1. El síndrome ml
Un joven escritor publica su primera novela en una pequeña editorial de un pequeño país del centro de Europa. Después de varios meses, la revista literaria más importante del pequeño país publica una reseña. El texto está firmado por un tal RL y es implacable: la novela está llena de estereotipos, los personajes no respiran, el uso del lenguaje es pobre, la novela es, en resumen, malísima. El joven escritor, que trabaja en una empresa de fumigación de bichos literarios, con especialidad en impostores de Gregor Samsa, comienza a beber. Semanas después lo corren del trabajo y del equipo de futbol de los sábados, su novia lo abandona, el dueño de la pensión donde vivía lo expulsa y pasa los días vagabundeando en las calles. Una noche despierta sin saber qué día es ni dónde está y resulta que está frente al Teatro Nacional. Hay un montón de gente elegante entrando, es la fiesta de entrega del premio literario más importante del país. ¡Y hay vino y canapés de gorra! El joven escritor se baña en la fuente de un parque (es verano) y entra en el teatro usando la credencial de la Asociación Nacional de Escritores, que guardaba todavía en el bolsillo (era un país exsocialista). Se queda en un rincón al lado de la salida de los meseros de la cocina para agarrar los canepés calientitos. Cerca de la media noche, una chava guapísima se acerca y le pregunta si por casualidad él es el autor de… (y dice el nombre de la novela publicada por el joven escritor). La chica se llama Rita Lindt. Ah, igual que los chocolates, dice el joven escritor. No, contesta la chica, ¡igual que RL! Aquí empezaría una discusión súper tensa en la cual el lector conocería la historia de la literatura del pequeño país desde el siglo xvii hasta la actualidad. Diálogos de este tipo: —El criterio de la escuela suprarrealista siempre fue castrar las nuevas expresiones. —¿Y Miroslav Brzsnka? —¡No mames! ¿Brzsnka? ¿Es una broma? ¡Es la restitución del amaneramiento prerrafaelita! Al finalizar la noche, la crítica y el escritor cogen salvajemente en el baño del teatro. RL rescata al joven escritor de la calle, se van a vivir juntos, él vuelve a escribir, recupera su trabajo como fumigador (hay mucho trabajo, hay muchos simbolistas sueltos). Meses después, el joven escritor termina de escribir una nueva novela y, antes de enviarla a las editoriales, le pide su opinión a RL. La novela es pésima. Ahora el problema no son los personajes, ni el lenguaje, ¡el problema es la trama! Es una trama sin chiste, aburrida y, lo peor, con graves problemas de consistencia. Se pelean salvajemente. El joven escritor amenaza con salir a comprar una botella de un licor de ciruela de mil grados, RL grita: Mi amor, no seas pendejo, ¡a mí me gustan los escritores malos! RL confiesa, padece una rara patología llamada el síndrome ml (Mala Literatura), caracterizado por la excitación sexual al entrar en contacto con textos literarios de baja calidad. El joven escritor exige conocer la lista de novios y amantes que tuvo, y se siente muy ofendido por las ausencias: los escritores que no aparecen en la lista porque ella los considera buenos. ¡A mí me gustas así, chafa!, llora RL de rodillas, suplicando perdón. ¡Pero yo quiero ser un buen escritor!, dice él. Ella deja de llorar, indignada: ¿¡Me estás diciendo que prefieres ser un buen escritor a que yo te quiera!? Es el clímax de la novela: amor o literatura. El joven escritor pide un tiempo para pensar. Sale de casa y se va a pasear por las márgenes del río (¿ya dije que había un río en la ciudad?, siempre hay ríos en las ciudades del centro de Europa). Es una tarde bellísima, las nubes cubren el cielo y dejan pasar franjas de esa luz apagada típicamente centroeuropea. Se sienta en el banco de un parque infantil, mira a los niños que juegan en los columpios, en las resbaladillas, en la arena. El joven escritor llega a la conclusión de que lo mejor sería tener un hijo.
