Escuela Politécnica, 2014 B
(De las palabras Notte: noche, y Bloom: florecer)
Bajo el cielo estrellado de otoño, una pequeña miraba hacia el suelo, ajena por completo a lo que tenía sobre su cabeza: un magnifico paisaje, lleno a rebosar de oscuridad total, con incrustaciones de luz que le daban un efecto místico y cercano, como si de repente algo divino fuera a bajar.
En el suelo, en cambio, había un mortecino pasto atacado por el yermo eterno del acompañante otoño, con tonalidades doradas y sombras verdes de lo que una vez había sido vida. La pequeña movió un pie y un crujir atronador en el silencio de la noche despertó a las criaturas nocturnas de su concierto de silencio. Grillos, búhos y ranas, en un magnifico cantar de naturaleza, ajenos completamente a lo que ocurría frente a ellos: una pequeña mancha negra que reposaba sobre el pasto, con florituras grises de aspecto mágico. Pero no, no era una mancha, era una roca, sí, eso debía ser.
Con una sonrisa, la niña movió el otro pie, disfrutando su pequeño espectáculo privado de una insólita nada. Y muy allá, a lo lejos, las nubes crujieron en una inesperada agua nieve que predecía el venir del invierno.
Un movimiento más, esta vez del brazo derecho, como si saludara a la roca con un apretón arrepentido, pero la roca ya no era roca; de las grises florituras comenzó a brotar una estela de brillantina, más blanca que la luna llena sobre el cielo. Entre tanto, el resto de la roca se convertía en una bruma de apariencia alegre, con luz propia a pesar de su negrura. Y así siguió la danza de la bruma y la brillantina, reptando una con otra, con un concierto sinfónico de truenos, grillos, búhos y ranas.
Otro movimiento y la niña tocó la brillantina; de inmediato, una flor de aspecto cristalino, casi como de diamante, apareció en su mano. No sabía cómo lo hacía, pero hacía honor a su nombre cada vez que emprendía su pequeño juego. Noche Floreciente, digno de un ser fantástico como ella.