Ciudad de México, 1990. Su publicación más reciente es en el libro colectivo El corrido también es parte del paisaje (Preciosa Sangre, 2024).
En enero de 1962 Alice todavía se apellidaba McLeod, aún no había cumplido veinticinco años y ya había vivido y trabajado en París y Nueva York como pianista de varios conjuntos de jazz. Unos meses antes había regresado a Detroit, su ciudad natal, y seguía de cerca a los músicos locales y todo lo que llegaba desde otras ciudades. El dos de enero de ese año, Alice y su amigo Bennie Maupin escucharon en vivo por primera vez a John Coltrane. Sus expectativas eran altas. Habían pasado las últimas semanas escuchando Africa/Brass y habían quedado completamente impactados. Maupin recuerda: «nadie había hecho una grabación así, con esa intensidad, con esos sonidos de animales».
Alice y Maupin no fueron los únicos en escuchar ciertas criaturas en esa grabación. Don DeMichael, editor de la revista Down Beat, entrevistó ese mismo año a John Coltrane y a Eric Dolphy, quien había hecho los arreglos para el disco. El periodista los enfrentó con todas las posiciones de sus críticos: para ellos, DeMichael incluido, la música que hacían era percibida como un ataque frontal a la tradición. Dirigiéndose a Dolphy, y a propósito de ciertos sonidos extraños que había escuchado en una presentación en vivo, le espetó: «¿imitar a los pájaros es válido en el jazz?».
Si Dolphy emulaba a las aves, ¿a quién imitaba John Coltrane?
Aunque comenzó a tocar profesionalmente en los años cuarenta, Coltrane había pasado desapercibido hasta que, en 1956, se unió como único saxofonista a la banda de Miles Davis. Desde entonces, y hasta su muerte en 1967, Coltrane tuvo dos tipos de críticos: los que lo consideraban un genio, un visionario o un santo, y quienes veían en él al destructor de la gran música popular norteamericana. Sobre todo a partir de su paso por la banda de Thelonious Monk en 1957, sus improvisaciones eran escuchadas como ensayos prolongados, juegos, estafas frente al público. En una grabación en vivo de 1961 en Francia, se distinguen perfectamente los abucheos del público parisino —seguramente bien educado, atento y refinado.
Durante esos años, sus detractores solían decir que su sonido imitaba los gritos y llantos humanos, e incluso sus más fervientes defensores tuvieron que ceder en alguna ocasión. El poeta, dramaturgo y crítico musical Amiri Baraka —conocido entonces todavía como LeRoi Jones— tropezó con una descripción tan precisa como incomprensible cuando intentaba reconocer los errores de Coltrane. Baraka cuenta que, en 1959, cuando el saxofonista ya era el líder de su propio cuarteto, asistió a una serie de conciertos en un bar de Nueva York. Una noche, Coltrane tocó durante un solo la melodía principal de «Confirmation» una y otra vez, por varios minutos. «Y aunque fue una cosa maravillosa de ver y escuchar, también me produjo un poco de miedo. Fue como ver a un hombre adulto tratando de aprender a hablar».
¿Logró Coltrane aprender a hablar de nuevo?
Hay varios consensos en su biografía. Uno de ellos es que era sorprendentemente tímido, lacónico y reservado. El contraste entre ese silencio y la potencia deslumbrante de su música se convirtió en uno de los primeros lugares comunes de su historia. Poco a poco, su vida comenzó a narrarse como hagiografía: la ruta de un santo que dejó la heroína y el alcohol gracias a una revelación celestial y luego dedicó el resto de sus días a compartir y agradecer a Dios por el don musical que le había otorgado.
A estas alturas, la historia suena ridícula porque nos parece común y predecible. Y sin duda lo es, por una sencilla razón: es fundamentalmente cierta. Pero de los santos no importa la vida, sino los milagros. A casi sesenta años de su muerte, la inmensidad de estudios y detalles biográficos sobre Coltrane son más bien un obstáculo que es preciso salvar. Detrás, sólo queda el esfuerzo por percibir todo lo que puede ser escuchado en su música, más allá de la beatitud y la belleza.
