Eran las nueve de la noche y estaba bebiendo scotch en el bar del hotel, probablemente el único lugar donde aún se podía tomar alcohol en Damasco a esa hora. Bastaba ver el paupérrimo surtido de licores que quedaba en el mostrador para intuir que el gusto no duraría mucho tiempo. El barman se caía de sueño y no tenía el menor pudor de mostrarlo. Apoyaba la cabeza en una mano y cerraba los ojos, seguramente deseando que desapareciéramos; se veía particularmente desaliñado, su uniforme estaba más arrugado y manchado que de costumbre. El pobre hombre tan sólo seguía ahí por la fotógrafa del New York Times, a quien llamaré Laura, y por mí. No teníamos voluntad para volver a la miserable soledad de nuestras habitaciones. Laura y yo nos conocíamos desde hacía algún tiempo, habíamos cubierto los mismos conflictos en los últimos años, la había visto en Irak, Paquistán y brevemente en Yemen. Ahora teníamos habitaciones contiguas. Era una mujer agresiva y cortante, pero de vez en cuando se relajaba y bebíamos juntos, como viejos amigos, casi en silencio, adivinando lo que pensábamos, lo que nos preocupaba, y tal vez imaginando que dormir juntos no era una mala idea.
Me terminé mi Johnny Walker. Quise pedir otro pero me sentía culpable por obligar al pobre barman a seguir ahí atendiéndome. Laura no compartía mis escrúpulos, así que pidió otro a gritos. Aproveché la oportunidad y también pedí que volviera a llenarme el vaso. Antes de que pudiera servirme, escuchamos un silbido y una explosión estremeció el edificio. Me tiré a cuatro patas bajo la barra, esperando que no se desplomara el hotel. Escuché vidrios rotos, objetos desplomarse, y, luego de unos segundos, gritos y llanto. El local se llenó de polvo y un extraño olor picante.
—Un mortero —dije.
—Eso no fue un mortero y cayó muy cerca —respondió Laura desde abajo de una mesa.
El barman se puso de pie, se sacudió y salió corriendo. Esa detonación señalaba de manera inconfundible la hora de cierre. Me paré y fui a ayudar a Laura a levantarse. Estaba desorientado y me zumbaban los oídos.
—¿Cómo sabes que no fue un mortero? Tampoco sonó como un misil —le extendí la mano.
Se puso de pie sola. Buscó su bolso, sacó una cámara y la revisó.
—No te voy a explicar las diferencias. A estas alturas deberías poder diferenciar entre explosivos —dijo mientras se sacudía.
Quise responder algo inteligente e hiriente, pero no se me ocurrió nada.
—Tu vida puede depender de eso —añadió.
Me quedé callado mientras buscaba mi mochila en el suelo. Ella salió del bar pero dio un paso atrás antes de cruzar el umbral de la puerta y me gritó:
—Mexicano, ¿te vas a quedar aquí? Tenemos trabajo.
Permanecí boquiabierto con cara de imbécil, ni siquiera había considerado salir a esa hora.
—¿No vienes?
—Sí, sí, claro, ya voy —respondí, tratando de sonar profesional.
Caminé rápida y nerviosamente tras ella. Tenía miedo, pero la confianza desafiante de Laura me envalentonaba. Si ella se exponía así lo menos que podía hacer era seguirla. Aunque no podía alejar de mi mente la idea de que quizás me quería cerca precisamente por temor a estar sola a mitad de la noche en calles sin iluminación, repletas de víctimas, militares violentos, agentes del gobierno y militantes de quién sabe qué facciones.
La gente gritaba, señalaba con las manos y corría en todas direcciones. Uno nunca termina de acostumbrarse al pánico. No tardamos en llegar a un cuartel local del ejército que sabíamos que era una central de los servicios de inteligencia. Laura tomaba fotos mientras yo preguntaba en árabe rudimentario qué había sucedido. No parecía que el edificio hubiera recibido un impacto de explosivos, sin embargo había docenas de heridos, principalmente militares, que yacían en la calle al tiempo que otros corrían aterrorizados, aparentemente huyendo de las instalaciones.
—¿Fue una bomba? —pregunté a un joven en shorts y sandalias que miraba el caos.
En el aire no vi ningún avión ni helicóptero. Imaginé que el obús podía haber sido disparado de una batería desde el monte Kasiun, al este. Pero la noche era muy oscura y no podía ver nada.
—No sé, escuché la explosión y salí de mi casa —señaló vagamente hacia unos edificios.
