Ora pro eo

Ana Fuente

Ciudad de México, 1984. Su libro más reciente es La Ley Campoamor (Nitro Press, 2023) que obtuvo el Premio Nacional Dolores Castro de Narrativa 2019. 

—¿Podrías apagar tu música?

—¿Qué?

—Que si podrías apagar tu música, por favor.

—¿Por qué?

—Porque ya te dijeron que lo apagues durante el despegue.

—¿Y tú qué? ¿Eres azafata y viajas de incógnito?

—No, pero si se cae el avión no quiero irme de este mundo oyendo esa mierda.

—No es ninguna mierda, es…

—Me vale madres. Apaga tu puta música, mamón.

Agitada, Eloísa se acomoda en el asiento y respira profundo. Cuando trata de encontrar la verdadera razón de su mal humor, descubre que no son los pasajeros que gritan more tequila desde la fila 32, tampoco son las patadas de la señora del asiento de atrás, ni los codazos del vecino junto a ella; no es el hedor que se forma a partir del barniz de uñas, las papitas sabor a queso y los pies sin zapatos que la circundan. Es todo lo demás: la llamada, su marido, el viaje, su padre, su hermano. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo encontrar el origen de un estambre tan enredado que preferiría cortar a trozos? El origen es anterior, sin duda, al momento en que recibió la llamada.

—¿Señora Eloísa Fernández?

—Sí. ¿Quién habla?

—Su servidor y amigo, el comandante Z32 de la región noroeste —musitó una voz ronca.

—Si me va a decir que tiene a mi hijo secuestrado, ahórreme la llamada. Soy más estéril que una mula. Si es para avisarme que tiene a mi marido, lo felicito por haber logrado sacarlo del putero. Quédeselo. 

—No, señora Eloísa, le hablo por su padre.

—¿Quién? De ese señor no sé nada, así que si el secuestrado es él, ni se le ocurra pedirme un quinto.

La voz al otro lado de la línea guardó un breve silencio.

—Su padre ha muerto, señora.

Un extraño escalofrío le recorrió el cuerpo. No supo si se trataba de dolor, de alegría o del choque de ambos. Calló un momento al concentrarse en una infinidad de recuerdos cuyo almacenaje ignoraba por completo.

—¿Quién habla?

—El comandante Z32 de la región noroeste, su…

Eloísa lo interrumpió.

—Quiero un nombre. 

—Ese es, señora.

—Pues no quiero hablar con un pinche número. Pásame a alguien que sí sea alguien.

La larga pausa terminó cuando el conjunto de voces de hombre que se escuchaban en el fondo se transformó en una sola que ella reconoció al instante.

—¿Elo?

Por su mejilla rodó una lágrima solitaria aun cuando seguía frunciendo el ceño.

—¿Qué pasó, Teo? ¿O tú también tienes un número especial?

El hombre al otro lado de la línea no se preocupó por contener la risa.

—No, no importa. Estas conversaciones no las oye nadie, no creo que estén metidos en tu teléfono. Ni a quién le interese oír cómo te puteas al Jairo, y mi apá nunca habló a tu casa.

Ambos estallaron en risas. Las voces de su infancia volvían a los oídos de Eloísa subidas en columpios que eran empujados hasta que lloraba de terror, en subibajas que la dejaban caer, en pasamanos aceitados y en carcajadas chiquitas. 

—Cómo serás cabrón. Hay cosas que no cambian. Entonces, ¿se murió?

Teo suspiró para controlar la agitación de la risa y regresó a su tono solemne.

—No, lo mataron. Lo emboscaron. Pinches jotos, lo mataron como perro.

—Él, tan angelito.

—Ya, Elo. Ya perdónalo. Aunque sea porque está muerto.

Eloísa no quiso dar pie a esa conversación. El perdón a su padre, el perdón a todos; aquello que siempre entendió como su propia inmolación, su cooperación obligada.

—¿Por qué mandas al chofer a que me hable? Habla peor que policía de tránsito.

—Pensé que seguías enojada.

En una mentira más obvia que piadosa, dijo lacónica:

—Mi enojo se acaba de morir. Que lo mataron como perro, dicen.

—Ay, carnalita. Sí es cierto que hay cosas que no cambian. Te hablo porque necesito pedirte un favor. 

—A poco.

—El cadáver de mi apá está en el Semefo, pero no sabemos dónde. Hay uno en Los Mochis y uno en Culiacán, necesito que vayas a reconocerlo y a reclamarlo. Con eso de que nunca le entraste a esto, tú ni has de tener expediente.

—¿Y si me quieren usar de chivo?

—No les conviene. No quieren mezclar temas, y tú como maestra sindicalizada perteneces a otros enjuagues. Además eres poblana. Ni al caso. El pedo no es contigo, era con mi apá y cuando mucho, conmigo.

—¿Qué hacía tu apá en Sinaloa?

—Nuestro. Quería la plaza, el muy cabrón. Se le hizo fácil y se lanzó a ver si sacaba algo. Tienes que ir ya. Si lo sacan de ahí ya nos chingamos, porque entonces lo habrán reconocido. Yo ya estoy acá en Guasave, en cuanto me digas dónde está, unos compas y yo nos lanzamos por el cuerpo y le damos sepultura. Ya hasta tiene su capillita preparada en el rancho.

