Papeles que llueven del cielo

David Unger

(Ciudad de Guatemala, 1950). Es autor del libro Sleeping with the Light on (Groundwood, 2020), de donde se tomó el presente texto.

La semana después de que Augusto me jugó esa broma pesada, Consuelo me lleva con ella a comprar tortillas a la tienda de la esquina. Oigo muchos aviones que vuelan bajo, encima de nosotros. De repente, caen del cielo papeles azules y amarillos, girando y revoloteando en el aire. Caen en la banqueta y en la calle, como platillos voladores.

En el camino de regreso, recojo varios papeles para enseñárselos a mi padre.

Está leyendo el periódico, sentado en una de las sillas acolchonadas del comedor.

—¿Qué es eso, Davico?

—Unos aviones aventaron estos papeles bonitos en la banqueta.

Papá se quita los lentes de leer y pronuncia las palabras en voz alta muy lentamente. Su cara se ve más y más furibunda con cada palabra. Murmura palabras como armas, ejércitos, tanques; palabras que conozco de mis cómics.

Pero, ahora, las palabras me dan escalofríos. Cuando termina de leer los papeles, los rasga hasta que quedan docenas de pedazos pequeños.

—¿Qué significa, papá?

—Problemas —dice. Y asiente con la cabeza, con desaprobación.

Sé que las palabras en los papeles lo han hecho enojar. Entiendo algunas de ellas, pero otras, como liberación y revolución, realmente no.

—¿Qué tipo de problemas?

—Estos papeles advierten que vienen problemas. Política sucia.

—¿Qué es política sucia?

Mi padre se acomoda el cabello, que se ha adelgazado y vuelto plateado con el tiempo.

—Davico, vine a Guatemala de Alemania a escapar de estas tonterías.

—¿Qué tonterías?

Me sonríe.

—Es demasiado complicado para explicártelo.

—¡No, no lo es! Estoy aprendiendo a sumar y restar en la escuela. Ya leo libros con capítulos. La señorita Elisa dice que soy muy inteligente.

Mi padre se levanta y me abraza. Rara vez me toca. Quizás estos papeles de colores no sean algo tan malo.

Mientras me abraza, le digo:

—Felipe también me dice muchas cosas interesantes. El otro día me contó que los mayas construyeron templos gigantes en la selva.

Mi padre me deja de abrazar y mira hacia otro lado, rascándose los nudillos.

—No es nada de lo que tengas que preocuparte.

Me lleva de la mano y salimos al patio. Mira al cielo. Caen más papeles. Su cara se oscurece.

De repente, grita:

—¿Por qué no nos pueden dejar en paz?

Y entra solo a la casa.

Me quedo en el patio y recojo los papeles. Quizá Felipe pueda explicarme las palabras largas después.

Por ahora, trato de entender qué está molestando a papá. Hace unos días, escuchamos sirenas muy fuertes, y quizá algunos balazos.

Mamá dijo que tal vez sean algunos niños más grandes tirando petardos, pero yo sé cómo suenan los petardos.

Y ésos no eran ruidos de petardos.


El restaurante ahora siempre está casi vacío por las noches. Estoy seguro de que tiene que ver con los papeles de colores que cayeron. Creo que ahora la gente tiene miedo de salir. Un día se va la luz después de que se retiran los últimos clientes. Mamá prende velas de las gordas. Papá le pone seguro a la gran puerta de madera, y le pone el pasador de metal enfrente.

Las sirenas chillan a lo lejos. Quizá sea un camión de bomberos que va deprisa a un incendio, o quizá una patrulla de policía apresurándose a un accidente.

Pero luego oímos gente que corre por las calles, y ruidos de pistolas y rifles que disparan.

Estoy muy asustado. Hasta Felipe parece tener miedo. Nuestros padres nos abrazan mientras comemos tortillas calientes, frijoles negros y queso bajo la mesa del comedor.

No podemos hacer nada más. Nos amontonamos a escuchar la radio del gobierno esperando noticias.

¿Las sirenas? Sé que me lastiman los oídos y que no vienen de patrullas ni ambulancias.

Pasa igual muchas noches seguidas.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta mamá la tercera noche, mientras estamos sentados bajo la mesa más grande del comedor—. El presidente dice que estos apagones son necesarios porque los soldados planean invadir Ciudad de Guatemala y tomar el control.

Papá se encoge de hombros. Se ha vuelto muy bueno para encogerse de hombros.

—Eso decían los papeles.

—¿Los papeles que encontré en la calle? —pregunto.

A la luz de las velas, la cara de mi padre parece la de un fantasma.

—Sí —suspira.

Felipe interrumpe:

—El presidente está apagando la electricidad para que los invasores no puedan bombardear su palacio. Yo haría lo mismo.

—¿Felipe está diciendo la verdad? —pregunto.

Mi madre me toca la pierna para indicarme que me calle. Luego dice:

—Tenemos que hacer algo, Luis. No podemos quedarnos aquí esperando. Pronto vamos a tener que cerrar el restaurante permanentemente.

Papá se encoge de hombros:

—Bueno, igual la gente podrá seguir viniendo a almorzar.

—Sólo nuestros amigos que trabajan en los hoteles y las tiendas de aquí cerca. Y los reporteros de los periódicos de Estados Unidos. Y ésos nunca ordenan más que un sándwich y una cerveza —dice mi madre, frunciendo el ceño—. Si siguen los apagones, vamos a tener que tirar la carne y el pollo del congelador.

—Sí, ya sé —dice papá, con voz de hartazgo.

—Luis, por favor, no me levantes la voz.

Por un segundo, hay silencio. Odio que mis padres peleen. Miro a Felipe, y él mira a otro lado.

—¿Van a tener que cerrar el restaurante? —pregunto.

Felipe me contesta fuerte:

—El restaurante se acabó.

Me pregunto si Consuelo está bien. Me preocupan las langostas. Todas se morirían si una bala entra y le da al tanque.

—Sí, sí. Perdóname, Fortuna. Tenemos que hacer algo —dice papá. Abraza a mi mamá. Ella le acaricia el cabello, y mi padre deja ver una pequeña sonrisa torcida.

Eso me hace sentir feliz.

Siento que todo va a estar bien.

Nota del autor

En 1954, el año antes de que nuestra familia se exiliara, los Estados Unidos le pagaron a un pequeño grupo de soldados para invadir Guatemala. Por medio de volantes de propaganda que tiraron desde aviones, y sembrando el pánico con transmisiones de radio, los americanos forzaron a nuestro presidente a dejar el cargo. Ése fue el inicio de una guerra civil que duró cuarenta años, en la que murieron doscientas mil personas y medio millón de guatemaltecos tuvieron que emigrar.

Los guatemaltecos siguen dejando su hogar, tratando de encontrar países donde puedan vivir en paz.

Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida.

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