Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es El planeta de los hongos (Anagrama, 2024).
Resulta difícil no buscar refugio en el pasado cuando se vive un tiempo que parece avanzar aceleradamente hacia el cataclismo ecológico, el horror del populismo fascista y la fractura irremediable del orden legal internacional. Cuando el progreso tan sólo ofrece incertidumbre, desconsuelo y angustia, la memoria parece un oasis indispensable. Encontrar santuario en nuestros recuerdos preciados no resolverá los grandes problemas de nuestra era como el calentamiento global, las guerras sin fin, el genocidio del pueblo palestino y tantas otras calamidades que nos afligen en la primera mitad de la tercera década del sigo XXI. Esas memorias representan un espacio mental de consuelo individual, egoísta e incompartible que es el territorio de la nostalgia, un concepto acuñado en Basilea el 22 de junio de 1688 por Johannes Hofer, un joven estudiante de medicina, para referirse a una condición médica que consistía en una tristeza melancólica. El nombre que le dio, nostalgia, provenía de dos raíces griegas: nostos (palabra homérica que significa regreso a casa) y algos (dolor). Hofer identificó ese mal especialmente entre los soldados suizos que peleaban en el extranjero y lo definió como el «estado de dolor moral relacionado con la separación forzada de la familia y el entorno social». Los pacientes se mostraban obsesionados por el regreso a su patria, confundían lo real y lo imaginario, así como el presente y el pasado. Estos síntomas asemejaban a este mal con la hipocondría y la melancolía, sin embargo Hofer lo definió como resultado exclusivo de extrañar la patria.
En el siglo XX el término fue «desmedicalizado» y fue cambiando su uso. A partir de la década de los setenta, el énfasis de la definición dio un cambio semántico radical para alejarse del estrecho contexto de extrañar el hogar lejano y volverse una especie de melancolía sentimental por momentos específicos del pasado. Entonces la palabra comenzó a volverse moneda de cambio en una variedad de disciplinas del conocimiento, así como en el entretenimiento.
La nostalgia sería entonces la tristeza que produce la evocación de recuerdos gratos, a menudo irrepetibles, narrativas protagonizadas por nosotros mismos, escenas significativas y viñetas de experiencias que por un lado producen felicidad y por el otro, un malestar por el «tiempo perdido». Así mismo producen nostalgia ciertos olores, sonidos y estímulos que nos remiten a otros tiempos, porque más que extrañar lugares se añora otro tiempo. La nostalgia es dulce y amarga, contradictoria por naturaleza y tiene más que ver con la curaduría y edición de los recuerdos del pasado que con la fidelidad de la memoria. Es un reordenamiento de los factores, una depuración de situaciones para reconstruir los recuerdos reorganizándolos y convirtiéndolos en algo único. La nostalgia opera al invocar en un mundo estático y predecible, sin sorpresas ni estrépitos inesperados. Al sentirnos despojados del control de las circunstancias, mediatizados, rodeados de problemas, enfermedades, vejez y muerte, se produce un alivio momentáneo al refugiarnos en recuerdos de simpleza y armonía. La nostalgia es la cara de un presente eterno, libre de ideología, como un atisbo íntimo del fin de la historia.
