haber sido prestados. Bebía su cerveza, se afirmaba en su irrevocable interpretación. Algo más rumió este vate para evitar darse cuenta que la juventud y el carisma lo habían abandonado.

 

 

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