Guadalajara, Jalisco, 1965. Es crítico de cine y profesor en el ITESO, colaborador de la revista Magis.
«Llegué al cine» huyendo de la escuela. Y llegué tarde. Los últimos semestres de la carrera universitaria (un error llevado hasta las últimas consecuencias, con graduación y titulación, cómo no: alguien, de cuya autoridad no quiero acordarme, me dijo entonces que «lo que se inicia, se termina»; incluso los errores, lo cual lamento desde entonces) se convirtieron en un absoluto fastidio, al grado de hacer insuficiente el contrapeso vital que me procuraba habitualmente la literatura. Entonces comencé a ir al cine. Solo y varias veces a la semana.
Hasta entonces había visto pocas películas, muy pocas. El descubrimiento del cine comenzó con Luis Buñuel, en la televisión (con comerciales) y por medio de las tres películas que Gustavo Alatriste produjo para el cineasta español (El ángel exterminador, Viridiana y Simón del desierto). Más allá de la curiosidad que me provocaban algunas situaciones en particular que registran esas películas (por ejemplo, ¿por qué los asistentes a una cena no pueden salir de la casa?; ¿por qué Simón da un salto temporal de su torre en el desierto del siglo IV al Nueva York del siglo XX y con el demonio como compañera?) descubrí en el cine, por primera vez, un campo propicio para sentir y pensar.
Más adelante aparece en mi memoria la función «inaugural» en la sala oscura: Nostalgia (Nostalghia, 1983) de Andrei Tarkovski, que vi en una muestra internacional de cine. La experiencia fue fascinante. En la oscuridad descubrí una luz, un puente provechoso para lidiar con mi propia circunstancia. Veía cómo ante el malestar que puede instalarse en el presente se abre la posibilidad de encontrar refugio en lugares que resultaron apacibles en tiempos pretéritos (y no es que ignorara qué es la nostalgia, por supuesto: era la primera vez que la sentía porque la veía y la escuchaba). El protagonista de la película viaja de la Unión Soviética a Italia siguiendo las huellas de un músico del siglo XVIII. A lo largo de la historia somos testigos de su incapacidad para vivir en el presente, para encontrar la paz en el tiempo y el espacio que habita. Se «transporta» entonces, con su perro fiel, a un idílico lugar del pasado, a un paisaje en ruinas y anegado, en el fondo del cual aparece una casa rural, una dacha (escenario que, descubriría después, aparece en otras películas de Tarkovski). Pero había algo más que la historia, algo que contribuye a establecer justamente el ánimo nostálgico, algo que entonces no sabía nombrar pero sí era capaz de percibir: eso que ahora puedo identificar como lo cinematográfico, que se concreta en la técnica y conforma el estilo. Comencé a observar, o acaso sólo intuir, una característica del séptimo arte que luego pude constatar: el cine es el único medio creado por la humanidad que tiene la maravillosa virtud de materializar –de hacer visible y audible, de dar realidad física y temporal– los pasajes imaginados, los paisajes de la memoria. Como los sueños, claro, pero con la singularidad de que se trata de sueños compartidos con otros soñadores (como en Inception de Christopher Nolan), pero en la vigilia.
Acaso por eso siento tanta nostalgia por la primera visión de Nostalgia, por el descubrimiento de Tarkovski, por la variedad de reacciones e impresiones que provocó y dejó, por las revelaciones. Fue una experiencia total: emocional, intelectual, espiritual. Entonces nació mi gusto y aprecio por Tarkovski, el cual he confesado a diestra y siniestra, lo que provocó que fuera etiquetado como «pedante» por un pedante. Pero si acaso hay pedantería de mi parte, es involuntaria (por el otro no hablará el espíritu): cada que vuelvo a ver Nostalgia (o El espejo, El sacrificio, Andrei Rubliov, Solaris o Stalker, mi película «de cabecera») se mueve algo en mi interior. Lo traduzco así: me dan ganas de creer. ¿En qué? En algo. En algo más grande que lo que provee la realidad física. El protagonista de Nostalgia al final emprende un acto aparentemente inútil en su afán de salvar su humanidad, registrado en un planosecuencia prodigioso. Ha descubierto la necesidad de la fe. Algo similar me sucedía cuando escuchaba la novena de Beethoven: me daban ganas de creer en la humanidad. Aún aparece bastante emoción al oír esos coros monumentales del cuarto movimiento («en que los hombres volverán a ser hermanos», ¡ay!), pero pronto las noticias me hacen salir del hechizo para constatar que la humanidad es un proyecto fallido, ¿un desperdicio de esperanza? Con Tarkovski las ganas de creer son más duraderas.