Poco a poco la cultura popular fue convirtiendo al pasado en un gigantesco depósito de materia prima para ser revisitada, reexplotada y reelaborada. Así la nostalgia se ha convertido en una forma de extractivismo intelectual y en un símbolo del agotamiento de las formas creativas contemporáneas o bien en una expresión de desconfianza en la originalidad, así como temor a la experimentación y la toma de riesgos en la producción de música, programas de televisión, moda, cine, juegos de video o arte. Esto se ha traducido en un constante y compulsivo reciclaje de estilos del pasado, así como en el anhelo de regresar a tiempos idealizados de mayor simpleza política, en los que las identidades de género no eran «confusas» ni transgresoras ni complicadas y la igualdad, respeto, justicia social y diversidad podían ser ignoradas. La nostalgia en los productos de entretenimiento y la estética busca una reconciliación con un pasado que a menudo es falso o idílico. Un ejemplo muy claro de este revisionismo hollywoodense, en el que el pasado es maquillado con elementos de diversidad al presentar realidades que eran profundamente racistas, misóginas y homófobas, como tiempos de tolerancia y apertura, un ejemplo es la exitosa serie Stranger Things. La oleada de nostalgia que ha infectado a la producción fílmica es, en buena medida, una respuesta a la tecnología, a la pérdida de control ante mentes no humanas y cajas negras que determinan nuestras vidas. De ahí la obsesión con el fin del mundo, con el black out o apagón definitivo que de golpe elimina todas nuestras herramientas tecnológicas, especialmente digitales. Esa obsesión está presente de manera elemental en la proliferación de historias de zombis. La búsqueda del confort emocional en los medios ha generado una epidemia de recuerdos potencialmente emotivos en un marasmo de estímulos retro (un término que comienza a popularizarse en la década de los setenta) estratégicamente insertados para evocar memorias conmovedoras. Esto se ve en géneros como el steampunk, que combina diseños victorianos con tecnologías arcaicas, ruinas modernistas y resonancias cibernéticas en un formato de decadencia postapocalíptica.
La epidemia de los revivals no trata específicamente de nostalgia aunque consiste en un retorno a formas del pasado. A veces estas obras están concebidas como portadoras de mensajes sentimentales pero otras reflejan un cierto morbo por explotar anacronismos, así como un placer kitsch y un rechazo de los tiempos que vivimos. Imposible no pensar en El día de la marmota (Groundhog Day, de Harold Ramis de 1993), en la que el protagonista, Phil Connors (Bill Murray), queda atrapado en un bucle temporal, obligado a repetir el mismo día una y otra vez. Esta especie de infierno en un invierno de aislamiento provinciano es a la vez una oportunidad única de regresar a un momento singular en la vida y tratar de repetirlo de la mejor manera. Este es el ideal nostálgico.
La nostalgia no pertenece exclusivamente al terreno de la cultura popular sino que está presente en otros ámbitos, muy particularmente en la política. Y la más reciente oleada de populismo es su manifestación más clara. Lo que denominamos populismo es una corriente con numerosas variantes que consiste en incitar al activismo a partir de la victimización y el rechazo al «otro». Esta es una ideología que parte de la certeza de un paraíso perdido debido a las políticas liberales, léase la inclusión de minorías, protección a los refugiados, programas de ayuda social y eliminación de castigos exagerados a ciertos crímenes. Es un movimiento que desprecia a la ciencia, teme a las influencias «extranjerizantes» (el cosmopolitismo tan temido por los nazis), rechaza a los inmigrantes y a los medios informativos del mainstream. Así mismo, pregona un odio esquizofrénico en contra de ciertas élites mientras se desvive en devoción por individuos poderosos, por la destrucción de los mecanismos democráticos y el establecimiento de regímenes autoritarios. El populista necesita del crimen para explotar la paranoia y el miedo y así promover su regreso a un tiempo de simpleza y control. La vuelta de los populismos (el triunfo de la extrema derecha en Europa, el regreso de Trump y la popularidad de Putin entre otras señales) con sus repugnantes rasgos protofascistas es también la confirmación de que el «Nunca más» de la posguerra fue tan sólo un eslogan propagandístico.
El cine es un medio nostálgico por definición ya que depende de su evocación del pasado. Al ser un medio que consiste en atrapar el presente su esencia radica en la tensión entre la preservación de imágenes irrepetibles y el paso despiadado del tiempo. El cine puede capturar y «materializar» las memorias que podemos volver una y otra vez. La nostalgia está íntimamente enquistada en la publicidad y las estrategias de marketing de numerosos productos y «contenidos». En el cine la nostalgia se manifiesta también en las cada vez más estratégicas pistas sonoras, las cuales se han convertido en auténticos caleidoscopios de melodías pop y canciones exitosas de todas las eras, con potencial garantizado para hacer que la gran mayoría del público, de todas edades, se vea seducido por recuerdos de juventud y momentos felices. Pero la nostalgia del cine no se limita a las películas en sí, sino al contexto del cine como «fábrica de sueños»: el espacio negativo del filme (esa otra película que ocurre en la mente del espectador), las historias detrás de las filmaciones y hasta las demoliciones de los grandes cines de antaño. Es imposible considerar al cine únicamente como una colección de relatos interpretados ante una cámara sino que se debe tomar en consideración las vidas reales de los protagonistas y el contexto de las filmaciones. Eso establece los vínculos entre el elemento humano y el carácter mítico del cinematógrafo. Los rostros imperturbables de los actores en la pantalla son un recordatorio permanente de la crueldad del tiempo. Algunas películas son más emblemáticas de la nostalgia debido a sus temas o por otras razones o elementos extrafílmicos, como puede ser la muerte de un actor durante una filmación, como ocurrió a Brandon Lee en un terrible accidente en un escenario de The Crow.
