Pedir de verdad / Javier Sáez de Ibarra

Me pongo delante de él y le pido el sueldo mínimo interprofesional. Él, lógicamente, me lo niega.
     Le he traído unas multiplicaciones y unas divisiones, él las rehúsa. Menciono a mi mujer desempleada, a mi hija con trastorno de conducta, al otro con déficit de atención, mira para otro lado. Le hablo de una hipoteca, me pide que me marche y vuelva al trabajo.
     Estoy de pie, con las bolsas bajo los ojos colgando como las de un canguro por nueve horas ante el ordenador, adopto la forma de un bastón y me froto la curva ya como si tal cosa. Sé que respiro en su presencia porque no he fallecido. Conque siento el arrojo y me siento.
     (Debo consignar aquí, para que se me entienda mejor, el resultado de las otras trece veces que he formulado esta misma petición u otras similares: No, de ninguna manera, imposible, en absoluto, qué va, otra vez no, tampoco, nanay, usted quién se cree, no somos las hermanitas de la caridad, ¡quia!, para nada, jamás).
     Él ni se ha dado cuenta, absorto en sus dedicaciones.
     Entonces le digo que, a cambio, yo podría hacer turnos de dieciséis horas, o más, le digo, si me dejan dormir en la oficina. Levanta los ojos y me observa. De lunes a viernes, le digo. O que aprovecharía la mañanita de los sábados… Para ese momento una fila de dientes asoma en su boca.
     Yo tengo las manos apoyadas en el canto de su mesa, mis dedos forman unos puentecitos graciosos.
     Veo en sus ojos un brillo feroz, al acompañarse de la abertura de su boca, salta mi alarma. Sé que mira mi mano izquierda como un apetitoso bocado. Eh, eh, le digo, si quiere comérsela, antes deme el contrato nuevo, que lo firme. Sin dejar de mirarla, con una sola mano abre el cajón de su escritorio, saca un impreso, lo coloca en la mesa, me tiende una pluma.
     Instintivamente miro mi mano, nunca me ha parecido gran cosa… Tomo la pluma y antes de firmar pregunto: ¿Aquí mismo? ¿Para qué vamos a esperar?, me responde. No puedo evitar el sentir cierta aprensión. Y eso que mancos conozco un puñado. Una lágrima me recorre la espalda. A mí me gustaba el baloncesto y alzar a mis hijos, lanzarlos sobre sus camas. Ahora sus dos manos se tienden hacia la elegida. Trago saliva cuando es él el que va a comer hoy.
     No sé, digo de pronto. Aún no he firmado, él comprende.
     —¡Joder! —grita. Y se echa para atrás en su butaca ergonómica.
     Yo me he levantado a toda prisa y camino hacia atrás, hacia la puerta.
     —¡Joder, joder! —repite sin rebozo.
     Disculpe, susurro, a la vez que abro y me estoy yendo. Todavía le escucho al pobrete:
     —La semana pasada, ¡lo mismo!

 

 

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