Escribir filosofía es imposible. Lo sabemos por inteligencia propia y nos lo recuerdan el Sócrates de Fedro o el Platón de la Carta vii. Aun así, tendemos a ignorar ese dato y nos rendimos a una textualidad teórica, por comisión gozosa —hay también un placer del texto filosófico, que cabría agregar al registro barthesiano— o por pereza acomodaticia.
El sentido de la filosofía es la vivencia neta de lo que es. Todo texto es el registro muerto de algo que se ha vivido: la conservación al vacío de algo que nos ha acontecido interna y/o externamente —si cabe hablar así. En su mayor parte, los grandes libros de filosofía son frías tumbas de la experiencia que sus autores han tenido del mundo.
En la raíz de estas verdades está esa entidad, a la vez omnipresente y elusiva, que es la palabra. El logos abre la posibilidad de una singular experiencia —una suerte de experiencia de segundo grado— que es la escritura. Escribir de manera consistente y pregnante equivale a re-presentar, volver a presentar, el mundo de la vida en el que se dirime el sentido de nuestras existencias. Esto es lo que hermana un poema cósmico o una gran novela con un texto filosófico fecundo. A su vez, eso es lo que permite suponer que los géneros que mejor se avienen con una idea radical de la filosofía son la narración (1), el diálogo y el drama; es decir, aquellos que tratan de poner (tesis) ante nosotros lo visto (teoría) como verdad, en los socavones o entretelas de la realidad.
Esta apreciación se sustenta empíricamente en la única obra de Parménides, en todas las que conocemos de Platón y en algunas de pensadores como Aristóteles (los perdidos diálogos de juventud), Hegel, Kierkegaard, Unamuno, Sartre y otros.
Al principio de su Poética, Aristóteles señala el error de quienes no advierten las diferencias entre los diversos modos de mímesis literaria y se fijan sólo en la identidad métrica de sus frutos. Es decir, censura que «si alguien saca a la luz una obra de medicina o de física en verso, suelen llamarlo poeta». Según el de Estagira, «Homero y Empédocles nada tienen en común, salvo el metro, por lo cual es justo llamar al uno “poeta” y al otro “fisiólogo”» (2),Pasajes como éste pueden justificar, en apariencia, una lectura teoricista, antipoética, del poema de Parménides; pues Aristóteles podría haber mencionado al eléata y no a Empédocles o podría haber sumado el nombre de aquél al de éste. Sin embargo, el hecho de que tal posibilidad cuente con el probable aval de Aristóteles no la sustrae de ser una opción pobre y aun errónea.
El tiempo ha perdonado sólo un exiguo puñado de los hexámetros que, en un principio, integraron el poema Perí physeos (Sobre la naturaleza), de Parménides. Pero esos residuos bastan para sostener un par de certezas complementarias: que esa obra trató de plasmar una teoría (una contemplación) de la verdad del ser y que lo hizo conforme a la estratagema discursiva más a tono con dicha intuición: el relato versificado.
En el siglo v a. C., la poesía era la principal opción discursiva para comunicar las verdades y para educar. En lo que toca a sus rasgos externos, esto explica que el poema parmenídeo recurriera a la «forma hesiódica de la poesía didáctica», como observa Werner Jaeger (3). Pero en lo que hace a la experiencia radical sobre la que versa, la obra del gran pensador de Elea aparece como una de las expresiones más logradas del proceso crítico-teórico emprendido por la filosofía respecto a los mitemas transmitidos por la épica arcaica griega. En esto, Parménides hizo algo análogo a lo que, según el historiador alemán, hizo Hesíodo en Los trabajos y los días: «interpretar el mito de acuerdo con sus nuevas evidencias íntimas» (4).
Cabría considerar que la forma final versificada del texto parmenídeo evidencia una concesión del autor a las convenciones y cánones formales de su tiempo. Sin menoscabo del relieve de esas referencias, lo más destacable del poema es el registro, mediado por la escritura, de un proceso en el que el pensar mismo y la revelación de la verdad del ser no pueden disociarse. La obra de Parménides no admite ser leída como un tratado filosófico, sino como una suerte de historia de las andanzas del pensador que va viendo y oyendo lo que es, o mejor aún: que va siendo, en la medida en que ve y oye eso que es. Como se lee en el propio poema, «lo mismo es a la vez pensar y ser» (5); cabe colegir, entonces, que el ser de quien piensa impulsa a éste a pensar —es decir, que el filósofo está vocado y condenado a discurrir, por predisposición ontológica. Pero, en la medida en que el filósofo cumple ese designio, se le va des-cubriendo, des-ocultando lo que desde sí mismo es y aparece ante él como realmente siendo una continuidad o proyección de lo que él ya es.
