Perdonados por quién / Geney Beltrán Félix

 

Abre el volumen de El doctor Zhivago. Del otro lado de la mesa se halla una estudiante de piel muy blanca: lee un libro estampado en verde, un tono zurrapa que parece piel de enfermo. No alcanza (él) a ver el título. A la izquierda, más allá de las ventanas ve los árboles en los montículos de Las Islas, jóvenes que juegan futbol, con llovizna y viento en sus cabellos: ráfagas de bloques líquidos de niebla cayendo.
    Ese día: esa mañana fue la firma, en una oficina del Juzgado. Él había seguido con la actitud de acabar con todo: iré a ver a mi hija cada tercer domingo a Puebla —se quita los lentes y los pone, vidrios que habrían de huir con patas díscolas, sobre la mesa. Y ha cometido un error. La niña vivirá en otra ciudad, a dos horas (cierto) de distancia: es una burbuja hostil en otro espacio, tan similar en calles y personas pero ausente: acaso Claudia deje de existir en cuanto él suba a un autobús y la busque. Ahí, en su mente: el rostro pálido (siete años), la hija recargada en una silla frente al escritorio del juez, rehuyendo sus ojos. Un error. Qué hace aquí, de 29: para comer enseña literatura en una prepa pública, por las tardes lee libros en una Biblioteca (ésta, su refugio). Renegó de. Fracasado. ¿Y si de nada sirve (el haber renunciado a Claudia)? ¿Así ahora, con el tiempo vacío y propio, para sí, logrará por fin la lumbre escrita, como una llaga que se cierra: carne rejuvenecida al amparo de cualquier suciedad, de cualquier contacto?         Cómo, escribir y que viva.
    Su mano derecha observa: pálida, los dedos largos. Baja los ojos a la novela. Se había quedado en que Yuri regresa una noche de octubre a su casa y le enseña a su suegro un pasquín que proclama el triunfo de los bolcheviques. Apenas se quita los zapatos y recoge los pies bajo el asiento, busca hacer al margen lo que ha pasado: la firma del divorcio esa mañana, ¡esa firma!, su mujer otra ex, su hija un fantasma, su escritura un tejido de hilos huecos, y ahora lo que ve en la Biblioteca: tantos alumnos entre los estantes, haciendo fila para devolver o sacar libros en préstamo, o igual que él, sentados a las mesas: grupos de jóvenes leyendo o bisbiseando, sus mochilas, laptops, botellas de agua.
    Pasa uno. Dos minutos pasan.
    Al principio el mareo.
    ¿Es él?
    ¿…no es él? Durmió mal y muy poco la noche anterior, pero este sacudimiento no es suyo —es más fuerte. Deja el libro cerrarse sobre la mesa y se lleva una mano sobre la chamarra de franela a cuadros, como quien palpa a través de la ropa la permanencia de su cuerpo
    —¿es él?
    ¿no es él?—: su estable, inmóvil respirar.
    Es una cadencia luego apenas: un sinuoso baile del aire y el suelo bajo los pies. Los estudiantes alejan la vista de los libros o callan extrañados en su plática en murmullos. Se vuelve —él se vuelve— a sus espaldas y cree ver los anaqueles (susurrada, levemente) columpiarse.