Al término de la llamada, Eloísa se sentó el piso inhalando y exhalando con lentitud. Un nudo le obstruía la garganta al pensar en su padre, en la posibilidad de que tuviera, como cualquier otro, un descanso eterno. Sacó del escote de su blusa el crucifijo que le colgaba del cuello y lo sostuvo en su puño derecho. 

—Que se vaya al carajo —murmuró entre dientes mientras se gestaba en ella una profunda náusea.

De la despensa de la cocina tomó una botella de tequila y le dio un trago que se convirtió en arcada. El recuerdo de su boda regresó tan vívido que volvió, como aquel día, a encerrarse en el baño. Su padre tocaba la puerta y le decía bajito que no se enojara, que Jairo era un buen muchacho y que la trataría como reina, que pedirla a cambio de la plaza de Reynosa y una feria para mantenerla era un acto de amor, como de príncipe de película. Él, según decía, le enviaría dinero hasta que se establecieran, Jairo ya no quería estar en el negocio porque sería un hombre de bien y trabajaría duro para formar una familia junto a su esposa, su Eloísa.

Las aspiraciones de su marido le parecieron un chiste de mal gusto, incluso en el recuerdo. El llanto se hizo cada vez más cercano al evocar el consejo de su padre la primera vez que ella fue a dar al hospital. No te pongas brava cuando se le pasan las copitas, mija. Es buen muchacho, pero a veces se impacienta. Tú también tienes tu carácter difícil, pero eres más lista. No caigas en el juego de andarte enojando por otras muchachas. Si él está contigo es porque te quiere a ti. Tú eres la mera mera.

El primer connato de gemido se vio interrumpido por el sonar del teléfono.

—¿Elo?

—Si no voy a reconocerlo, ¿quién iría?

—Pus yo.

La decisión que hasta hacía un instante era evidente dejó de serlo.

—Si me agarran —prosiguió Teo— habrá sido en nombre de mi apá.

Eloísa suspiró y dejó que su cabeza cayera rendida sobre el muro detrás de ella.

—Mándame el boleto, pues. ¿Nada más hay que ir a reconocerlo y avisarte?

—Sí. Tú no digas nada. Todavía no se han dado cuenta de quién es el muertito porque está todo desfigurado. Se lo cargaron en Guamúchil, pero no sé a dónde fue a dar. Saliendo del Semefo de Culiacán me avisas. Si no está, voy yo a sacarlo de Los Mochis. Está en uno de los dos. 

—Y si está tan desfigurado, ¿cómo lo voy a reconocer?  

—Ay, Elo. No te hagas pendeja. Es tu papá. Mañana mando a alguien a que te deje una feria. Que ni la vea el Jairo, porque se la apaña. Te compras un boleto de avión a Culiacán y vas al Oxxo por un celular baratito y una recarga de docientos pesos. No le des a nadie el número. Yo te busco y me lo das a mí. 

—Que conste que es por ti —dijo resignada.

—Gracias, carnalita, pero también era tu papá.

Aunque tiene los ojos abiertos, es una palmada en el hombro lo que la despierta del trance mientras una voz de mujer le pide enderezar su respaldo. El aterrizaje es más turbulento para ella que para el resto de los pasajeros, no sólo porque vuelve a tocar tierra, sino porque advierte que debe entrar a ese sórdido mundo del que no ha sabido nada durante años. Ahora, por si fuera poco, tiene que ir a la Procuraduría a comprobar a qué huelen los oficialmente muertos. Con una pequeña valija en la mano izquierda y su bolso bien sostenido en la derecha, observa desde el taxi el verdor a las orillas de la carretera que conduce a Culiacán, ansiosa por saber si es él, por comprobar que efectivamente esté desfigurado.

Al llegar a la Procuraduría y preguntar dónde puede buscar a un familiar fallecido, un grupo de elementos de la Guardia Nacional se acerca a ella para hostigarla con preguntas obvias.

—No sé si es o no mi papá. A eso viene uno aquí, ¿no? ¿Por qué creo que es él? Porque me dijeron que había habido un enfrentamiento en Guamúchil y mi papá andaba por acá. Había venido a ver a unas personas y debía regresar hace unos días, pero no llegó. Mi mamá está preocupada.

—¿A qué se dedica su papá? —cuestiona un hombre corpulento mientras se acerca cada vez más a ella.

—Es agricultor. Y no es por nada, oficial, pero es mi derecho buscar a mis muertos.

—Uy. Ora hasta abogada salió la señora. Pues pásele nomás. ¿Quiere ver muertos? Allá usted. Yo nada más le digo dos cosas: no se vale quejarse de que no le avisé que va a ver cosas horribles y no se lo puede llevar.

—No me quiero llevar a nadie. Nada más quiero llevarle noticias a mi mamá.

