Te estás pudriendo. Lo dije dos veces. Primero, ante la piel oxidada de una naranja, después frente a lo tornasolado de la superficie de un mango. En ella, la cáscara era tan dura como su contenido; estaba seguro de que ni una gota saldría de ese cuerpo reseco, por más que alguien se esforzara en exprimirlo hasta las últimas consecuencias. El mango, en cambio, me engañó primero con su apariencia brillante y me hizo creer que todos los colores se fundían en él. Ilusoriamente, ahuequé las manos en torno a ese cuerpo turgente en espera de una señal de buen tono, de cierta firmeza que me abriera el camino para hincarle el diente. Pero nada. Se ablandaba en cuestión de segundos. Eso es peor. Cuando la imagen dice una cosa y el interior otra, se sufre a solas. Cuando uno está a dieta, es común caer en la trampa de las apariencias. Los cuerpos adquieren dimensiones equivocadas con respecto a lo que son en realidad. La verdad se estrella en la propia forma; esa sí se muestra crudelísima e infame, tal y como es. Antes de arrojarlos al bote de la basura, se lo dije a una y luego al otro. Te estás pudriendo.
Soy capaz de gestar pensamientos catastróficos; a veces lo hago como estrategia para no pensar en peores cosas. Puedo parecer blandengue, pero me asustaron mis propias palabras. Te estás pudriendo. La sentencia tronó en mi mente con la fuerza de una metralla, como si la hubiera pronunciado un asesino que acechara cada uno de mis movimientos desde su escondite. Hasta tuve el impulso de meterme debajo de la mesa para ponerme a salvo de los mortíferos fragmentos. La resonancia de esa verdad terrible me sorprendió hasta el pánico. Para calmarme me volví a la ventana e intenté admirar la caída de la tarde, pero eso no fue posible. Mi reflejo en el cristal me enfrentó, me puso a prueba: a ver si me atrevía a decirlo en su cara. Viéndolo a los ojos, las pronuncié despacio, de la misma manera en que según mi nutrióloga se debe masticar el alimento para conseguir una digestión óptima. Te estás pudriendo.
Me sobresaltó el sonido de las pantuflas de mi esposa, muy parecido al arrastre de un molusco, apenas perceptible para el oído de los seres humanos. Me sorprendió farfullando y para no variar se aprovechó fielmente de la circunstancia. Siempre que la vida le da ese regalo sabe cómo sacarle el máximo provecho. Entró a lo que iba —como siempre, pensando sólo en ella—: puso a freír en suficiente aceite una rueda de carne mixta (mitad puerco, mitad res), embarró el pan con mayonesa y mostaza light y por último puso la carne en el centro. Mientras todo esto ocurría, pronunció la maldición de siempre. Su risa fue de menos a más decibeles. Se burló de mí hasta hartarse. Sin escuchar, que al fin ya me sé de memoria lo que en casos así sale de esa cavernosa boca, la miré hacer, obnubilado por su maestría: mientras ella se hacía de cenar sin problemas, yo no podía encontrar un fruto sano. Su posición, de marcada superioridad, fue un asunto que pavoneó desde el inicio del proceso en vías de satisfacer su gula, pecado que porta con gusto desde que la conozco.
Siempre llega en el peor momento, cuando me encuentro en uno de mis íntimos debates. Me había descubierto y eso me reventaba. El loco de la casa haciendo de las suyas y provocando la grotesca hilaridad de su mujer. Quién me manda confiar en la privacidad a la que todo ser humano tiene derecho. Exhibirme así, a voz en cuello, clamando por la salud de los enfermos, exigiendo vida donde no la hay. Pillado en falta, me sentí desprotegido. Mis brazos se prendieron en escalofríos. Entonces sí quise esconderme, donde sus insultos no pudieran alcanzarme. Todo esto me puso contra la pared, listo para el proyectil final. Antes de salir de la cocina, con su banquete entre las manos, me miró con falsa actitud condescendiente, después lanzó una exclamación al viento, con las manos en alto como si implorara ayuda del más allá. Imposible reproducirla. Me resisto a ser cómplice de la proliferación de expresiones soeces. Nada nuevo. Había dicho lo de siempre, pero cargado esta vez de un filo mortal que traspasó mi alma, dejándome con la fuerza de un trapo, sin ánimo en las piernas ni en los brazos, con la lengua de fuera. Un mundo de escombros se derrumbó en mi espalda.