2. La república de los robots moralistas
En México, un grupo de robots domésticos, diseñados para lavar, planchar y barrer la casa, desarrollaba sentimiento de culpa. Esto revolucionaba el mundo de la robótica, porque hasta ese momento el estado de la cuestión era que los robots podían sentir satisfacción y euforia, sólo eso. Un empresario brillante inscribía la patente pero luego resultaba que era un pésimo negocio, porque los robots se habían vuelto moralistas. Dudaban muchísimo ante cualquier decisión, se les había desarrollado un chip que en lugar de ser binario era milenario. Las amas de casa les programaban órdenes y los robots respondían con un discurso sobre la explotación mediante el trabajo desde la revolución industrial hasta nuestros días. Lo curioso era que de pronto los robots comenzaban a pecar y a ir a misa. Unos se escapaban de las grandes ciudades y se iban a vivir a Los Altos de Jalisco, donde les habían dicho que todavía había valores. Resultaba que tampoco en Los Altos había valores: la gente se había vuelto bien pelada. Borrachos. Adúlteros. Hipócritas. Mentirosos. Entonces fundaban una secta aliados con los sinarquistas y daban un golpe de Estado en el ayuntamiento. Linchaban a un montón de gente, les cortaban las cabezas, los partían a la mitad, todo en nombre de las buenas costumbres. La idea era que poco a poco el movimiento fuera creciendo hasta que los robots instauraran una República Sinarquista. Todo con mucha sangre, como en una película gore, pero toda esa violencia estaba justificada: era para convencer a la gente de ser buena. Pero la gente no quería ser buena. (Posibilidad de escribir una saga de varios volúmenes). (Sin vampiros).
3. Cejas disidentes
Una novela protagonizada por un personaje que tenía cejas muy bonitas, tan bonitas que era rico, amado y exitoso gracias a ellas. Además de ser sedosas y brillantes, eran perfectamente simétricas e idénticas: las dos cejas tenían el mismo número de pelos. Pero un día comenzaban a salirle cejas disidentes. Sí, de pronto le nacían cejas fuera del espacio designado en la especie humana para estos menesteres, es decir, encima de los ojos. Al principio le salían un poco más a la derecha, un poco más a la izquierda, en la frente o en los párpados, pero no una ni dos, sino muchísimas muchísimas cejas. Entonces el protagonista, que era un tipo muy convencional al que no le atraía la licantropía, tenía que ir por primera vez en su vida a una tienda a comprar unas pincitas para extirparse las cejas. Y para comprar las pincitas tenía que ir a la sección de maquillaje y estética de una gran tienda departamental. Total que, frente al mostrador y delante de la dependienta, el protagonista intuía el abismo del ridículo, llegaba y decía: «Quería unas pincitas para las cejas», y la simple mención de esta frase hundía al protagonista en una profunda crisis de identidad, la novela entraba entonces en un replanteamiento de su masculinidad. Sin embargo, lo grave, el verdadero nudo del relato, llegaba cuando comenzaban a surgirle cejas en la barba. Aquí el protagonista directamente se paralizaba ante la disyuntiva, porque no sabía si usar las pincitas o el rastrillo de toda la vida. En la novela no sabíamos muy bien por qué ni cómo, pero de pronto esta duda derivaba en un discurso metafísico en el que se hacían relecturas de la Biblia, la Torá, el Corán y el Popol Vuh. Mil quinientas páginas con cuatro mil notas a pie, tres prólogos y siete epílogos. El final sería abierto, sin un desenlace aparente: «Miró su reflejo en el espejo, mientras sostenía con decisión la navaja en la mano derecha. Observó ese rostro que hace días miraba sin mirar, repleto de marquitas rojas. Se dijo: Soy yo, soy yo. Y entendió, por fin, lo que tenía que hacer». Los lectores podrían interpretar que el protagonista se iba a suicidar, especialmente los fanáticos de la literatura rusa del siglo xix. O que el libro culminaba con una epifanía peluda que el autor, de manera truculenta, no revelaba al lector. (Los siete epílogos, sorprendentemente, hablarían sobre técnicas para evitar la caspa en perros).