Yo buscaba señales de fuego, humo, impactos de explosivos, lo que fuera, pero nada. Cuando volví a mirar al muchacho, estaba de rodillas cubriéndose la cara. Pensé que lloraba. Estaba en medio de un océano de personas caídas. Algunos se revolcaban en el piso, otros más permanecían inmóviles, imposible saber en ese momento si estaban muertos, heridos o inconscientes. Casi ninguno tenía heridas abiertas o sangraba. Cuando caminaba entre ellos tratando de entender lo ocurrido, un oficial se irguió y gritó:
—¡No puedo ver nada!
Fue hasta entonces que me di cuenta de que la mayoría de las personas que estaban tendidas a mi alrededor se frotaban los ojos con frenesí. Algo mucho más potente que un escalofrío me recorrió la espalda, desde la nuca hasta la cintura.
—¡Es un ataque químico! —grité.
Corrí y encontré a Laura entre el gentío, buscando a tientas algo en el piso. —¡Vámonos! — le dije, y le sujeté el brazo.
—Mi cámara. ¿Dónde está mi cámara? —aulló mientras se cubría los ojos con una mano.
La Nikon estaba en el suelo, a unos centímetros de sus pies. La recogí y se la puse en las manos. Esta vez sí la ayudé a levantarse. En la oscuridad pude ver que sus ojos se veían turbios. Tomándola del codo con la mano derecha, y mi brazo izquierdo sobre sus hombros, la guié lo más rápido que pude. Temía que en cualquier momento la sustancia química me afectara o que cayera una lluvia de rústicas bombas de barril repletas de venenos mortales. Laura jadeaba y con la mano libre me sujetaba el brazo con fuerza.
—No te preocupes —le repetía mientras trataba de encontrar el camino al hospital en Beirut Road, pero no tenía idea de cómo llegar.
Aparecieron ambulancias militares y comenzaron a cargar a los caídos. Los socorristas tenían máscaras antigases. Les pedí que llevaran a Laura pero me ignoraron. Era claro que no recogerían civiles. En las calles vecinas pasaban ambulancias de la Media Luna Roja, corrí como pude hacia una de ellas, le hice señas pero aceleró y se alejó rápidamente. Otra ambulancia pasó poco después, me planté a mitad de la calle. Se detuvo y uno de los socorristas bajó a toda prisa. Me preguntó qué pasaba y sin dudarlo abrió la puerta trasera para llevarnos. Dentro había unas ocho personas sentadas en la banca, el piso y toda superficie disponible. La mayoría se quejaban de no poder ver. Nadie tenía heridas visibles. Me acomodé en el piso junto con Laura.
—¿A qué olía? —me preguntó Laura bajito al oído. Parecía coherente y no pensé que estuviera muy adolorida.
—A nada, no pude oler nada.
Exasperada levantó la voz:
—Tiene que haber olido a algo.
Mientras ella me exigía recordar yo seguía sin entender la buena suerte que había tenido al salir ileso.
—Si era un gas, era incoloro e inodoro —dije, pero no estaba seguro de nada, mis memorias y sensaciones estaban hechas nudos.
Al llegar al hospital la acomodaron en una cama, dándole obviamente trato preferencial por ser extranjera y periodista. Pudimos llamar desde su teléfono a su oficina en Nueva York. Le aseguraron que pronto enviarían a alguien. Mientras llegaban sus colegas o amigos o agentes del Departamento de Estado, decidí quedarme a acompañarla. Los médicos la revisaron, tenía náuseas, dolor de cabeza y una sensación de ardor en los ojos y la cara que aparentemente iba en disminución. Nada que ver con las convulsiones, vómito, quemaduras en la piel, retinas derretidas, asfixia, colapso de los pulmones, parálisis y otros efectos devastadores que producían el sarín, el gas cloro o el agente 15 bencilato de 3-quinuclidinilo, que eran las sustancias que hasta entonces se habían usado en la guerra civil siria, supuestamente por el propio gobierno.
Los médicos entraban y salían frenéticos, el hospital estaba repleto pero las víctimas del ataque químico seguían llegando en números asombrosos. Me presenté como periodista con un doctor que se identificó como Abdel Khunis, y le describí lo ocurrido.
—¿Y usted no tiene nada? —me preguntó cuando terminé mi recuento.
—Creo que no.
Pidió que me tomaran una muestra de sangre, midieran mi presión, temperatura y no recuerdo qué otros signos vitales. Me dijo que esperara ahí, sentado en una silla al lado de Laura, que se había quedado dormida. Eso hice hasta que despertó.
—Es como si ya nadie tuviera piel —dijo.