Todo empieza por lo que uno se lleva a la boca. Es el dicho preferido de la doctora en nutrición. Las frutas y las verduras hacen milagros por uno mismo. Motivado quizás por esa verdad, se recompuso mi afán por conseguir un alimento colorido en buen estado a como diera lugar. Todas las casas del universo tienen frutas en su interior, pensé en el colmo de mis divagaciones. ¿Qué iba a decirle? Lo lamento, señorita doctora. No pude seguir la dieta indicada porque todos los frutos de mi casa estaban a punto de morir. Espero que me comprenda. No estoy habilitado para comer organismos moribundos. ¡Era demasiado estúpido el pretexto! Y si además le dijera la gracia que le había causado a mi esposa mi conversación con un exangüe mango y una patética naranja, le provocaría una compasión difícil de resistir. No estoy dispuesto a que hagan escarnio de mí. Me lo prometo otra vez. Ni ahora ni nunca cederé ante los impulsos de expresarme sin pensar en las consecuencias. Las mujeres, el mundo entero lo sabe, suelen aprovechar la mínima oportunidad para disfrutar de los errores de los demás.
El refrigerador es un buen lugar para preservar frutas. Contemplé, con cierta piedad, la apariencia gastada de cuatro fresas que habían sido abandonadas a la intemperie en un plato sin tapa, sin película protectora, seguramente ante la falsa creencia de que el frío prolonga la vida. Qué clase de maldad. Odié a quien tenía todo que ver con esto y que segundos antes se había atrevido a nombrarme de un modo repulsivo: ahora fui yo el que condenó su indecente acción, la necedad de hacer las cosas mal, el putrefacto aliento de la que cree saberlo todo. En algún rincón de la casa estaría devorando su hamburguesa: datos históricos señalaban que los espacios más probables eran la sala y la recámara, ambos equipados con televisión y cojines suficientes para arrellanarse sin problemas de conciencia. Una mordida a la serie gringa, otra a la hamburguesa, un vistazo a la trama imbécil de los enamorados, otro a la hamburguesa. Lancé hacia ella todo mi rencor, en lo que deslizaba el plato con las fresas a la charola superior de la morgue doméstica. Te estás pudriendo. Lo dije en un tono de redención, casi en un murmullo, con la esperanza desleída, como pasada por agua. Me quedé en el centro de la cocina, paralizado, incapaz de dar un paso. Tuve la espantosa certeza de que era más probable encontrar en mi casa minas radiactivas que algo saludable para ser digerido por el mecanismo natural de un cuerpo hambriento. En el punto más triste de mis reflexiones, llegó de nuevo. En chanclas, con el plato vacío en la mano, la satisfacción en la cara de haber tragado hasta la última morusa de pan y el gramo postrero de carne que había sobre la faz de la tierra.
He oído que cierto tipo de moluscos terrestres se alimenta de materia en descomposición. La gente suele hablar de estas cosas en época de lluvias. Será que el fango y los zapatos mojados provocan sentimientos encontrados. No conforme con lo aberrante de su actitud, mi mujer regresó por más. Me pescó en la inmovilidad, lo cual es igualmente letal que cuando lo hace en el punto crucial de mis discursos. Volvió al ataque, que para eso está hecha. En las aspas en que se habían convertido sus manos distinguí sus intenciones de aventarme con indiferencia en el trastero, donde ni siquiera el perro pudiera encontrarme. Habló y habló, a sabiendas del poder negativo que su palabrería ejerce en mi estado de ánimo. Y dijo y dijo, inventó y reinventó mundos paralelos en el centro de ese espacio. Todo lo que se le ocurrió brotó de esa lengua venenosa. Que la dieta me tenía más enfermo que de costumbre. Que no sólo era yo un alucinado, sino un endeble redrojo fabricado por mi madre. Ante la simple mención de la que me dio la vida, me hirvió la sangre, bulló por unos segundos en los que me sentí un toro de lidia, capaz de acometer al enemigo con la crueldad de la venganza en los cuernos, en la cola larga y cerdosa. Pero no soy más que un pájaro nalgón, como decía precisamente mi madre. Se me bajaron las ínfulas, me entibié de nuevo, alcancé al fin mi temperatura normal. Después se apoderó de mi cuerpo, tan necesitado de cariño, frutas y verduras, una debilidad extrema que me incapacitó para responder con la dignidad de un hombre de bien. Me reduje a nada. Me limité a absorber el aluvión. A sortear el peligro.
Todo lo que entra tiene que salir. Mi mujer se fue de la cocina con ligereza, con el estómago contento, los calzones bien puestos, sin dignarse a mirar el holocausto que sus palabras habían provocado. La experta en nutrición tenía razón. Todos somos uno con la naturaleza. Las carnes de la naranja, del mango y del loco estaban a punto de perecer al mismo tiempo, en un mismo cazo. La fritanga universal de la desdicha. Tal vez estoy predestinado a morir en compañía. Siempre hay un consuelo para los condenados.