    Todo es frío en su piel (dentro de su piel todo es frío también).
    La joven del libro verde toma su morral y el volumen (embriología clínica, dicen las letras en dorado) se pone de pie y con rápido andar enfila hacia la salida sur, frente a la Facultad de Arquitectura.Cuando vuelve la vista, el hombre se sorprende al verse aún
    aquí —¿él acaso?
    …el cuerpo, de repente artrítico, batallara en responderle:
    con la sensación de quien apenas despierta, escucha y ve a jovencitas que profieren gritos (hojas de cuchillo entre las células). Tres mesas a su izquierda hay un par de adolescentes —uno güero, otro de tez apiñonada—, discuten de pie, groserías como piedras uno al otro
    La oscilación bajo los pies
    (zumbido sordo)
    los otros se han levantado y corren y brincan sobre las mesas, él sigue atado al mismo sitio. Busca ponerse el zapato del pie izquierdo. Se oye un crujido de boca de montaña con enojo despertando. Los libros caen unos luego de otros …cae uno …cae otro —el estómago subírsele hasta el cuello. A él
    todo por encima de la propia razón: rengueando, sin el zapato derecho, corre a la salida norte (del lado de Filosofía y Letras). Por las escaleras bajan cuerpos corriendo, se atropellan ratones vulnerados en su calma
    siente chicloso el suelo camina en lodo quebradizo empuja
    bracea grita sale de la Biblioteca …corriendo, como si fuera otro, como si la piel se le hubiera desprendido (adelantado, liberado), corre a lo largo del pasillo que lleva a la Facultad de Derecho luego a las áreas verdes de Las Islas. Ya ha dejado de llover: el sol en el poniente ve llegar la noche es una capa de luz ciega. Apenas alcanza el borde del césped, se dobla para recuperar el aire, sudoroso y temblando
    …se yergue y desde ahí contempla la Biblioteca balancearse. ¿Cuánto ya en ese vaivén? El corazón no le cabe —no una víscera, sí un animal airado. De repente el edificio —sucede y lo ve y es
    el edificio (era)
    se desgaja se desploma se. Los murales una piel rota oh paredes mutiladas. La opresión en su pecho es la asfixia un aire vuelto bloque de cemento ante sus labios. Cierra los ojos. Escuchar: no escucha:
son los gritos en las escaleras alaridos de personas atrapadas en los pisos superiores bajo las mesas entre los libros (aunque todo realmente dentro suyo)
    …abre los ojos.
    (¿ha de veras pasado? No el tiempo: los minutos no lo son: sí vidrios masticados a la fuerza, cercas erguidas ante él ahora blanco nada: no ha sido tiempo)
    …y logra respirar. Jala el aire apremiantemente, como si acabara apenas de nacer ahí de pie sobre Las Islas o hubiese tenido la cabeza cubierta por una bolsa de plástico y sólo ahora sus pulmones recuperaran la engañosa inmediatez del aire: como si la sangre se le hubiera anquilosado y ya no corriese nada por sus venas: sólo un aire congelado: de quien se despierta, sabiéndose cadáver, y sigue en un pesado sueño envuelto.

