Buenos Aires, Argentina, 1957. Su libro más reciente es Sonnet en yx. Mallarmé. Traducción y ensayo (El Tucán de Virginia, 2019).
I
No es Numancia, el pueblo celtíbero amurallado en la cima de un cerro,
que prefirió morir de propia mano, la inmensa hoguera o el cuchillo agudo
en las entrañas con tal de no rendirse al general Escipión.
Su memoria yace invicta bajo el caudal absoluto del Duero.
Tal vez sea el Mediterráneo y su promesa azul de libertad
lo que empuja a los habitantes de la antigua Gazzat, ciudad doliente
a aferrarse a la vida como a un mástil,
los olivares altivos de troncos grises, retorcidos,
sus anchas copas expuestas al sol abrasador de la siesta,
la sonrisa nostálgica del abuelo mirando pastar ovejas
—quién sabe qué recuerdos—,
callejuelas polvosas donde los adolescentes practicaban parkour,
el arte de sortear obstáculos, antes de que el cielo estallara en nueve círculos.
Diminuta parcela unida a un destino de lágrimas,
bordadas en los tapices del mercado.
Del río Jordán al mar de las batallas llegaba este terruño como asta bandera,
para unos Canaán, Judea, para otros Palestina, pena eterna
pero no quejumbrosa. Lo sabe Jess, que ha guardado en el bolsillo
durante más de un año la llave de su casa, aferrado a la esperanza
de volver y encontrarla en pie. Ahogado en llanto,
sostiene entre sus brazos a un gatito negro
que rescató de los escombros después de un bombardeo.
Siento el corazón repleto de emociones, dice el niño de ocho años
y confía en darle a Simba un nuevo hogar,
una mesa. O sólo un plato.
II
Tierra Santa maldita, la he recorrido en su breve largura
con el corazón a cuestas,
la mayor densidad de fe y de odio por kilómetro cuadrado.
Y me duelen por igual las víctimas de Octubre, pan ácimo la aflicción.
Por mis venas corre sangre semita, sobreviviente del Diluvio.
Mi padre repetía a sus tres hijas que éramos princesas,
el rey David una figura legendaria y Buenos Aires, nuestro Edén.
Esto es como una tragedia griega, cada parte tiene su razón,
me dijo en un café frente a la Basílica del Santo Sepulcro,
en la Ciudad Vieja de Jerusalén,
un pesaroso y taciturno Carlos Monsiváis,
compañero acucioso de viaje, conmovido como yo
al escuchar los alegatos irrefutables del rencor.
Temprano, en la mañana, los judíos:
El padre de ese hombre que usted ve allá mató a mi abuelo,
por eso los colonos hicimos justicia.
Y al anochecer, el nieto:
Mi abuelo mató al suyo porque él ocupó su tierra…
Una historia de éxodos, de duelos y revanchas,
no obstante en tiempos primigenios, en el sur del Levante,
la piel aceitunada y el cabello oscuro eran uno y lo mismo,
como mis células que descienden del Dniéper y del Rin
y desembocaron en un riachuelo ancho como el Aqueronte,
con música de tango y olor a tempestad.
III
También Amos Oz tuvo un riachuelo donde distraer las horas,
una vertiente sin alardes que bordea de norte a sur los viñedos.
Se asomaba a la orilla los domingos ese hombre que tocaba el viento,
esperando que regresara la persiana azul
arrastrada de golpe por la corriente, mas nunca el mismo río.
Judíos y palestinos somos dos familias desgraciadas y mal avenidas.
¡Dividamos la casa y así quizás aprendamos!,
repetía mientras cortaba aceitunas junto a mujeres con kefias
a cuadros blancos y negros cubriendo sus cabezas, él la kipá.
Falleció en viernes como suelen morir los justos,
fiel a su mandamiento de levantarse a las cuatro de la mañana
y reparar la realidad con azadas, libros y palas
y no causar dolor, o al menos empezar a causar menos dolor:
tomar un lapicero y delinear la esperanza con el poder de las palabras.
Palabras son lo que intento volcar en líneas sin alas.
Los pájaros volverán a cantar, clamaba la poeta Fadwa con apellido de ave.
¿Y si no vuelven? ¿Si son los suyos alaridos en la oscuridad?
Y es que no vencen en las guerras la verdad ni la razón,
sino el pulgar que talló diestramente la primera punta de flecha
y ahora dispara un misil contra la puerta de la casa de Jess, inútil llave.
Una luna de sangre envuelve los edificios derruidos, esqueletos,
aferrados los palestinos a la terca decisión de nunca irse.
Tampoco las ruinas: permanecen ahí como la densa raíz de los naranjos,
las dunas ondulantes de la costa elevan rezos.