El primer filme de Andréi Tarkovski tras su salida de la Unión Soviética y del régimen censor que lo asfixiaba fue precisamente Nostalgia (1983). Ahí habla del «particular estado de ánimo que ataca a los rusos cuando están lejos de su tierra natal». El poeta Gorchakov (Oleg Yankovsky) viaja a Italia a estudiar la vida de un compositor ruso que vivió en Boloña a finales del siglo XVIII, Pavel Sosnovsky. Y de la misma manera que el músico, el poeta y el cineasta son incapaces de apreciar tanto la belleza como la cultura italiana y enfocan su mirada en su desgarramiento interior, Tarkovski no parece particularmente interesado en el desarrollo de la trama. Los acontecimientos y situaciones de la película son meramente resonancias de su atormentado «universo interior», ese mundo en el que los sueños, los recuerdos y la realidad difícilmente se pueden diferenciar y que el cineasta captura en lo que suele llamarse escenas atmosféricas, a falta de un mejor término que pueda definir cómo el cine refleja la vida espiritual. Esta es una de las obras más personales de Tarkovski y es un reconocimiento de la nostalgia como un poder, por un lado capaz de paralizar el deseo y la pasión, y por el otro, ser una fuerza incandescente para la creatividad.
La película de culto Blade Runner, de Ridley Scott (1982) y su secuela Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve (2017) descomponen la nostalgia en múltiples facetas, tanto intrínsecamente en el guión como en la manera en que son vistas y apreciadas a lo largo de los años. Blade Runner es la cinta emblemática del ciberpunk, el subgénero de la ciencia ficción que podría ser el hijo bastardo del progreso fracasado postindustrial y el film noir. Así, es un género de retrofuturismo agnóstico, pesimista y cínico. En la cinta original, inspirada en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), la corporación Tyrrell ha desarrollado replicantes, robots indistinguibles de los seres humanos para servir como mano de obra esclavizada en las colonias espaciales, como soldados, trabajadores, exploradores y prostitutas. Estos seres a los que se condena a una breve existencia de explotación a pesar de tener consciencia, inteligencia, emociones y deseos, están prohibidos en la tierra, para lo que existen blade runners o cazarrecompensas que se dedican a eliminarlos si llegan a nuestro planeta. El mundo en estas cintas está en ruinas y bajo permanente lluvia ácida. Los terrenos de cultivos se han vuelto interminables desiertos, Las Vegas ha sido destruida por un evento nuclear, las ciudades sobrepobladas son asfixiantes y las aguas del océano amenazan derribar los muros que protegen a Los Ángeles.
Ese mundo no puede más que evocar nostalgia por lo perdido. Los replicantes por su parte se aferran a memorias que saben que no les pertenecen y a infancias que nunca tuvieron. Su linaje biológico y su ADN manufacturado los condena a ser seres desechables. Un elemento central de la novela era la casi total desaparición de los animales, por lo cual las mascotas son valiosísimas. También han desaparecido los árboles (salvo en aquella secuencia optimista al final de la primera película que fue impuesta debido a la mala reacción de los auditorios de prueba y que era pietaje sobrante de El resplandor, de Stanley Kubrick). Aparte de la nostalgia por el mundo natural, en la secuela hay nostalgia por Frank Sinatra y Elvis (que sobreviven deteriorados en medios holográficos), pero también por internet y los teléfonos celulares que desaparecieron tras un atentado contra los sistemas de información, comunicación y vigilancia. En la primera película conocemos a J. F. Sebastian (William Sanderson) el diseñador genético de los replicantes así como a Hannibal Chew (James Hong), que fabrica los ojos de estos seres artificiales, mientras en la segunda aparece la doctora Ana Stelline (Carla Juri), quien les implanta memorias, recuerdos manufacturados, que como explica: hacen un poco más amable la crueldad de sus vidas. Estos técnicos representan la familia y la paternidad corporativa industrial de seres que buscan vínculos, ataduras con su pasado y sueñan con haber nacido. En la primera cinta los replicantes rebeldes luchan por su supervivencia individual, en la segunda la insurrección busca la libertad de todos los replicantes. «Nuestras vidas no significan nada junto a la tormenta que viene. Morir por una causa justa es la cosa más humana que podemos hacer», dice la líder rebelde Freysa Sadeghpour (Hiyam Abbas). En ambos casos los replicantes tienen nostalgia de una vida «real». No obstante son únicamente considerados seres artificiales, maquinaria, tecnología animada de carne y emociones.