He desarrollado cierta pericia para escamotear sus burlas. Con el tiempo he ido refinando la técnica de la evasión, aunque es de hombres perder el ritmo. Me distraigo, se me olvida lo aprendido. Esa noche, ya en el lecho conyugal, hice de tripas corazón para no ser acribillado de nuevo. Fue mero instinto de supervivencia el que me hizo abrazarla por la espalda, como en los viejos tiempos. Su piyama de franela despedía un aroma comestible, ciertamente picante, como si la hubiera lavado con un detergente aderezado con especias. Necesitado de compañía a falta del alimento recomendado por la doctora, doblegué a mi olfato crítico y me dispuse a dormir en esos brazos cálidos de algodón y pelusas. Pero la injusticia fue más grande que toda posibilidad de acercamiento. La cama crujió cuando ella se desató de mí con violencia. Se hizo la ofendida, aunque sea difícil de creer. Su rechazo me caló hasta los huesos.
Un piquete en el vacío abdominal me recordó los cinco frutos rojos escritos en la receta de la especialista, cuando ya el sueño me daba la bendición. Hice lo que pude para no despertarla, pero no hay rozón de mosca que ella no perciba. Zumbó igual que una. Cómo chingas, dijo con voz aletargada, impregnada de Valium.
Arrastrar el sueño por la casa no deja nada bueno. La cocina era una ciénaga. Pensé en ciruelas, cerezas; me conformé con un puñado de arándanos deshidratados. La fecha de caducidad era espeluznante, pero se trataba de una minucia contra esa boca hambrienta en mi estómago. Acomodé la bolsa en mis lonjas. Ahí me quedé, sentado en el sillón de flores, mascando como un marrano, concentrado en mis kilos de más para no pensar en otras penas. Nadie me vio, si acaso las lenguas negras de la noche que pasaban por las rendijas de la ventana. Por segundos o por años no hice nada más que introducir esos frutos apeñuscados en mi hocico. Mastiqué con lentitud cada bocado; me gustó sentirlos perecer contra mis muelas.
Cuando entré al cuarto, sus ronquidos eran consistentes. Briosos. Sobra decir que me deslicé en silencio, mas nadie puede contra la furia de los vientos. ¿A qué hueles? Su aliento en la oreja, esa voz pastosa de las madrugadas, abofeteó mi alma adormilada. En absoluto silencio, como si su pregunta profanara un sepulcro, me puse a salvo entre las sábanas y me dispuse a soñar con la nutrióloga. Sentada con elegancia en el sillón floreado, de pierna cruzada y con las uñas de los pies al rojo vivo, me veía con ganas de acercarse a mí, de probar un poco, de morderme. Yo me dedicaba a ondular mi apolíneo cuerpo ante sus ojos, mientras ella se comía un durazno del antojo. Qué estás soñando. Jalado con absoluta brusquedad del paraíso a la fosa común, me dieron deseos de salir a caminar por las calles en busca de un kilo de manzanas, de tocar a las puertas de los vecinos con cualquier pretexto, de sacar los pies de ese caldero. Después de aniquilar a placer mis fantasías, desplegó su vieja táctica y se hizo la dormida, de cara al techo, con la cobardía del que avienta la piedra y esconde la mano. El ambiente se agrió al compás de sus respiraciones, mientras yo observaba con morbo las aletas de su nariz moverse apenas, subir y bajar con regularidad. A sus párpados, hinchados y palpitantes, los delató el temblor de la vigilia por más que hiciera el esfuerzo de hacerse la ausente. Saberla alerta me sacó las ganas de repetirlo. De decirlo otra vez. De regodearme bajo el influjo de esas tres palabras. Me enfrenté a su cara, lo que me recordó de inmediato los rumores populares con respecto a los animales que se movilizan rozando su cuerpo contra el suelo y al mismo tiempo me llevó a una resolución muy poética: a lo efímero de la belleza, al batir de alas de una mosca con sus segundos contados. Me acerqué lo más que pude, con el sigilo de quien no busca caer al abismo, sino solamente atisbar al vacío por el borde. Soy confiado, pero no tanto. Acercar mi rostro al suyo era una acción cargada de riesgos. Mi frente quedó a milímetros de la suya. Mis ojos en sus ojos, en sus carrillos. Sabía que estaba transgrediendo las leyes domésticas. Le di mi aliento. Que se refocilara en él la miserable, antes de soltarme otra vez sus desaires. Me asomé al túnel sin fin de su oreja y hablé primero, cuando menos ese gusto me queda. Nos estamos pudriendo. No esperé su respuesta. Las sábanas empezaban a provocarme un tipo de prurito difícil de quitar con pomadas simples y ungüentos. Del averno salió una mosca y clavó sus asquerosas patas en mi frente. Deambuló por ella con la soltura de estarlo haciendo sobre un camino de flores y mierda. Salí de la cama despavorido, con la intención de escapar cuanto antes del incendio. Traté de sacarme a la doctora de la mente, pero parecía traerla cosida al cuerpo. Con todo y ese peso en mi espalda, destapé con alegría la única Coca-Cola disponible, serví hielos en un vaso y desgarré, casi con lujuria, la bolsa metalizada de las papas fritas, rociadas una por una con chile piquín y aderezadas con una pizca de sal. La nueva versión de la alegría casera.