Contar lo que ocurre y se contempla es lo propio de la narración. El de Parménides es un poema narrativo, justo porque hace eso: relatar la historia de un viaje iluminador. En el primer fragmento, el autor-narrador —es decir, el propio eléata de carne y hueso— narra cómo va siendo transportado por las yeguas que toman «el célebre camino de la diosa», la senda hacia «el ver que ilumina a través de todas las cosas». Al final del trayecto, la diosa recibe con sumo beneplácito al viajero —nuestro teórico-poeta— y comienza a mostrarle las preciosas verdades que posee. Entre el preciso incipit y el encuentro con la diva, Parménides ofrece puntuales noticias sobre los parajes recorridos, así como acerca de los personajes y las cosas de más valía en ellos.
A partir del segundo fragmento de su poema, Parménides da cuenta del «relato» (mython) por medio del cual la diosa revela las verdades fundamentales del mundo, así como de su experiencia personal. Más allá de los filosofemas concretos que ofrecen los hexámetros parmenídeos, se echa de ver esa narración divina dentro de la historia —no menos ahíta de divinidad— registrada por el contemplador (teórico)-poeta.
Los 18 fragmentos —de un total de 19— reservados al discurso de la diosa (theà) tienen, en general, un tono más prescriptivo y enunciativo que el primero. Abundan, en esas esquirlas discursivas, aclaraciones, descripciones, caracterizaciones, prevenciones, exhortaciones… como conviene a un texto destinado a dar algo más que placer estético. No por ello renuncia del todo al componente narrativo, como lo prueba por ejemplo el último puñado de versos, donde se ofrece una de tantas variaciones de la diégesis ontológica que aflora en el poema: «…estas cosas llegan a ser y son ahora / y luego […] se desarrollan y al cabo llegan a su fin. / A ellos los hombres les han puesto un nombre que las designa a cada una en concreto» (6). Según parece, en este caso, el relato viene acompañado de la sobrelegitimación inherente a las historias reveladas. Al final del octavo fragmento, la diosa misma define lo que ha venido diciendo como «mi fiable discurso y pensamiento / acerca de lo verdadero» (7). Podría pensarse, entonces, que los 32 hexámetros que quedan del primer fragmento tendrían menos legitimidad que aquellos que recogen la voz de la diosa. Pero nada autoriza a tal conclusión, tratándose de dos momentos —el de la voz del teórico-poeta y el de la divinidad— de un relato unitario; dos periodos coextensivos, en lo esencial, dada su afinidad ontológica monista.
Desde la perspectiva del lector contemporáneo —que es la misma del sujeto agente de la oración gramatical, que pretende representar al ente que constituye el mundo y su sentido— salta a la vista que, en la diégesis desplegada en el poema parmenídeo, el narrador recurre a la primera y tercera personas. Esta última opción es la que deriva en el discurso indirecto, tan frecuente en el universo del relato. Pero la distancia entre la voz que narra y lo relatado, que —según lo dicho— opera en cualquier narración mundana, resulta ilusoria en los hexámetros del eléata. Toda contemplación comporta un espacio de mediación entre lo contemplado y quien contempla. En el caso de los versos de Parménides esa «tierra de por medio» es metafórica, no ontológica. Esto es lo que, con otras palabras, expresa Martin Heidegger, cuando advierte que «el lenguaje de Parménides es el lenguaje de un pensar, más aún, es este pensar mismo» (8).
En la experiencia parmenídea de la verdad del mundo las fronteras entre lo-de-dentro y lo-de-fuera se disuelven, como parte del despliegue del pensar, que es —como se ha visto— el proceso de acontecimiento del ser. Aquí, por «pensar» no cabe entender una labor de asociación de universales o de comprensión de ciertos signos o de construir sistemas doctrinales. De ahí la avenencia del narrar con el contemplar realizador del ser. Finalmente, el poema de Parménides viene siendo el fluir del logos en el que se trenzan el pensar, el ser y el narrar, como trinidad del acontecer de la phýsis, esto es: la realidad absoluta.
(1) En este género incluyo lo que hoy conocemos como poesía, el intercambio epistolar, la aforística… en suma: toda posibilidad discursiva que albergue algún modo de la diégesis: la relación de lo acontecido o en trance de acontecer.
(2) Aristóteles, Poética, int., trad. y notas de Ángel J. Cappelletti, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 4.
(3) W. Jaeger, Paideia, trad. de Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, 7ª reimp. de la 2ª ed., fce, México, 1985, p. 168.
(4) Ibid., p. 75.
(5) Parménides, Poema (frag. 3), int., trad. y notas de Joaquín Llansó, Akal, Madrid, 2007, p. 36.
(6) Ibid., frag. 19, p. 48.
(7) Ibid., p. 41.
(8) M. Heidegger, ¿Qué significa pensar?, trad. de Haraldo Kahnemann, 3ª ed., Nova, Buenos Aires, 1978, p. 179.