    ¿Se ha salvado? Todo aquí es polvo. A su derecha los montones de concreto rendido, buitres devorando su propia carroña cuerpo: lo que antes fue la Torre de Humanidades Filosofía Derecho a la izquierda el Museo Rectoría la Facultad de Arquitectura.
    nada ahí
    Los estudiantes se reúnen en grupos: ¿perdonados por quién? (nadie habla)
    Cuando el polvo termina de asentarse, ganas de vomitar. En una zumbona inconsciencia, aún: sin creer en esas ruinas, su realidad, la destrucción: ¿y Claudia? Cae (como por un sismo interior) la certeza: recordarla
igual a someterse a la catástrofe, ni evitar la pulsación en el esófago. Se aleja unos metros se pone en cuclillas; (como quien suplica perdón) tiende el cuerpo hacia delante, sosteniéndose en una mano mientras con la otra retiene la novela. Intuye que todos lo miran
    …se limpia los labios con un hombro de la chamarra. Camina unos pasos, el pie derecho mojado y frío. Ve a una pareja de novios o amigos: ella llora     hundida contra el pecho de él. El joven voltea a verlo:
    Hay que ir a ayudar —dice. Sus ojos señalan lo que fue la Biblioteca.
    Sí —murmura el hombre.
    ¿De veras es real todo? Toma el teléfono y marca el número de su ex; ya habrán llegado a Puebla: sólo el pit-pit-pit… Marca el teléfono de sus hermanos y su madre, en Mazatlán, lo mismo.
    Guarda el celular en la funda y la novela de Pasternak en un bolso de la chamarra. Lanza el zapato izquierdo a sus espaldas, hacia los árboles. Varios muchachos caminan en dirección de las ruinas. Él los acompaña; no entiende nada (es angustiante no entender nada, estar a la deriva de este lodo llamado realidad). El húmedo empedrado traspasa la tela de sus calcetines. Algunos voluntarios remueven pedazos de concreto o llevan cuerpos hacia el lado de Insurgentes. Pocos metros delante de él reconoce a Ignacio, quien voltea y le dice:
    ¿Ya ves lo que pasa cuando se abandona la religión?
    No digas idioteces —él responde—. Hay que sacar cuerpos.
    A la verga. Yo voy por…
    Ignacio corre en dirección de los escombros.
    No entiende —él no entiende— las últimas palabras de Ignacio, también corre. Se detiene ante la loma. Se distinguen (aquí y allá) manchones de ropa y cuerpos, libros, anaqueles, patas de mesas entre el despedazado concreto y la varilla.
—descalzo, ¿qué mierdas haré aquí?— el frío en los pies, la garganta rasposa
    Rodea las ruinas caminando como quien va hacia el Estadio; se coloca en el borde, al final de una fila de gente que se pasa cuerpos o pedazos de cuerpos desde la parte superior del montículo y hasta la base. Luego de unos momentos se halla cargando sobre el césped, con la ayuda de un desconocido con pinta de estudiante de ingeniería, el cuerpo de una joven que tiene los brazos cruzados sobre el tórax. Es menuda, morena, de hermosas trenzas negras y viste un uniforme gris verdiento. Cuando la tienden a unos metros del montón de escombros, el estudiante le separa los brazos y pueden ambos ver sobre su pecho un bultito envuelto en una cobija —es un bebé y habrá de acaso tener tres meses. El desconocido le toma el pulso a la muchacha y acerca su oreja al pecho del niño.
    Aún viven —murmura.
    …observan luego hacia Insurgentes, la amplia calzada urgida por un cascarón de sombras. Nunca las ambulancias (dice para sí). El tórax, pesadísimo. La avenida intransitable (piensa): autos y microbuses hechos añicos en cada crucero (franjas de pavimento fracturado) puentes peatonales caídos como columnas de animales sacrificados…
    y
    Los anteojos, se quita. Con la manga de la chamarra, el sudor de la frente, se limpia. Si han caído los edificios de la Universidad, asentados sobre roca volcánica, la Ciudad habrá de hallarse destruida por completo —eso sin palabras así piensa.
    …y se aplastan velozmente imágenes: ante sus ojos (espejismos concretos de una pesadilla). Lo que sucede lo que vendrá: son cuerpos aplastados bajo los escombros, asfixiados en el metro y rostros que agonizan en las camas de un hospital y ratas y perros mordiendo cadáveres y fosas comunes desbordadas por extremidades huesudas
    …y no sabe de Claudia: después de firmar el acta, se le acercó; agachándose, le dio un abrazo. Ella se dejó estrechar (sus bracitos permanecieron laxos), tampoco respondió cuando él le habló al oído, con palabras antes cálidas y hoy deshabitadas —palabras que eran un cadáver sin vísceras, sonidos sin eco…
    El estudiante, con dejo de impaciencia: ¿Qué pasa? —le dice.
    Él lo mira un segundo. Soy escritor (¿tendría que informarle?). Ha de lucir —teme— la expresión de quien se discierne culpable de una violación primordial, sólo solventado con un sacrificio máximo que a todos religue.
    Cómo, ahí: la cara de la muchacha: el pecho que sube y baja mínimamente. Él está viendo.
    Suspira (él). Con lentitud. Vivos (reincide esa voz en su mente). Siguiendo al estudiante, dirige sus pasos hacia los despojos de la Biblioteca anochecida.
    Vivos —murmura.
    pero se echa a correr en sentido contrario, dejando atrás perplejo al estudiante: e imagina —no imagina nada— toda la luz apagada del anochecer encenderse como blanca rabia cayendo sobre el horizonte (devastado) y así una pregunta —¿qué es estar vivos, qué estar vi, qué es estar, y qué…?—, un sonsonete que taladra sus párpados, ahí donde ocurre la más cruel triste demoli

 

 

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