No habrá otro día

Sonia Ramón

Bogotá, Colombia, 1978. Uno de sus cuentos fue publicado en la antología Oficio de memoriosos (Sociedad de la Imaginación, 2023).

El erotismo no se nutre más que del límite

y de lo prohibido. 

Éliette Abécassis

«Es el último viaje que haremos juntas», me dice la abuela Minga en el avión mientras nos ajustamos los cinturones de seguridad. ¿Cómo hacerle la pregunta sin ofenderla? ¿Cómo hacerlo sin que revire? O mejor, sin que se niegue a dirigirme la palabra por lo que le resta de vida. Me invade una superstición, quizás si me atrevo se sentirá atacada y, ya convertida en fantasma, se me aparecerá de madrugada. La interrogación palpita en mi garganta, me ha acosado durante dos semanas, pero me la he tragado con falsa resignación. Mientras saca de su cartera una exótica botella de vidrio en forma de corazón humano, venas y arterias, vasos y nódulos incluidos, sonríe con orgullo porque está segura de que le preguntaré de dónde ha sacado semejante objeto. Pero no lo hago, me limito a fijarme en su forma pausada de beber lo que, al menos a simple vista, parece agua, entonces recuerdo todas esas veces en que repitió una frase que escuchó de una amiga suya que dice que si hay magia en este planeta está contenida en el agua. En el aeropuerto barajo opciones sobre cómo abonar terreno, pero no, no tengo el arrojo suficiente para abordar así a Minga, que no pierde oportunidad para lanzar peroratas cargadas de indignación sobre el caos de este mundo, de este desgraciado mundo. Tomamos un taxi y en el camino al apartamento vemos el amanecer. Minga, tan piadosa, tan agraciada, tan reservada con ciertos asuntos, ya en el cuarto del hotel descarga su bolso de lona y dice que será mejor que nos recostemos media hora antes de ir a la playa. Saca de nuevo su particular corazón de vidrio y bebe agua con la misma avidez con la que yo he llegado a lavarme la cara. Me cuesta creer que pueda pasar un día a solas con ella, que tengamos caminata, desayuno, almuerzo y cena juntas, estoy segura de que jamás volveremos a tener un día semejante. Ese vestido de lino beige y las gafas de sol estilo ojo de gato la hacen lucir más joven; treinta grados centígrados y una potente brisa han conseguido devolverle un gesto extraviado desde hace décadas. La misma interrogación se pasea por mi cabeza revolucionada y aterrada, un asunto de ninguna manera inocuo, por suerte tendré quince horas para intentarlo, a las diez de la noche llegarán mis padres, mis tíos y todos los demás, así no habrá tiempo de decir nada; tanta gente, tanto plan y algarabía sólo servirán para terminar de desanimarme. Minga descansa con los ojos cerrados, las sandalias de fique puestas y las manos morenas sobre el vientre, imagino con terror que morirá pronto y que podría irse sin responder mi pregunta. Aprovecho para ver toda esa preciosidad, puro azul, desde el balcón de la sala, quizás los ojos del mar también estén puestos sobre mí. Quizás toda esa agua quiere expresarme algo en lenguaje cifrado, pero no me siento con la capacidad de entender. Sentir es una mejor opción en casos como este. Asoman a mi cabeza imágenes de la casa de Minga y el chocolate con pan untado de mantequilla que me servía sin falta a las cuatro de la tarde. «Vamos a la playa antes de que el sol se ponga bravo y los vendedores nos hostiguen», irrumpe su voz ronca cuarenta minutos después. A Minga no se le escapa nada, en la puerta del edificio me examina, achina los ojos y me aprieta la mano. «¿Qué es lo que quieres decirme y no te atreves, mijita?». Es una vieja adivina. Tomo su pregunta como una señal, quizás deba relajarme y arrojarle de una buena vez la pregunta, pero me callo, le acaricio el hombro y avanzo como si no la hubiera escuchado. Nunca había caminado a solas con Minga por la playa, me alivia la frescura de la brisa mañanera, la arena levemente húmeda bajo mis pies, el efecto analgésico del vaivén de las olas. Ver toda esa agua logra limpiarme por completo la mirada y la mente. Minga me dice que quiere darse un chapuzón nomás, se quita el pareo y deja que el traje de baño negro revele su extrema delgadez. Antes de adentrarse toma su corazón de vidrio y lo estapa. Grabo con mi celular un video de treinta segundos de esa señora de ochenta y dos años dando pasos firmes hacia el mar y lo publico en el grupo de WhatsApp de la familia. «Bella, parece una sirena», escribe mi madre. «Se ve hermosísima, va a provocar suspiros», escucho la voz de mi tía Raquel. Minga llena su corazón de vidrio escarlata con agua de mar y lo cierra de nuevo. Un anciano, quizás alemán, en todo caso extranjero, se queda de pie un momento a mi lado, me sonríe como si nos conociéramos y levanta las cejas; no me resultan indiferentes sus tetillas