Al caminar por un largo pasillo que parece congelarse a cada paso, recuerda a su madre. Siempre ha estado convencida de que el cáncer fue él, que el tumor enquistado en su cabeza no era otro que su marido. De tristeza, de frustración y de hartazgo, suele afirmar cuando le preguntan de qué murió. Aunque no la asesinó, piensa mientras el oficial abre la puerta, la dejó morir así, como si nada, y pudrirse en vida hasta que la enfermedad hizo que cupiera en un féretro del tamaño de un niño. 

De pie frente a la sábana que cubre al cuerpo que yace de cara a ella, un mareo le invade el cuerpo. La habitación parece girar a su alrededor, el olor a formol que fracasa en ocultar la peste de la sangre seca la transporta a una pollería con el piso clorado. El guardia se sonríe sin pretender la menor discreción al tiempo que el forense sostiene los hombros de la pálida mujer.

La mirada de Eloísa recorre el cuerpo desde los pies. A pesar del rigor mortis, el cadáver completamente desnudo se desparrama hasta cubrir la plancha de acero casi en su totalidad. La mano que cuelga del filo la hace recordar su boda, el instante en que su padre la entregó. Aquel día le secó las lágrimas antes de entrar a la iglesia y no logró más que dejar impregnado el olor a tabaco en su mejilla. Su padre, el de las manos gruesas y ríspidas, el que la condujo casi a la fuerza hasta el altar repitiéndole al oído el sonsonete de su agradecimiento porque «ella sí entendía lo que era la familia». Su mano, sus manos. Esas manos que utilizó para darle palmaditas en la espalda cada vez que Jairo la mandó al hospital, pero nunca para mandarlo a él. Eloísa se hace las mismas preguntas de siempre: ¿por qué jamás le levantó una mano a él? La plaza ya era suya, ¿por qué debía aguantar ella para que él no faltara a su palabra de honor? ¿Y Teo? ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿Por qué habían podido hacerle ver su suerte a tantos pero nunca a Jairo?

Cuando el forense comienza a retirar la sábana, Eloísa cierra los ojos. Toma aire y aprieta los dientes con extraordinaria fuerza, como cuando se encerraba en el baño para sumergir la cabeza en una cubeta de agua helada hasta que dejaba de sentir la cara. Al abrirlos, contempla el cuerpo casi amorfo que hacía unos minutos se escondía bajo metros de tela blanca.

La voz del forense le ayuda a quitar los ojos del cadáver.

—Fue una balacera muy violenta. Hubo muchos muertos, pero según la edad que dice, este podría ser su padre.

—Ah, pues con este tengo. No me los vaya a enseñar todos.

Su mirada vuelve al muerto para descubrir que tiene las piernas evidentemente rotas, probablemente lo acribillaron en el piso. A partir de los muslos, es una verdadera carnicería: los incontables hoyos de las balas parecen pequeños lunares, huecos de oscuridad por donde le extrajeron la vida, piensa. Moretones y derrames llenan de color el torso. No logra callar la idea de una acuarela mal pintada, como cuando los niños ponen demasiada agua y se mezclan los tonos hasta rebasar las líneas, le dice al forense. Teo tenía razón, su rostro está completamente desfigurado. Una de sus mejillas ha desaparecido hasta dejar al descubierto un horrendo maxilar sin dientes, los ojos cerrados e hinchados lo hacen parecer un animal ahogado y el resto de la cara simplemente ha desaparecido para dejar al descubierto pedacitos de hueso.

Al terminar su minucioso análisis de la deformidad, toma la mano del muerto. 

—¿Puedo?

—Si quiere. 

La mano helada le hace pensar que está tocando metal. Rígido, como el de la sartén con el que Jairo la golpeó hasta cansarse porque ella pidió ollas nuevas; gélido y duro, como la mano que pasó su padre por su frente cuando ella apenas recuperaba la conciencia. Mijita, no puedes ser tan ambiciosa. Lo que tiene Jairo es lo que puede dar. No te le pongas tan exigente.

Ya afuera, espera la llamada de Teófilo sentada en una jardinera frente a la Procuraduría mientras un sinfín de ideas e imágenes le revolotean con violencia: su padre cubierto de flores, su padre en el cielo acompañando a su madre y enterrado junto a ella. Su padre, el que regaló a su hija, el que la vendió a cambio de una plaza, el que la jodió de por vida. La complicidad de todos, el silencio de una familia que le puso precio. Su padre y su hermano, que siendo tan hombres no la defendieron nunca, que no sólo la vieron tirar su vida al caño, sino que se lo pidieron; ellos, que vivieron todas las comodidades del sacrificio de la Elo; ellos, que le mandaban flores al hospital pero nunca un peso para mantenerse, ni para mantener al haragán de su marido.

El celular interrumpe las vehementes alas de la memoria. Es la llamada, la inminente transformación de la víctima en verdugo.

—¿Fuiste?

—Sí. No es. Seguro está en Los Mochis. Lánzate para allá. Me dijeron que se habían llevado la mayoría de los cuerpos a la procu de allá. 

—Ya. Gracias, carnalita. Hoy en la noche me lanzo por él. Ahora sí lo vamos a enterrar como se merece.

Eloísa besa el crucifijo que le cuelga del cuello.

—Sí, que lo entierren como se merece. Reza por él, carnalito, que yo rezaré por ti.

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