En esa latitud donde la luna reverbera e irrumpe en el sueño de los peces,
el vaivén del barco al que adiós digo es el ala de un sombrero
y la luz concomitante del nómada que inquiere en Mitla por su ser extremo:
«Dime, piedra, el canto que fue en la boca de los constructores
y la parentela que mantuvo su dominio al invocar el fuego de los jeroglíficos.
Dime qué orden cifraba el número de cadáveres vistos en la infancia
y cuál, de sobremesa, el signo de los arquitectos que causa aún perplejidad…»
El pergamino del eremita que se solaza con la lluvia,
la fervorosa soledad de la psicótica en el anochecer de Buenos Aires
o el duelo apacentado tres lustros por quien se acompaña del laúd
¿dicen cómo, en el azogue o en la marea, las dudas de nuevo peregrinan?
—El asno transporta agua desde las inmediaciones
y lo arrea la prole que nunca ha visto Buenos Aires
ni el laúd. Uno y la otra carecen de dios;
son luminarias visibles por su sombra.
Esplenden las aguas discursivas en un acto de prestidigitación, sea el ángelus o los
[maitines,
provengan del Eclesiastés o del dictum estenográfico los ademanes del augur,
en las proximidades revolotee un cuervo o la preñada avive en un crucero los tizones,
surjan de día los homicidas y a medianoche aleves hetairas en el Sixty Nine:
señorea la música sobre la fuente primera del decir,
aunque no diga onza, lebrel, madre, ortónimo al lado de cuchillo,
usura, estafa, ni los ensalmos entone alrededor del humo:
en los crispados momentos de la niebla la luz se invoca con igual algarabía,
el pensil de Jouve contiguo a Sogno, la miel purificada en el sexo de Voluta.
(Voluta era el cauto relámpago del agua
en las proximidades de un estero: caída del cielo
—mordiscos intermitentes en sus labios para saberse «dueña de sí misma»—,
estaba pronta a engrandecer su estrella de amazona en un desplante,
cubierta por flores de anturio su desnudez de clima tropical.)
Herencia de los siglos, columbramos la isla del tesoro que perdura de la infancia.
La ves tú en el paralelo 19. La mantienes reverberante en la canícula.
La veo en la misiva que te refiere sin atuendos en la siesta.
La veo en la desembocadura del Tajo y en la inmediaciones de San Giusto,
preciso Trieste en el momento que la niebla descubre la bahía.
La veo en el sur de los patagones y tras la carne humeante de cordero
que por enésima vez debió comer Bruce Chatwin mientras se desleía su brontosuario.
La veo en el corpachón que, de bruces, balbucea Rosebud en la nieve todavía.
—Compadre Pata de Palo, compláceme con el falsete de esta copla.
Compláceme, compadre, cuando arrojes a la marisma la llave del baúl.
«Barco», pronuncio y reaparece el bajel a la sombra del albatros;
da tumbos en el pecho porque, al soñar, sucede a unas imágenes
el curso simultáneo de lo habido en los mares y en la vena cava:
la lumbre demencial de Fitzcarraldo, el ingreso a las Termópilas,
la Sección Amarilla, los santuarios sin dios a la una de la tarde…
Avanza y retrocede la nave sobre las dunas de Zabriskie Point,
el velamen inclina hacia el color de la vesícula y ulula tres veces antes del atraco.
Se fragmenta en el aire la esfera de las conjunciones,
yacen distantes las manos del temblor que glorifica el relámpago
e inútiles vuelven para asir las miasmas del sentido.
«Barco», pronuncio para alejar de mí la impronta del objeto
y aprehender en mí, suplir en mí, el territorio de lo dicho.
—Eh, tú, señala en las aguas las venturosas islas del fornicio,
el pedregal donde los sarmientos se ocultan bien del viento austral
y las inscripciones —ebrios oráculos de espuma— resisten en la arena
el rumor y la cagarruta frugívora de los murciélagos.
Nacen allí las canciones de los marineros
y allí se anuncia la ceniza antes de encender la hoguera.
Trilobites embozan allí la hondura de su seso.
Cadáveres aguardan hasta que José Carlos Becerra les arroje ganchos invisibles
en «acciones del alma» más propias de la higiene que de la caridad:
moran allí para deleite del estibador que los sabe cartílagos y tegumentos de redada.
Jonás mismo tuvo allí un vientre menos mentecato y menos monstruoso que su aldea.
En esas lindes auguro tempestades en las hojas de almendro que alrededor estaban de la nave
y en aquellas que se acumulan indecisas a mis pies.
Auguro centenas de parias y dolientes que abominan el camino del regreso.
Auguro la preponderancia del cáliz y la celebración de la ceguera,
la resolana imperturbable en los vocablos que permanecen sin atar.