En adelante estos momentos se multiplicaron. Y como todo neófito en la materia, primero me impresionó la película y luego tomé nota de que detrás había un autor: La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) –que también abría un espacio para la curiosidad (a qué hace referencia el título, por ejemplo)– y Stanley Kubrick; El viaje a Citeria (Taxidi sta Kythira, 1984) y Theo Angelopoulos; Rashomon (1950) y Akira Kurosawa; Down by Law (1986) y Jim Jarmusch; Y la nave va (E la nave va, 1983) y Federico Fellini; La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) —que vi muchas, muchas veces— y Francis Ford Coppola; Canoa (1976) y Felipe Cazals; Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) e Ingmar Bergman; París, Texas (Paris, Texas, 1984) y Wim Wenders; Taxi Driver (1976) y Martin Scorsese; La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) y Woody Allen; La gran comilona (La grande bouffe, 1973) y Marco Ferreri.
Extraño asimismo las salas donde vi algunas películas, la mayoría de las cuales han desaparecido del espacio y del tiempo: el cine Diana, en el que vi con mi hermano Nacho (q. e. p. d.: una nostalgia lleva a otra) Napoleón (1927) de Abel Gance; la videosala de avenida Hidalgo, en la que vi por primera vez Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) de Wim Wenders en memorable (por afectiva) compañía; a la lista se suman la sala del Cabañas, el Cinematógrafo, la sala de la biblioteca, la del Estudiante, la del Ex Convento del Carmen, el auditorio Silvano Barba y, por último, el Cine Foro. Extraño además la muestra de cine mexicano, la original (que luego se convirtió en un desabrido festival internacional), que nació con una ambición plausible (ahora lo mueve más bien la pretensión) y por iniciativa de Jaime Humberto Hermosillo: que el público mexicano tuviera acceso al cine mexicano. Yo lo tuve, y en esos años descubrí un cine mexicano que me estimulaba, a autores como los mentados Hermosillo y Cazals, pero también a Jorge Fons, Paul Leduc, Arturo Ripstein. Mención aparte merece Redondo (1986) de Raúl Busteros, una película con un aliento experimental que es muy poco habitual por estas latitudes y que me dejó memorables sensaciones.
Cuando rememoro esos descubrimientos fundamentales tengo presentes las impresiones que experimenté; y constato que, conforme crecía mi cinefilia y alimentaba el culto a algunos de los autores mencionados, la emoción y el sentimiento decrecían o, por lo menos, se matizaban. No he vuelto a experimentar nada similar a lo vivido con aquellos descubrimientos. Añoro la emoción primigenia, acaso tanto como las palpitaciones por el primer amor (perdón por la cursilería). Por supuesto que el cine no ha dejado de provocarme emociones a raudales; algunas películas lo han hecho bastante (recientemente mencionaría Días perfectos de Wim Wenders), pero haciendo una comparación es inevitable reconocer que poseen menor intensidad emocional. Así como ninguna relación afectiva posterior provocó emociones tan intensas como el primer amor (perdón por la reincidencia).
No sé si todo tiempo pasado fue mejor, si padezco el «síndrome de la edad dorada». Lo que sí sé es que he pasado tiempos mejores y que la nostalgia, que es primordialmente memoria afectiva —es pura memoria afectiva—, sigue ahí, recordándomelo: se ha convertido en una sombra pertinaz, en una fiel compañera. La única.