Bilbao, País Vasco, 1963. Uno de sus libros más recientes es Antes del Paraíso (Páginas de Espuma, 2020).
La persecución comenzó cuando el gobierno consideró injusta e intolerable no ya la desigualdad en los patrimonios sino también la desigualdad en los sentimientos. Que hubiera personas completamente felices y otras completamente desdichadas era un agravio moral que un gobierno equitativo no podía tolerar.
Los expertos constataron que, al contrario de lo que ocurría con los bienes materiales, los bienes inmateriales (la bondad, el buen juicio, la felicidad) no eran susceptibles de reparto. Confiscar las cuotas de felicidad excedentaria era la única medida que podría acabar con tan terribles desigualdades, pero esta posibilidad se reveló impracticable. Fatalmente, tuvieron que aplicarse medidas represivas.
Antes de la ilegalización de la felicidad, psicólogos expertos hicieron un cálculo aproximado del alcance del problema: las personas felices, las personas absolutamente felices, podrían ser en torno a un 10% de la población. Por otra parte, el gobierno decretó que la felicidad parcial sí era permisible. El gobierno quería lo mejor para la gente y, si consideraba la felicidad completa un intolerable monopolio, la felicidad distribuida en dosis igualitarias era un objetivo legítimo y cabal.
La policía política estableció rigurosos sistemas de información para detectar y sancionar a las personas completamente felices, pero localizar y detener a esos acaparadores no fue tarea fácil. Tras las primeras detenciones, los inspectores comprobaron que las personas felices no llevaban modos de vida distintos a sus semejantes. Ser feliz no estaba determinado por condiciones económicas, ni sexuales, ni de fama o de poder. Eso obligó a las autoridades a refinar sus métodos de investigación. La policía desistió de realizar inspecciones tributarias o minuciosos seguimientos a los sospechosos habituales. La felicidad no estaba en los patrimonios ni en los reconocimientos. Increíble, asombrosamente, la felicidad estaba siempre en otra parte, lo cual es un modo pudoroso de decir que nadie sabe, realmente, dónde está.
Se impuso el que, a la postre, sería único instrumento fiable de localización de seres felices: la delación. La colaboración de la ciudadanía más comprometida con el gobierno permitía localizar a las personas felices a partir de sus propias declaraciones. «Soy inmensamente feliz», decía de repente un sujeto, en medio de la ruidosa y amable reunión de amigos de toda la vida. Y en la pasión de un encuentro sexual, o en la arrasadora intensidad de una sola caricia, una novia irresponsable, un esposo imprudente, se declaraban felices en voz alta. Los ciudadanos leales al gobierno, entonces, callaban y sonreían. Más tarde, al encontrarse solos, hacían lo que era su obligación: llamar a la policía e interponer una denuncia anónima.
Los seres felices, una vez localizados, eran conducidos a las comisarías, pero pronto la policía comprobó que todas las medidas coercitivas resultaban completamente inútiles. Así como, en su vida cotidiana, la conducta de los seres felices no era distinta a la de los demás, tampoco la reclusión alteraba su estado de ánimo. Algunos especialistas llegaron a la conclusión de que la felicidad podía ser algo aún más terrible de lo que el gobierno siempre había imaginado: que la felicidad podía ser un don.
El régimen político ha endurecido sus medidas. La gente ya ha aprendido a no exteriorizar jamás sus sentimientos. Incluso los ciudadanos más comprometidos con los fines del gobierno procuran ser prudentes, pues todo el mundo sabe que la policía comete errores, abusos y negligencias. Quién sabe en qué momento un agente puede denunciar la felicidad de una persona, a pesar de que esta sea completamente desgraciada. Se han impuesto la reserva y la discreción, pero el gobierno sabe, la policía sabe, todos saben, que las personas felices siguen ahí, cautelosas, escondidas, preservando la lumbre de su dicha en la clandestinidad del alma y repartiendo palabras intrascendentes, distraídas, en los hogares, las oficinas, los estadios, con el fin de no ser identificadas.
Los expertos aventuran incluso que puede que no haya sólo personas felices, sino también familias felices. Conociendo el reducido porcentaje de personas felices, el número de familias verdaderamente felices, en las que todos sus miembros tengan esa condición, debe de ser escasísimo. La estadística, en efecto, es una ciencia implacable: siendo pocas las personas felices, la posibilidad de que coincidan en las mismas familias resulta aún más extraordinaria. Así y todo, los expertos no descartan ese terrible milagro.
En esas precarias condiciones, la sociedad sigue su curso. Sólo ha habido un cambio real en todo esto: ahora, la gente guarda celosamente sus sentimientos más íntimos. Todo el mundo sabe que las personas felices están ahí, siguen estando ahí: en los consejos de administración, en los polígonos industriales, en las penitenciarías, en las residencias de ancianos, pero que se manifiestan como una secta clandestina cuyos códigos son rigurosos y secretos. Incluso se especula con la idea de que las personas felices puedan reconocerse entre sí (quizás a través de señales misteriosas, que sólo ellas conocen) pero los expertos aún no han alcanzado ninguna conclusión a ese respecto.
Por lo pronto, las confesiones forzadas, las denuncias, las delaciones, son cada vez más escasas. Una general prudencia gobierna la conducta de todas las personas. Cuando anochece, se retiran a sus viviendas; tarde o temprano, se acuestan en ricos o humildes dormitorios. Seres tristes o aburridos, seres deprimidos o ambiciosos, seres corruptos, y misericordiosos, y desesperados, se recogen a la espera de un sueño absolutorio. Pero algunos, sólo algunos, son felices. Y nadie sabe a ciencia cierta quiénes son.