Nocturno; mi soledad, la luna y las estrellas / Manuel Eliseo Cuéllar Román

Preparatoria 13 / 2014 B

¿Sabes? Recuerdo que le gustaba mirar la luna y a mí me gustaba mirarla a ella mientras lo hacía, sentir cómo nos arropaba una luz pura en esos días fríos de noviembre cuando ella se la pasaba todo el tiempo escribiendo. Decía que la luna le hablaba, que cada noche ésta le brindaba la habilidad de entender lo que, junto con el cielo obscuro y estrellado, le pedían plasmar en un lienzo, uno que a mí me correspondía leer cada semana.
Siempre caminábamos por el parque a la luz de las farolas que iluminaban su sendero favorito que ambos ya sabíamos de memoria.
A ella le fascinaban los gatos, su pelaje, sus maullidos y la vibración que les provoca la acción de ronronear; por mi parte siempre los detesté, pero a ella la hacían ver muy feliz.
Casi nunca me abrazaba o me decía “te quiero” y, aunque en algunas ocasiones le era muy difícil, ¡era muy buena pianista! A veces lloraba, pero al sentir mi presencia comenzaba  a tocar, entonces las caricias, el cariño y el amor que no me demostraba me iba llegando con cada nota que emanaba mi triste y viejo piano. Su amor lo transmitía así, aunque ese tipo de momentos no duraban, eran efímeros, como lo era su sonrisa, como lo es la vida, como lo es la muerte…
No me arrepiento de haberla conocido, haber podido besar su boca, abrazarla y sentir que sus hermosos ojos grises miraban los míos.
Todos en alguna ocasión cerramos los ojos por última vez, ella lo hizo. Cada noche miro la luna con la esperanza de que me hable de ella, que me diga como está, pero aún no lo he conseguido.
Desde que ya no está conmigo, las noches son más frías, aunque ahora en mi casa abundan los gatos, no dejan de maullar cuando el día se comienza a oscurecer. El sonido de los felinos la trae directamente a mi memoria.
La amaba, aunque era muy extraña: nunca me pudo ver, pero conocía perfectamente el sonido ronco de mi voz. Disfrutaba en la noche mirar el brillo de sus ojos que jamás conocieron la luna o las estrellas, pero a ella, a mi queridísima Soledad, le encantaba escucharla y escribirla. Yo sentía que la luna gris y redonda como un ojo, como uno de los suyos, podía verme…
Ahora, cada noche de insomnio salgo al parque y miro la luna con el deseo de que llegue el fin. Mi fin. Morir no es que el corazón deje de latir, no es dejar de respirar; cuando mueres, es porque fuiste borrado y olvidado de este mundo, el mundo de los vivos. En nuestro caso, siempre hubo un testigo, uno que no nos olvidará jamás, porque noche con noche estábamos con ella y ella con nosotros, por eso, cuando llegue mi fin, la luna se encargará de que Soledad y yo vivamos en ella eternamente.

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