—¿Piel? ¿Te arde? ¿Te duele? ¿Qué sientes? —pregunté un poco histérico.
—Nada está adentro como estaba antes, todo está afuera. Todo se ve.
Le sujeté la mano y traté de sentirle la frente. Sus ojos estaban bien abiertos y seguían viéndose turbios, no parecía poder ver. Tenía ese gesto de desconcierto que a veces tienen los ciegos, como si sus ojos naufragaran en su rostro. Me tomó por la muñeca.
—Lo que pasa es que lo veo todo.
Puse tres dedos frente a su cara.
—¿Cuántos ves?
En vez de responder me dijo:
—Te veo como una constelación. Como una red de gente, de toda tu gente.
Me solté y fui a buscar a un médico, convencido de que la perdíamos. Una joven doctora estaba atendiendo a un paciente en una de las camas cercanas. Corrí hacia ella y le dije que tenía que venir a ver a mi amiga porque se nos iba. La doctora me siguió, sin preguntar nada le tomó el pulso, escuchó sus palpitaciones, le revisó el fondo de los ojos y le palpó el vientre mientras le hacía preguntas de lo más diversas pronunciando lenta y cuidadosamente en inglés.
—¿En qué año estamos? ¿Dónde se encuentra usted ahora? ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica?
En vez de responder las preguntas, Laura le dijo:
—Lamento mucho la pérdida de tu madre.
La doctora la soltó y retrocedió. Le preguntó de qué hablaba y Laura dijo:
—Era una gran mujer, tan inteligente y trabajadora que lo sacrificó todo para que tú y tu hermano Amr pudieran estudiar. Tu padre, Sleimán, en Jedieh, no ha podido reponerse de haberla perdido.
Las manos de la joven doctora temblaban al tiempo en que Laura recitaba su árbol genealógico. Al escuchar aquellos delirios yo lo único que quería era que la doctora hiciera algo para evitar que su mente se evaporara. En lugar de eso levantó la cabeza, me miró boquiabierta y levantó los hombros.
—¿Qué pasa? —le pregunté a la doctora.
—No sé, no me pregunte más —me dijo y se alejó tropezándose.
En ese momento miré alrededor y vi que muchos de los pacientes que habían llegado del ataque químico estaban hablando sin parar, moviendo animadamente las manos y gesticulando con la vista extraviada, de manera semejante a Laura.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté.
—No puedo enfocarte, te veo borroso pero puedo verlo todo.
—¿De qué hablas?
—Es como si no estuvieras solo. Te veo como si pudiera ver a todos los tuyos al mismo tiempo —miró alrededor de la sala, irguiéndose en la cama—, puedo ver a los que están y a los que no están.
—No entiendo qué quieres decir.
—Tu abuela, tus tíos y tu madre. Tu hermano que fue a estudiar economía a Londres y conoció a Felicia, quien es prima del esposo de mi hermana Gloria. ¿Sabías que tú y yo estamos relacionados de esa manera? —dijo, levantando la voz y señalando a mi alrededor como si hubiera insectos volando sobre mi cabeza.
—¿Cómo? —pregunté ligeramente alarmado, pero en efecto mi hermano había dejado la carrera por mi cuñada Felicia, una chica que conoció en la universidad.
Mientras hablaba movía las manos como si al empujar el aire aparecieran más y más nombres y rostros de familiares, de viejos amores y de amigos entrañables. De alguna manera, esta mujer a la que apenas conocía y con la que nunca hablé de nada personal había adquirido un don de la adivinación o un poder de vidente que le permitía nombrar a miembros de mi familia que yo apenas recordaba.
—Laura, ¿cómo sabes todo esto?
—Te estoy diciendo que eso es lo que veo.
Algunas horas más tarde regresó el doctor Khunis, esta vez con un tapabocas y guantes de látex. Estaba visiblemente agotado. Revisó rápidamente a Laura. Ella le habló de su familia en el sur del país, en Daraa y Quneitra, mientras él permanecía muy serio. Se dio la vuelta y me dijo:
—Usted está bien, no tiene nada. Sus análisis resultaron negativos.
—Me imaginé que el agente tóxico no me había afectado.
—Es un virus que parece actuar de manera instantánea y provocar visiones, desconcierto y delirios, como los síntomas de la señora —dijo señalando a Laura—. Por lo demás, los afectados parecen gozar de buena salud. Su amiga está en general bien, pero sería bueno que permaneciera unos días en observación. No sabemos cuál es el periodo de contagio.
—Pero ¿y los ojos turbios?
—Aparentemente no hay daño fisiológico.