Terry Callier, un compositor de folk, blues y soul, se atrevió a señalar el costado oscuro y doloroso que la música de John Coltrane es capaz de revelar. Como Baraka, Callier narra una presentación en vivo del cuarteto: «yo no estaba preparado para la intensidad con la que estos tipos se lanzaron a su música. No había visto a nadie hacer eso antes, y me produjo miedo. Me hizo darme cuenta de que todo lo que hay en la vida estaba en esa música: lo hermoso y lo horrendo, lo sagrado y lo impío. No todos quieren tocar esos lugares porque siempre hay cosas que debemos olvidar para vivir con nosotros mismos. Esa música no te dejaba guardar ningún secreto».
¿No tener ningún secreto significa lo mismo que decirlo todo?
En un texto sobre la «ceguera» del poema, Mario Montalbetti muestra la distancia que separa lo que puede verse —un árbol, una silla, un músico enorme sobre un escenario— de aquello que sólo puede ser dicho —el silencio, la negatividad, la ausencia—. Un poema vale la pena, dice Montalbetti, cuando se olvida de señalar lo que podemos ver y se concentra en lo que solamente puede ser dicho. Se trata, casi, de la celebración de una impotencia: «el poema es tal vez el único uso del lenguaje que asume la condición de su propia ceguera».
Aunque resulta cómodo utilizar ciertas metáforas y comparaciones, a menudo olvidamos que la música no es una lengua: no puede nunca decir nada. Por eso no es descabellado transformar la frase de Montalbetti. La música no solamente es ciega, es tal vez el único uso del sonido que asume la condición de su propia mudez. Puesto que no puede decir nada, la música nos enfrenta con un imperativo por suerte más sencillo: debemos, solamente, escuchar.
Pero hay aún otra diferencia. En el mismo texto, Montalbetti apunta que aquello que sólo puede ser dicho no es un objeto o un tema, sino simplemente el «proceso de creación de la nada hacia el mundo». Lo que convierte al sonido en algo completamente único es que avanza también en el sentido opuesto de ese camino: retorna de inmediato hacia la nada, vuelve irremediablemente a perderse en el silencio del mundo. No es tampoco una cuestión de contenidos: la música es quizá el único tipo de creación que, formalmente, tiene más que ver con su desaparición que con su presencia. Las partituras y las grabaciones son apenas coartadas que nos ayudan a creer que existe algo más allá del simple acto de la escucha.
Como cualquier otra, esa cercanía con el vacío puede producir cierto grado de desesperación en quienes la atestiguan. A finales de los años cincuenta, la pianista clásica Zita Carno perseguía todas las presentaciones de Coltrane a las que le era posible asistir. Llegaba a los bares de Nueva York con un lápiz bien afilado y un montón de hojas pautadas. Con una habilidad sorprendente, se dedicaba a transcribir en vivo todas las improvisaciones de Coltrane. Él mismo comprobó su precisión alguna vez. Pero quizá porque ella misma era música, se dio cuenta, sin saber, de la preciosa fugacidad de su homenaje: según el biógrafo más obsesivo de Coltrane, Carno perdió el cuaderno con sus transcripciones durante una mudanza.
¿Cuánta música ha quedado sin registro y cuánta sobrevive?
Durante una conferencia de prensa en Tokio, meses antes de que la muerte lo sorprendiera a los cuarenta años, Coltrane tuvo que responder una pregunta aparentemente sencilla. Un periodista japonés quiso saber cuál era su música favorita. El saxofonista, medio confundido, respondió: «¿De la que yo he hecho? No lo sé. No lo sé. Te puedo decir esto: mucha de mi mejor música no ha sido grabada».
En efecto, no existe ningún registro de los meses que Coltrane tocó con Monk en el Five Spot de Nueva York, ni de los ensambles informales que hizo con Cecil Taylor después de su catastrófica sesión de 1958; no sabemos si cambió su sonido cuando, sin metadona de por medio, estaba dejando la heroína; no tenemos registro de cientos de horas de improvisaciones en vivo, ni podemos saber cómo fue el último concierto que ofreció, en mayo de 1967, cuando el cáncer ya le devoraba el hígado.