clarísimas rodeadas de vellos blancos ni su piel trágicamente enrojecida por el sol. Coloca su tula junto a las nuestras y entra al mar, el agua lo acaricia, parece que le mimara la piel, «puede que esta sea su última vez», deduzco. La abuela Minga intenta ignorarlo, pero es imposible, cómo ser indiferente ante semejante corpulencia, ante su extrema amabilidad. ¿Con qué sueñas Minga? ¿Alguna vez me contarás algo de ti que nadie más sepa? ¿Serás capaz de responder con franqueza lo que quiero preguntarte? Este es el último viaje que haremos juntas, mi pecho lo sabe, mi cuerpo entero lo sabe. El anciano se acerca a Minga para decirle algo, pero ella frunce el ceño, mete la cabeza en una ola y apura la salida con el corazón de vidrio que se pega al pecho como si se tratara de un rosario. Cuando se sienta a mi lado le pregunto qué le dijo el hombre y sin mirarme responde que nada especial, una tontería apenas. Me invade la nostalgia, recuerdo que hemos conversado desde que yo era niña sobre lo afectuosos que fueron sus padres en la infancia, sobre el significado de enviudar a los cuarenta y dos, sobre su primera menstruación, también de los castigos que recibía de adolescente, de su tremenda fe, de las desavenencias con su marido, ese abuelo altísimo al que sólo he visto en fotos. Minga y yo damos un paseo más largo de lo que supuse que ella aguantaría, desayunamos apenas con una taza de mango y papaya y volvemos agotadas al apartamento. A eso del mediodía vamos a recorrer el centro histórico, allí debo empezar a abonar el terreno, por eso cuando nos detenemos en una plaza llena de vendedores de artesanías, le sugiero que nos vayamos mejor a charlar a una banca y le comento que ando leyendo un libro interesantísimo que en algún capítulo se refiere al amor platónico y, en otro, al deseo erótico imposible de materializar. Me observa con atención genuina y me pide que le cuente más. Supuse que esos temas la intimidarían. Mientras ella se abanica y se seca la frente con la manga del vestido y yo miro con recelo a los vendedores le digo: «La autora afirma que el amor platónico es un vínculo idealizado con otra persona en el cual no existe contacto sexual, al menos no en la realidad. Dicho de otra manera, existe una predominancia de las fantasías por sobre las situaciones reales». Minga apoya la mano en la barbilla, supongo que va decir algo, pero no, sigue escuchando, sus oscuros ojos vidriosos están atentos. Sé que, si le cuento algo sobre mí, ella me hará lo mismo. El sol es cada vez más intimidante, pero Minga parece disfrutarlo. «Yo creo que fantasear es la mejor invención contra el aburrimiento de la vida cotidiana», digo; sonríe con la gracia de una muchacha. Me felicito por mi táctica. ¿Dará resultado mi estrategia de las neuronas espejo? No sé por cuánto tiempo más le doy vueltas a lo mismo, hasta que ella propone que vayamos por un helado. Qué dichosa y abierta se ve con nuestro diálogo íntimo y frente al vaso repleto de crema, chocolate y salsa de maracuyá; eso me anima a contarle que tengo dos amores platónicos, sí, a mis treinta y cinco años, estoy loca por ambos. Un gesto de picardía le rejuvenece la mirada. Le comento que el primero de esos amores es un actor y doblajista de cuarenta años, tez blanca, barba espesa, cabellera negra y ojos marrón verdoso, un hombre que me ha revelado la belleza del cuerpo en conjunción con la del alma. El segundo es un escritor y traductor de sesenta y siete años con perfecta dicción, domina además del español, el inglés y el alemán; me ha mostrado a través de sus obras plenas de reflexión, sensibilidad y humor la belleza de la sabiduría. Mi abuela escarba dentro del vaso con la cucharilla los restos de su felicidad, lo hace con el ceño fruncido y la punta de la lengua sobre la comisura derecha, su semblante es de placer y desesperación al mismo tiempo, cuando nota que la observo, me ve con una complicidad nueva, una que no había sentido. Mientras iniciamos otro recorrido le digo que este tipo de amor del que le hablo difícilmente puede concretarse en la realidad, más aún, que es una clase de afecto basado en las virtudes de la otra persona y no en los intereses propios; asiente con la cabeza y se relame los labios, quizás para eternizar su helado. Nos reímos como adolescentes cuando le digo que fantasear es sencillo, divertido y gratis. Después vamos a almorzar, damos un breve paseo y vemos el atardecer desde una terraza. La misma pregunta está ahí, pero más cerca, en la punta de la lengua. ¿Cómo podría tomárselo? No me importa, cada vez falta menos para que el resto de la familia aparezca, entonces le digo que el libro del que le he comentado fue escrito por una psicóloga estadounidense y que el tema es el de las fantasías