—¿Va a imponer una cuarentena?
—¿A quiénes, a los que estamos aquí, a los que ya se fueron a sus casas, a los que no llegaron a este hospital? No hay manera de imponer algo así ahora. Más bien se lo propongo de manera voluntaria.
—¿Tiene idea de por qué yo no estoy enfermo?
—Algunas personas, como usted, parecen ser inmunes al virus.
—¿Pero es un arma biológica, seguro?
— Nunca habíamos visto algo así, aunque definitivamente no se parece a otros virus como el ébola ni el marburg ni el machupo. Hay reportes de otros ataques con bioagentes tóxicos similares en todo el país. Se habla de miles de afectados en prácticamente todos los frentes y de todos los bandos. Y los infectados a su vez han contagiado a otros. Es una auténtica epidemia. Incluso hay informes de que esta arma ha sido usada también en Irak.
—¿Quién podría ser responsable? No creo que el gobierno se haya bombardeado a sí mismo. ¿Fuerzas extranjeras, al Qaeda, el Estado Islámico o hasta la propia otan?
—Imposible saberlo a estas alturas, pero operativamente ninguno de ésos puede ser responsable de todos esos ataques casi simultáneos, nadie tiene ese rango o capacidad de acción. Pero yo no sé nada de estrategia militar, tan sólo soy el médico de guardia.
—¿Y qué tan graves son los efectos?
—Por ahora no sabemos si son pasajeros o permanentes. No sabemos nada más.
—¿Y qué se puede hacer?
—Por ahora, tratar de no morirnos en esta guerra.
Le agradecí su honestidad. Estrechó mi mano sin quitarse los guantes.
—¿Es cierto lo que le dijo mi amiga hace un momento acerca de su familia? —pregunté.
—Sí, por supuesto —respondió y se fue.
Laura estaba extrañamente tranquila, sentada sobre la cama. Le pregunté si entendía lo que le estaba sucediendo.
—Escuché lo que dijo el doctor. Un virus.
—Pero parece que sólo afecta las emociones y la percepción. Lo más probable es que lo tuyo sea un efecto pasajero. Es como si te hubiera afectado una sustancia psicotrópica, una droga alucinógena o algo así.
—Podría ser, pero esto no se siente para nada como un viaje de lsd o de hongos o de nada que haya probado.
—No sería la primera vez que la cia u otras agencias usan agentes experimentales para afectar el sistema nervioso e inducir alucinaciones o debilidad.
—Si esto es un arma, lo que hace es impedir que puedas hacerle daño a los demás. ¿Cómo puedes matar a alguien si ves lo que representa para tantas otras personas, incluyéndote a ti mismo?
—Un virus pacificador, que te impide deshumanizar al enemigo —dije con ironía.
—Que provoca una enfermedad de empatía —respondió con seriedad.
Laura me dijo que se sentía bien y no quería permanecer ahí ni un minuto más, así que no seguimos esperando a quienes venían a buscarla. La ayudé a ponerse de pie. Al principio se tambaleaba, pero pronto encontró su equilibrio y se adaptó a su nueva visión en un mundo extraño en el que no había personas sólidas sino redes de espectros, seres fluidos múltiples, sombras de aglomeraciones de seres humanos. Al salir a la calle, la ciudad estaba paralizada y silenciosa. Los autos, autobuses y camiones parecían abandonados. La gente caminaba sin dirección, lentamente, como buscando algo. Cada vez que dos personas se encontraban, hablaban, se tocaban, a veces se abrazaban llorando. Esto sucedía por todas partes. Un hombre con el uniforme del ejército se detuvo frente a nosotros. Nos miró sin mirarnos, sin enfocar, con la vista perdida en nuestra periferia. Me dijo algo de mi madre y mis hermanos, de mis abuelos y luego habló del padre de Laura. Apenas podía entender lo que decía, pero no hacían falta palabras, sabíamos muy bien de qué hablaba. Nos abrazó a los dos y siguió su camino. Para los enfermos, los individuos habían sido sustituidos por colectivos de familiares y amigos, sin ideologías, religiones o ambiciones egoístas, unidos por lazos de sangre, por el cariño y la cordialidad.
Seguimos nuestro camino hacia el hotel sin hablar, hasta que Laura preguntó en un tono que parecía una afirmación:
—¿Se acabó la guerra?
—No sé —respondí, y todo volvió a un silencio imponente, primitivo, ensordecedor.
No había visto el cielo tan azul en muchos años. Respiré profundo. Quise estar enfermo como ella. Quise que todo el mundo estuviera enfermo.