Pero sobrevive:
–Alabama, la elegía que escribió en 1963, después de que un grupo de supremacistas blancos hiciera explotar una iglesia en Birmingham y asesinara a cuatro niñas afroamericanas.
–Decenas de versiones de «Naima», una balada perfecta y casi desnuda que compuso para su primera esposa.
–Offering, la grabación de un concierto en la universidad de Temple, Filadelfia, en el que Coltrane se quita el saxofón de la boca y comienza a usar su propia voz mientras golpea su pecho, como si quisiera usar todo el cuerpo para no decir nada.
–Horas de improvisación desatada, pasajes de calma e introspección, salmos, meditaciones, estudios sobre problemas armónicos y exploraciones de escalas y ritmos no occidentales: Giant Steps, Olé, My Favorite Things, Live at the Village Vanguard, Ascension, Cosmic Music.
–Y sobrevive por encima de todo, A Love Supreme, su obra maestra, sobre la que cualquier palabra parece una traición.
¿Qué significa traicionar un fragmento de sonido?
En mayo de 1962, Alice McLeod viajó con la banda de Terry Gibbs a Nueva York. Durante varios días abrieron para el cuarteto de Coltrane en el club Birdland. Ese fue el primer contacto entre John y Alice. De ese primer encuentro, ella recordaba sobre todo el silencio. En una entrevista de 2001, Alice cuenta que, entre cada set, John permanecía sentado, sin decir una palabra: «era un silencio poderoso, pero no te hacía sentir aislada, sino parte de él. Era un tipo de silencio que no querías interrumpir».
Para evitar problemas con la ley civil estadounidense, John y Alice se casaron en Ciudad Juárez, Chihuaha, en 1966. Ese mismo año, ella se incorporó formalmente al conjunto de John, inaugurando su periodo más intensamente experimental. Cuando el saxofonista murió, ella mantuvo el apellido Coltrane y no dejó de hacer música: entre 1968 y 1973 publicó siete álbumes cargados de religiosidad. Esos años coincidieron con un proceso que Alice nombraría con un término sánscrito que describe la ascesis espiritual y corporal en la tradición hinduista: tapas. En 1971 publicó, bajo la influencia de su gurú personal, su primera obra maestra: Journey in Satchidananda. Para la mayoría de oyentes y críticos, Alice parecía ser nada más y nada menos que la heredera de Coltrane.
Pero un año después, en 1972, publicó Infinity, una grabación que la enfrentó con críticos, músicos y fanáticos. Hoy, esa pieza puede ser escuchada como uno de sus grandes gestos creativos. Alice tomó cuatro grabaciones inéditas de John hechas en 1965 y 1966; en dos, ella había sido la pianista original. A partir de esas piezas, Alice escribió y sobrepuso arreglos para un ensamble de cuerdas y pasajes para órgano eléctrico y para el arpa de concierto que ya dominaba. El resultado es un ensamblaje intenso y aparentemente frágil, un equilibrio inesperado en el que el arreglo de Alice —armónicamente sencillo pero suave, paciente y perceptivo— transforma por completo el sonido de John hasta darle un sentido que nunca tuvo en vida.
Es imposible decidir si la pieza de Alice fue una intervención, una reapropiación o un homenaje. Es posible que fuera más bien un epitafio, un réquiem tardío o una despedida. En su momento, pocos lo entendieron así: para la mayoría se trató simplemente de una traición. El baterista Rashied Ali, que había participado en dos de las piezas originales, intentó mofarse de ella pero, sin darse cuenta, reconoció la magnitud de su trabajo: dijo que la regrabación de Alice equivalía nada menos que a «reescribir la Biblia».
¿Cuántas cosas más reescribió Alice Coltrane?