Las cintas de Blade Runner también provocan nostalgia por su hechura, la primera por su cuidadosa y compulsiva manufactura de detalles, saturación visual y auditiva; la segunda por su elegancia desoladora y espectacular equilibrio entre el universo de Scott, la novela y los entornos ideados por Villeneuve y su equipo. Los efectos nostálgicos que evocan son distintos y en cierta forma complementarios. La cinta de Scott presenta por un lado personajes sacados del film noir de década de los años cuarenta, como Deckard (Harrison Ford), el detective cínico, Rachel (Sean Young), la dama en conflicto (que evoca a Lauren Bacall o Veronica Lake), y que supuestamente es sobrina del inventor y oligarca, Eldon Tyrrell (Joe Turkel), así como el misterioso detective Gaff (Edward James Olmos). Por otro lado están los replicantes rebeldes Nexus-6, los modelos básicos de placer Pris (Daryl Hannah) y Zhora (Joanna Cassidy), así como Roy Batty (Rutger Hauer) y Leon Kowalsky (Brion James), quienes recuerdan la estética del punk de los años setenta. Blade Runner es considerada una obra seminal posmoderna por esa fusión de estilos, por su colapso de eras y por el empleo del pastiche para crear un sentido ficticio del pasado. Así como lo real es puesto en tela de juicio por seres artificiales «más humanos que el humano», la temporalidad es transformada por el amontonamiento de símbolos anacrónicos (rascacielos con forma de pirámides, clubes nocturnos con sabor a período entreguerras, mercados exóticos y masas semirrurales) que hacen confusas las referencias y producen así nostalgia. La secuela de Villeneuve es también un laberinto nostálgico, que incluso evoca a la película de Scott con añoranza. Si en la anterior Rachel desconoce su condición de replicante, aquí el blade runner K (Ryan Gosling) tiene esperanza de haber nacido y no fabricado. Ambos creen que sus memorias realmente les pertenecen y descubren devastados que toda su vida habían sentido nostalgia por episodios falsificados e implantados en su mente.
La ciencia ficción nace como un género de creación especulativa que trata acerca de cómo la tecnología transforma la realidad y al ser humano. El enfoque es el sometimiento de la naturaleza y sus consecuencias. Lo que comienza como una celebración de la imaginación aplicada al bienestar, usualmente termina como un testamento a la arrogancia de nuestra especie. Los cambios en el entorno son el dispositivo que activa la nostalgia por un mundo perdido en la búsqueda del progreso.
La fiebre actual de nostalgia es un producto que Hollywood y otras industrias del entretenimiento explotan con frenesí. Si bien los catalizadores de la memoria sirven para vender también nos ayudan a construir un imaginario personal e íntimo, con recuerdos altamente confeccionados que dan sentido a nuestros ideales estéticos y morales. Esto nos sitúa de lleno en lo que Baudrillard llamó el simulacro, la copia que no viene de un original. Somos producto de los medios que consumimos y estos, a su vez, son voraces procesadores de medios del pasado. Este canibalismo emocional domina la mediósfera y reinventa de manera oportunista nociones fundamentales como la identidad y la memoria. Así como a los replicantes, nos resulta difícil imaginar cómo liberarnos o por lo menos identificar esas «memorias implantadas» que nos dan sentido y provocan incontrolables episodios de nostalgia.