Orozco o el legado de Prometeo / Ernesto Lumbreras

Varios estudiosos de José Clemente Orozco (1883-1949) se han detenido a comentar la figura del héroe como uno de los ejes esenciales de su monumental obra. Desde figuras míticas, Prometeo o Quetzalcóatl por ejemplo, pasando por personajes de la historia nacional como Hernán Cortés o Miguel Hidalgo, el muralista relacionó el mundo y la simbología del héroe con las pruebas, las empresas y la misión del propio artista. En ambos universos, en el del héroe y en el del artista, se dan cita la rebelión, el sacrificio, la curiosidad extrema, la revelación, la generosidad… Este tema lo ha comentado con osadía y deleitación Thomas Carlyle en su famoso tratado De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia; en su tercera conferencia, el ensayista inglés desarrolla el tema «El héroe como poeta. Dante; Shakespeare» que se aplica a las referidas correspondencias. Justamente a partir de este apartado asocio la biografía trágica del poeta florentino con la no menos trágica del pintor jalisciense. En cada uno de los dos artistas, el proceso del héroe —el llamado, la renuncia, el umbral, la partida, el regreso— se verifica de múltiples formas en su trayectoria de vida, cada una señal inequívoca de una vocación artística irrenunciable a través de la cual se cumplirá el dictum del llamado.
     ¿Fue Orozco un rebelde o un revolucionario o un innovador del arte del siglo xx? En las coordenadas de su momento histórico, pienso que sí lo fue. Como es sabido, el muralismo mexicano tomó una posición contraria a los principios esenciales de los movimientos de vanguardia encarnados, principalmente, por la llamada Escuela de París; es decir, lejos de renunciar al pasado, los muralistas buscaron sus fuentes en los frescos del Renacimiento italiano y abjuraron del arte abstracto y de la experimentación, expresiones y prácticas aprobadas por el canondel arte moderno. Conservador, reaccionario, al arte mexicano de la década de los veinte no lo sedujo el deseo de ser moderno, ni auténtico, ni transgresor; ajeno a ese canto de sirenas, emprendió una aventura en sentido inverso: el muralismo fue un viaje hacia adentro, a las distintas y contradictorias capas de nuestra historia y nuestro imaginario. Sobre esas coordenadas, la obra mural y de caballete de Orozco fue, gracias a su poderío e inventiva formal, la que más lejos llegó en su aventura; libérrima y anárquica, su pintura desconfió casi siempre de toda ideología que permeara su universo visual de mensaje alguno, por edificante que fuera, liberándolo de los caprichos y de las circunstancias de la época.
     Aunque de irregular calidad y, con frecuencia, reiterativa en sus planteamientos técnicos y temáticos, la obra de José Clemente Orozco reúne varios momentos estelares: la serie de acuarelas conocida como La casa del llanto, las tintas de México en revolución y las de la serie La verdad, su obra mural en Pomona College, en el Hospicio Cabañas y en el Templo de Jesús el Nazareno, la serie de los Teules o las piroxilinas que pintó en los últimos años, lo colocan como uno de los grandes artistas de su tiempo al lado de Picasso, Matisse, Tamayo o Matta. La oportunidad de corroborar lo dicho o discutirlo está al alcance de nuestros ojos: basta haber visto (o disponerse a verla) la exposición retrospectiva Pintura y Verdad. José Clemente Orozco, que se presentó en el Hospicio Cabañas y que se trasladará a la Ciudad de México (en el Antiguo Colegio de San Ildefonso) a partir del mes de octubre. Algo queda y pasa en nosotros después de haber presenciado (conversado, discutido, tal vez) con un cuadro de Orozco; sí, algo que estas líneas de Álvaro de Campos, al menos en mi caso, me confirman con precisión y plenitud el efecto de comulgar con la belleza violenta y atroz del jalisciense:
«…la dolorosa dulzura que sube por mí como una náusea / como un comienzo de mareo, pero en el espíritu».

 

Comparte este texto: