Es viernes. Un viernes como cualquier otro en Madrid. Los últimos azules de la tarde, mortecinos, se cuelan entre los neones. Abajo, en la Gran Vía, una marea de vehículos y transeúntes circula frenética al compás de los semáforos.
En la ventana de un piso noveno, una mujer se pinta las uñas. La brisa hace bailar las cortinas.
Cuando el reloj del salón marca las doce, se gira. «Otra vez», piensa. Y por un instante desea acabar el juego. Preparar la cena, esperarlo en pijama viendo la televisión. Una vida sin más. Pero no hay tiempo, alcanza el teléfono y pide un taxi. Ya no piensa. Se recoge el pelo en un moño alto, se retoca los labios y comprueba que ya están secas sus uñas rojo sangre. Están secas, pero vuelve a soplar y a sacudir los dedos como si le hubiera dado un calambre. Trepa a unos zapatos de tacón y vuela una estela roja hasta la acera de Plaza España. Entonces, enciende un cigarrillo. En dos caladas un taxi frena y ella, dominando su falda estrecha, sube.
—A la carretera de Andalucía, kilómetro 16.
Giran por la cuesta de San Vicente y toman la m-30, dirección Córdoba.
—Ya sé… —irrumpe una risita estúpida que la mira desde el retrovisor—. Ya sé de qué me suena esa dirección… «La gata». ¿No se llama así?
Ella permanece en silencio. Fuera, las luces de la ciudad se alejan. A su derecha aparece un poblado. Mira las hogueras, a los gitanos deambular sin prisa. Le dan miedo sus perros, sus voces, ese aire de no importarles nada. Un coche les adelanta y el retrovisor, iluminado, le devuelve otra vez esa mirada acechante.
—¿Cuánto cobran ahí?
Ella no responde. Baja la cabeza. Busca algo en el bolso. Ahora cogen la Nacional iv.
—¿No me vas a contestar?
La mujer coge el monedero y saca un billete, lo manosea dentro del bolso.
—¡Ya…! No quieres hablar, ¿no? ¡Bueno, mujer! No hables.
Toman la salida dieciséis, un polígono industrial. Por fin, el luminoso del club.
El coche se detiene.
—Es aquí, ¿verdad?
Ella le da el dinero con un pie en la grava. No espera el cambio. Sale dando un portazo y mira por primera vez al hombre y le ve alejarse tras de una nube de polvo. La noche se expande y ocupa su lugar, la envuelve. A lo lejos, el murmullo del tráfico deja paso al canto de un grillo que se intensifica. «Ya mismo es verano», piensa. Sacude los dedos, sopla, y se decide a subir las escaleras.
—¿Está aquí? —pregunta a un hombre grande que le abre la puerta.
—¿Dónde si no? Anda, pasa.
Se detiene en el umbral, bajo el luminoso que parpadea con el nombre del club y una gata de neón con los labios rojos, se arregla la falda, respira de nuevo y entra en la oscuridad. El humo le hace sitio. Su figura se multiplica en los espejos.Entonces lo ve al fondo, en la barra. Lleva el traje gris que ella ha planchado esa mañana. Está con una chica rubia, con ese aire de campesina de todas las del Este. No la conoce. Debe de ser nueva. Tiene el nudo de la corbata deshecho. Diez años dan para conocer a alguien por el nudo de la corbata. Vuelve a tomar aire y saluda con una sonrisa profesional.
—Cariño —dice, y besa en los labios al hombre. Luego mira a la chica que parece desorientada.
Él se levanta del taburete, taciturno, le hace una reverencia y después, se vuelve hacia la muchacha, que parece de mal humor, la toma por la barbilla y le dice:
—Preciosa, no sufras. Pero tengo que hablar con esta señorita.
Alguien desde la barra le hace una señal a la chica. Ella se aleja a grandes zancadas.
Se endereza, mira a la mujer como si no la hubiera visto nunca. Se anuda la corbata y le pregunta:
—¿Señorita, se quiere casar conmigo?
Ella sonríe y contesta otra vez que sí.
Entonces, la toma del brazo y, juntos, atraviesan la sala. Cuando salen del local, acaricia su mano pequeña, le entrega las llaves del coche y se marchan a casa perdiéndose en la oscuridad. El luminoso se aleja tras sus cabezas hasta hacerse un punto minúsculo, una luciérnaga, donde un grillo, inclemente, anuncia el verano.