En su cuento «Burning Chrome», William Gibson incluyó una frase que pasó a volverse uno de los lemas más representativos de la era digital: «La calle tiene sus propios usos para las cosas». En los albores de la cibercultura, el ideal era que la gente común y corriente debía apropiarse de las tecnologías, arrebatarlas a las corporaciones, a los dueños de los medios de producción y de información para adaptarlas a la resolución de sus propios problemas, así como a satisfacer sus necesidades, libres de controles institucionales privados o gubernamentales, así como de especuladores e intermediarios. Al ser reclamada y reinventada por el usuario, la tecnología debía conducir a una nueva Ilustración y a una era de bienestar para todos. Éste es el dogma elemental del hacker.
La red de comunicaciones digitales, inicialmente llamada arpanet, fue diseñada para vincular el trabajo de investigación de físicos y otros científicos de algunas universidades (principalmente) estadounidenses, involucrados en proyectos militares y de defensa. La posterior apertura de internet al público general, en prácticamente todo el planeta, puso a la disposición de cualquiera tecnologías de transmisión, difusión y reproducción con un poder sin precedentes. Era la oportunidad de reinventar el mundo.
Desde la prehistoria de internet y debido a sus características (en particular la posibilidad de copiar y distribuir cualquier tipo de archivo sin incurrir en costos, comprometer la integridad del original o degradar la calidad de la copia), los cibernautas nos acostumbramos a asumir que teníamos derecho de tomar, usar y compartir lo que encontráramos en línea, sin importar quién o por qué lo había subido a la red. Los productos de la creatividad ajena se volvían propiedad comunitaria, gratuita y en ocasiones anónima.
En buena medida, el espacio virtual se cimentó en un generoso idealismo altruista. Tim Berners-Lee concibió un sistema de documentos conectados mediante hipervínculos, al que se denominó World Wide Web. La www no sólo resultó eficiente y atractiva, sino extraordinariamente popular y fácil de usar. Berners-Lee la ideó como un medio que sería simple y abierto, en el cual todos y cualquiera podrían acceder a cualquier página y ninguna página tendría preferencia sobre las demás. Este concepto, que ahora se tambalea ante el empuje de grandes corporaciones mediáticas y sus políticos aliados, se denominó neutralidad de la red, y su objetivo era crear un territorio de igualdad donde cualquiera podría tener una tribuna.
Un mundo hiperconectado podía representar el fin de las dictaduras, del despotismo, de la negligencia, de la ignorancia y de la ambición desmedida de líderes y comerciantes. No hay duda de que la cibercultura ha sido un poder benéfico de transformación en muchos dominios, pero la gran parte de la actividad en línea consiste en frivolidades y actos de apropiación cultural, que van desde la simple cita y evocación hasta el plagio descarado y el vandalismo. Aprendimos a disfrutar y aceptar este Zeitgeist cargado de ironía
y cinismo. Sin embargo, debemos entender que en la cibercultura se acepta como un hecho irremediable la devaluación del trabajo, en particular del trabajo creativo, el cual ha quedado reducido a simple «contenido». Las ideas que no pueden traducirse en inversiones multimillonarias no valen la pena. La mayoría de los sitios más populares se dedican a «agregar» información, arte o reflexiones, a retomar materiales originales de diversas fuentes, en una especie de curaduría de obras ajenas. Así, los autores y artistas pasan a segundo plano, a ser simples proveedores de contenido, reemplazables y eventualmente desechables. En este sistema, a los creadores les queda entonces embarcarse en un sórdido trueque para ofrecer sus productos culturales a cambio de «visitas», de reconocimiento en forma de comentarios y likes. Los artistas y escritores en esta nueva era deben hipotecar su talento a la vana esperanza de la generosidad espontánea de un público invisible que quiera aportar, o a que alguna empresa se digne a poner comerciales en sus páginas para que, de tal manera, puedan recibir algún beneficio marginal. Esto es exactamente lo opuesto a lo que se esperaba de un medio que ofrece acceso irrestricto a la información, el conocimiento y la belleza, un medio que pondría en contacto directo a creadores y consumidores de cultura.
Cada cambio tecnológico tiene un enorme potencial de provocar caos social, de engendrar oleadas de desempleados, destruir oficios y volver obsoletas profesiones. Los ludditas, a principios del siglo xix, imaginaron que los días de la clase obrera estaban contados. Cien años más tarde, su visión pesimista se acerca peligrosamente a la realidad. Basta recorrer algunas de las fábricas más modernas de la actualidad para ser testigo de espectrales coreografías maquinales robotizadas en las que materiales y productos circulan sin contacto humano, o con un mínimo de operadores. Es una realidad que hay cada vez más procesos de manufactura en serie en los que el hombre se vuelve redundante. El sueño de Marx no era liberar a los trabajadores de la tortura que representaba el trabajo físico, monótono y embrutecedor para dejarlos en el limbo de la obsolescencia. La libertad de nuestras cadenas industriales está lejos de ser sinónimo de libertad a secas. Si bien antes de la era digital los obreros eliminados de las nóminas tenían la opción de capacitarse para otro tipo de trabajos, hay ahora cada vez menos trabajos técnicos disponibles debido a que nuestras nuevas herramientas requieren de pocos operadores especializados, desde los conmutadores telefónicos hasta las impresoras 3d. Las máquinas nos reemplazan vertiginosamente, aun en empleos que requieren destrezas intelectuales específicas. Esta tendencia no parece más que acelerarse a medida que los objetos y las máquinas que nos rodean comienzan a comunicarse y son incorporados en la red. Sin duda, el mundo que está en proceso de construirse será aún más cómodo y eficiente para ciertos grupos privilegiados; no obstante, lo único que debería seguir siendo importante es que el hombre siga decidiendo el uso que se dé a las cosas, y que no sean las cosas las que decidan si los hombres aún tenemos uso.