Desde 1972 y hasta su muerte en 2007, Alice no hizo más que profundizar esa singular forma de iconoclasia que descubrió con Infinity. Dejó su casa en Queens y se mudó a California. Allí adoptó el título monástico swamimi y el último de sus nombres: Turiyasangitananda. Reconvertida una vez más, fundó un centro de filosofía y prácticas religiosas en la tradición vedántica hinduista. Las sesiones colectivas de canto y rezos que ella misma dirigía comenzaron a permear toda su música.
Ese aparente salto hacia lo más lejano fue también un repliegue hacia sus propias fuentes: Alice había comenzado a tocar el piano a los siete años en una iglesia bautista. En una grabación publicada en 1977, los estudiantes de su centro espiritual cantan en sánscrito sobre los acordes y las estructuras del góspel más clásico y festivo. En cuatro de las cinco piezas, Alice se limita a acompañar discretamente con un órgano. En la última, sin embargo, no puede frenar la pulsión por desviarse una vez más. Om Nameh Sivaya es una improvisación de 19 minutos donde, acompañada solamente por una batería, explora las posibilidades más intensas y sombrías de las escalas pentatónicas propias del blues.
En 1978 Alice dejó de publicar con disqueras oficiales. Entre 1982 y 1995 grabó cuatro cassettes que distribuyó sólo entre sus alumnos y seguidores. En todos ellos canta sola o acompañada por un coro. Detrás, por encima, alrededor, una capa espesa de órganos, cuerdas y sintetizadores lo cubre todo. El resultado es una atmósfera sin cortes a la que ningún nombre le es propio. No hay espacio para baterías, metales, armonías complejas o improvisaciones prolongadas; sólo quedan la voz y algunas máquinas futuristas dibujando acordes. Quizá más que reescribir, Alice terminó por borrarlo todo.
En 2021 se reeditó por primera vez uno de los cassettes tardíos de Alice: Turiya Sings, publicado originalmente en 1982. La nueva versión eliminó los sintetizadores y las cuerdas, limpió la mezcla, y dejó solamente la voz y el órgano eléctrico. Ravi, uno de sus hijos, explicó su decisión: «esta versión mantiene la pureza y la esencia de su visión espiritual y musical. Esta claridad lleva los cantos a un lugar aún más elevado».
Como sucedió con John, la biografía se impuso sobre la grabación. Es difícil entender la intervención de Ravi como una prolongación de la iconoclasia creativa que Alice ejerció sobre su propia historia y su propia tradición. Se trata, más bien, de un gesto de rigurosa canonización, del peligro que Susan Sontag advirtió en uno de sus primeros ensayos: sacrificar las incomodidades y los retos de la escucha por la seguridad de la interpretación.
¿Qué significa imitar a los pájaros?
En 2025 concluirán las festividades del Year of Alice: un esfuerzo inédito por celebrar su vida y su legado. En febrero se reeditará por primera vez su biografía espiritual, Monument Eternal, y una exposición con el mismo nombre está agendada en el Hammer Museum de Los Ángeles. La inmensa alegría de ver el reconocimiento a su historia y su trabajo es tan grande como el deseo de que su música —incluso la más extraña, la más incómoda— sea escuchada con el cuidado y la atención con que ella la creó.
Es posible que, durante los años por venir, continúen apareciendo grabaciones inéditas de John, de Alice, o de los dos juntos. Probablemente no sabremos nunca qué fue registrado y cuánta música explotó durante un instante para luego volver a refugiarse en el silencio. La historia de ambos habita ya la misma región extraña que su música: esa franja de existencia invisible e indecible que sólo puede develarse por medio de la escucha.
Para quienes intentamos acercarnos allí, la rarísima pregunta que hizo Don DeMicheal puede servir como una indicación involuntaria. No hace falta sonar como ciertos animales, como Dios, o como el llanto de un humano. Todo eso ya existe, y no hace falta repetirlo. Por eso, imitar a un ave no significa emular su timbre, sino replicar su gesto: proferir un instante indescifrable de sonido en medio del silencio. En esas circunstancias, imitar a ciertos animales no solamente es un ejercicio válido, sino imperativo. Los pájaros cantan aun después de sobrevolar un mundo en ruinas: nosotros sólo debemos escucharlos.
