Persona ellos, persona yo / Alfonso López Corral

Apenas se dio la vuelta, el hombre recibió la cuchillada en el estómago. Era el principio de algo que no duraría, pero no alcanzaba a darse cuenta de ello; quizás apenas se percataría de lo que le estaba sucediendo. No emitió el menor ruido ni el más leve quejido; como si la facilidad con que el acero se abrió paso entre sus carnes hubiera obstruido las señales de alarma que inmediatamente tenían que informarle a su cerebro. El hombre comenzó a buscar un asidero, algún brazo que nadie iba a tenderle, con una mano que espantaba el aire. No hubo equilibrio posible, como si de un golpe le hubieran quebrado las rodillas, cayó al suelo cerrando los ojos, protegiéndolos para que no se convirtieran en cristal molido con la caída.
     El ascua del cigarro se encendía como una mala idea, en tanto la voluta de humo aureolaba su cabeza. Desde el único sofá de la sala, iluminada por constantes destellos, subía y bajaba todos los canales del televisor con el control remoto hasta que, preso de una inercia agónica, el pulgar vaciló un instante y dejó de moverse. Soltó el control remoto, encendió otro cigarrillo sin haber terminado el anterior y comenzó a fumar los dos al mismo tiempo. Enseguida se levantó, cogió el saco y se lo puso sin camisa debajo. Quiso inclinarse para anudar sus agujetas, pero un mareo se le adelantó, haciéndole caer sentado en medio de la sala. Se puso de pie lentamente, exhalando el malestar, desechando los capullos que no lograron incubarse. Entró a la cocina y sin haber encendido la luz hurgó en todos los cajones. Allí se quedó parado unos segundos, al pie del refrigerador. Luego cruzó el pasillo y abrió la puerta mientras guardaba las llaves en una de las bolsas del saco. Por último, salió a la calle y se encaminó al barrio de los doce bares y una iglesia en la segunda manzana.           
     La segunda manzana estaba casi a oscuras, las dos o tres lámparas distantes que aún no se fundían batallaban por abrirse paso en la noche, como si apenas hubiera sitio para sombras. Olvidada de la luz, la iglesia no se distinguía desde la calle, porque el padre se negaba a reponer las bombillas alegando que era obligación del municipio. Lo cierto es que, al caer la noche, nadie buscaba refugio en esa casa de Dios. La iglesia carecía del atractivo visual con el que contaban los bares: luces de neón en el frontispicio que atrajeran a los feligreses; carecía de un programa de mercadotecnia eclesiástica que prometiera, además de las bondades ya conocidas, recompensas temporales cobrables aquí en la tierra, simbolizando escalones hacia el cielo. Pero el padre confiaba en el      «Ya vendrán, las ovejas descarriadas siempre vuelven a casa».
     De frente lo embestían la luz, los murmullos, el ruido y las sombras; después el intervalo, la nada, la maquinación para traspasar el umbral, recibir otro golpe de luz, los murmullos, el ruido y las sombras. Vueltas ceñidas al barrio de los doce bares y una iglesia en la segunda manzana al final del viernes. Se halló caminando entre sacos y hombros caídos, preguntándose por qué no le apetecía meterse a uno de esos antros, emborracharse, pagarle a una puta para coger con la luz encendida y después, finalmente, irse a dormir sin haber tomado un baño.
     Cuando le dio la espalda comenzó a gemir y llorar, de forma aguda pero queda. Ni estando en el suelo terminaba de creerlo. Por su bien, que se muera pronto, murmuró. Guardó el arma en la bolsa interior del saco y siguió su camino. Ya no se detuvo, no podía hacerlo. Salió del callejón y enfiló rumbo a los bares caros. Un hombre sujetaba la puerta de un automóvil, se balanceaba como un barco. «Oye, voltea», dijo. No se volvió, y por un segundo no supo qué hacer ante su indiferencia. Vacilando, descubrió el saco con una mano y con la otra sacó el cuchillo y se lo clavó a media espalda. Nadie se percató de nada.      Subió a la acera y continuó su marcha por afuera de los bares.
     La mano volvía insistente a la bolsa del saco para confirmar. Se detuvo bajo la luz de un farol, se puso en cuclillas, inspiró y contuvo el aire para relajarse. Lo hizo hasta que se le entumieron las piernas y se levantó, casi se iba para el suelo otra vez. Esperó a que el hormigueo dejara de correrle por las piernas y siguió caminando. Quiso silbar, pero de los labios le salieron ruidos extraños, tonadas de sirena eléctrica, por el frío que le entumía toda la cara. Se cambiaba de acera, se detenía y luego seguía caminando; metía las manos a las bolsas del saco y al instante las sacaba para frotarlas. Después de un rato encendió un cigarrillo, lo fumó y justo antes de tirar la colilla lo detuvo una mujer alta y flaca que lo llamó por su nombre. Ella le pidió un tabaco y le preguntó si no vería su número. Le dio el cigarro, le respondió que aún no lo sabía, pero que de hacerlo, su sitio era en la primera fila.
     Al alejarse comenzó a dudar: ¿le pidió que volteara? ¿Lo pidió o lo exigió? ¿De no haberle dicho nada hubiera presentido su sombra, se hubiera vuelto buscando la luz obstruida? Después del golpe tampoco quiso saber quién lo había atacado, darle un rostro, unas facciones a su atacante. Sólo se dobló, cayendo bajo la banqueta; y de no ser por su grito, su maldita reacción automática, refleja ante el dolor, se habría quedado sin evidencia de que al menos sintió a un intruso en su cuerpo, de que sintió el cuchillo en su espalda. Se cayó negándolo, se desplomó negándolo. No supo leer la sangre.
     Aunque no reconoció a la mujer, no hizo por preguntarle el nombre. Siguió su camino mientras ponía otro cigarro en su boca, el paquete parecía no tener fin, la diminuta llama presidiendo los intervalos de luz y sombra. Recorrió todas las aceras de los bares; sólo le faltaba cruzar por el lado de la iglesia, no podía seguir rodeándola. Ya no lo sorprendió un nuevo mareo, se puso otra vez en cuclillas y jaló aire hasta que se le entumieron las piernas y se levantó.
     Quiso regresar a mirarle el rostro, los ojos, al hombre caído al pie de su automóvil, quitarse la duda, asegurarse de su transformación, pero, unos metros adelante, lo distrajo el escándalo frente a la entrada de un bar. A lo lejos distinguió unas sombras en corro, quizás clientes y portero. Atraído por la algarabía cruzó en diagonal la calle solitaria, oscura a su paso. Esta vez no tendrían forma de negarlo. Justo antes de subirse a la acera, debajo de la guarnición brillaron dos ojos de rata, reflejándose en la hoja del cuchillo ya en su mano. Apresuró el paso mientras lo embestía la luz y entraba de lleno en el ruido.
     Comenzó a sacar el aire, a resoplarlo para ponerlo paralelo a la carrera del corazón, al bombeo inclemente de la sangre. Cortó por el callejón adyacente a la iglesia y al entrar se topó con un hombre apoyado con su mano derecha en la pared. Estaba meando y la orina salpicaba sus zapatos. De golpe, le volvió el aire al pecho, con la fuerza de un compresor. Lo sintió en su cerebro. Descubrió el cuchillo, le sujetó el hombro izquierdo y lo apretó. El hombre apenas volteó para recibir una cuchillada en el estómago.

 

 

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