Quizás no haya nada que queramos más, nada por lo que estemos más dispuestos a sacrificarnos, que la promesa de la felicidad. Al mismo tiempo, pocas cosas son más difíciles de definir que la felicidad. ¿Se trata de tener satisfechas nuestras necesidades y las de nuestros seres queridos, es estar rodeados de belleza o vivir en un estado de entretenimiento permanente?
El modelo dominante de progreso, modernidad y democracia en buena medida está inspirado por la Declaración de Independencia estadounidense, en la que Thomas Jefferson proclamó el derecho a la búsqueda de la felicidad. Así, la cultura occidental decidió que la felicidad es un estado que podemos alcanzar si contamos con determinadas condiciones que podemos crear si tenemos la libertad y los recursos materiales necesarios. Nos hemos convencido de que la felicidad es algo que puede ser comprado, consumido, contemplado, guardado en un cajón para ser disfrutado por siempre.
Sin embargo, a diferencia de los bienes materiales e incluso del conocimiento, la felicidad no puede acumularse ni conservarse. Si bien en el mejor de los casos podemos vivir satisfechos, seguros, libres de preocupaciones y rodeados de las cosas que necesitamos, la realidad es que eventualmente nos acostumbramos, y hasta los momentos más intensos de felicidad invariablemente van perdiendo su fulgor y, poco a poco, pero con contundente eficiencia, se convierten en memorias, y volvemos a nuestro estado de ánimo habitual.
Numerosos estudios han puesto en evidencia que tendemos siempre a un equilibrio de la felicidad, es decir, que hay un punto normal en el que tendemos a estabilizar nuestros estados de ánimo, aunque tengamos picos de alegría y simas de tristeza. Un ejemplo clásico fue un estudio sobre ganadores de la lotería realizado en 1970, quienes un año después de haber ganado no mostraban más felicidad que las personas que no ganaron. Estudios realizados con gemelos han puesto en evidencia que por lo menos el cincuenta por ciento de la felicidad de cada persona está determinada desde su nacimiento y no tiene que ver con los acontecimientos de su vida. Sonja Lyubomirsky, de la Universidad de California, Riverside; Kennon M. Sheldon, de la Universidad de Missouri-Columbia, y David A. Schkade, de la Universidad de California, San Diego, construyeron una gráfica para explicar los factores que determinan la felicidad: en dicha gráfica, el cincuenta por ciento es el punto base genético, el diez por ciento son las circunstancias y el cuarenta por ciento restante es, hasta cierto punto, un misterio que incluye «actividades intencionales» que Lyubomirsky define como estrategias mentales y de comportamiento para contrarrestar la tendencia a equilibrar hacia abajo los estados de ánimo, como apunta Marina Krakovsky en Scientific American (abril de 2007). En estas condiciones, millones de páginas de libros de autoayuda son inservibles, ya que en gran medida no importa qué tanto ajustemos nuestros intereses, ambiciones, deseos y actitud: eventualmente volveremos a nuestra línea basal.
Por otro lado, de acuerdo con un estudio de Matthew A. Killingsworth y Daniel
T. Gilbert, Una mente que divaga es una mente infeliz, somos más felices cuando nuestros pensamientos y nuestras acciones están sincronizados. El hecho de que una persona pase su tiempo viajando o celebrando o bailando no es tan importante para determinar su felicidad; en cambio, su «presencia mental», el tiempo en que sus acciones coinciden con sus pensamientos, es mucho más apropiado para predecir la felicidad del individuo. Paradójicamente, nuestro cerebro parece oponerse a este estado de congruencia, y a menudo, mientras hacemos una tarea, nuestra imaginación divaga y nos ofrece escenarios alternativos que nos alejan del trabajo físico. No queda claro si este escapismo tiene una función, como podría ser que se tratara de un método para reorganizar información, o si es un simple producto secundario tolerado por la evolución. Por tanto, la meditación y la concentración pueden tener un efecto de felicidad si nos ayudan a mantener bajo control las divagaciones mentales al anclarlas a la realidad.
Lo cierto es que vivimos en un tiempo en que por primera vez contamos con conocimiento bastante preciso de lo que sucede en el cerebro y con métodos para producir estados de felicidad instantánea. Lejos del efecto pasajero y a veces impredecible del alcohol y las drogas recreativas y alucinógenas, la era de la manipulación farmacéutica de nuestros estados de ánimo fue inaugurada en grande en los años ochenta por el Prozac y otras drogas para controlar el funcionamiento de los neurotransmisores. La tecnología está cada vez más cerca de producir fármacos, implantes neuronales y sistemas de estímulo magnético transcraneales que quizás serán capaces de mantenernos en estados permanentes de felicidad, al estilo de la droga soma en Un mundo feliz, de Huxley, o del órgano Penfield de humores de Sueñan los androides con ovejas electrónicas, de Philip K. Dick. Así como el Viagra pasó vertiginosamente de ser una droga para gente que sufría de disfunción eréctil a convertirse en una party drug, las drogas para manipular estados de ánimo ayudarán a quienes padecende depresión, esquizofrenia y otros males de la mente, pero en realidad serán consumidos masivamente por quienes quieran hackear su cerebro y explotar la posibilidad de un estado de felicidad permanente. Los cuestionamientos biológicos, éticos y morales de estas neurotecnologías son muchos, y en gran medida las consecuencias aún son inimaginables, pero de entrada podemos imaginar que los carteles del narco estarán muy interesados en invertir sus inmensos recursos en investigación científica y desarrollo del control de neurotransmisores.