eróticas de las mujeres a cualquier edad. No se escandaliza, no dice nada, mira a la gente que pasa con curiosidad, como si nunca hubiera visitado esa ciudad. Se me ocurre una idea, llevarla a un bar a tomar un cóctel. Imagino su córtex frontal relajado, dispuesto a responder todas mis preguntas. La propuesta le encanta, ella pide una margarita de fresa y yo, un tequila sunrise. Diez minutos después y con la copa vacía me siento capaz de todo. «Abuela, dime algo, ¿tienes o has tenido un amor secreto?». Minga, que apenas ha apurado un par de sorbos del trago me mira con extrañeza, se cubre la cara con las manos y dice: «Sólo el agua del mar abre el corazón, ¿lo sabías?». No sé qué responderle ahora que ha descubierto mi ardid. Continúa: «Estoy segura de que me queda poco tiempo». Intento encontrar las palabras que me permitan ir más allá de su sentencia, pero tampoco lo consigo. Minga saca su corazón de vidrio de su bolso, lo destapa y bebe la totalidad del contenido. La música del local se detiene, el silencio se adueña del instante. Qué tonta me siento ahora, qué pobre, qué ignorante. «¿Qué es lo que quieres decirme y no te atreves, mijita?», dice Minga con voz clara, categórica. «Abuela, quiero saber el nombre de tu amor secreto». Se ve preciosa Minga con el pelo recogido, con la piel brillante por efecto del bloqueador solar y ese vestido de lino beige de manga corta. Minga dice en voz baja: «Sólo una vez he amado de verdad». Esto va mejor de lo que imaginé. Quiero gritar y saltar de alegría. «Dame una pista, sólo una». Me mira de reojo. «Creí que nunca iba a ser capaz de hablar sobre esto con nadie», pronuncia mientras acaricia su bolso. ¿Qué guardará allí? Suplico que su córtex frontal coopere conmigo. «¿Y qué es lo que más te gusta de él?». Permanece inmóvil varios segundos, como hipnotizada por la luz violeta de la lámpara de techo: «Su capacidad de amar». «¿Y dónde está él ahora?». Cierra los ojos, se acaricia el cuello, bebe el último trago de su corazón de vidrio, se muerde los labios y dice: «Él siempre está conmigo». He ganado bastante, sin embargo, no tengo la respuesta que busco. No habrá otro día. Quizás la abuela Minga muera esta misma noche y me quede con la duda. Salimos del bar y andamos despacio hasta el apartamento que está a dos calles. Minga rompe el silencio tibio, menciona que el anciano de la playa sí era alemán, le dijo que si estaba lo suficientemente atenta podría escuchar la voz del mar, que siempre trae un mensaje. Luego me confiesa que es cierto, que desde que enviudó, en medio de los oleajes ha escuchado la voz de su amor verdadero. Al entrar al edificio Minga me dice al oído: «La verdad es que los alemanes me caen como una patada en el estómago». En el apartamento nos abanicamos, abrimos las ventanas, en el espejo veo dos mujeres coloradas y mudas. Ella se sienta en la cama, se queda inmóvil, con la mirada perdida, luego se pone la piyama y en cuestión de dos minutos escucho su leve ronquido. Tengo una idea, pero enseguida una pregunta me ataca, ¿qué clase de persona es capaz de un acto tan bajo con tal de saciar su curiosidad? Soy una miserable. Cuando tenía nueve años escarbaba en las alacenas de Minga con la esperanza de encontrar galletas de vainilla y mermelada de mora, a veces también revisaba los bolsillos de su suéter, sabía que ese montón de monedas eran para mí; ella nunca me lo dijo, pero yo sabía que era otro lenguaje de amor, uno secreto. Faltan sólo cinco minutos para las diez, pronto llegará el resto de la familia, es ahora o nunca. La curiosidad palpita con mayor intensidad, es como si quiera devorarme, por eso cuando escucho la respiración rítmica de Minga tomo valor, me levanto en puntas de pie y en la penumbra tanteo su bolso de lona, mis yemas advierten el frío metálico de las llaves, las cerdas redondeadas del cepillo, el envase plástico del bloqueador solar y la dureza del corazón de vidrio, que abro, bebo dos o tres gotas, lo único que queda, un fuego me recorre el cuerpo y compruebo esa idea de que si hay magia en este planeta está contenida en el agua. A tientas no lograré nada. Enciendo la luz del baño y saco su billetera, hallo unos pocos documentos, dos billetes y la tarjeta débito. Esas gotas de agua en mi lengua me ayudan a ver todo más claro. Hay un compartimento donde quizás oculta lo que busco. Deslizo y encuentro una pequeña bolsa de terciopelo púrpura. Me quedo absorta frente a esa imagen que revela belleza de cuerpo y de alma. Es el retrato del hombre más hermoso entre los hombres, parece sumido en un sueño profundo, su cara está cubierta en parte por el cabello largo, castaño y lacio que le cae sobre los hombros. Apenas tengo unos segundos para contemplar, como si fuera la primera vez, esos rasgos delicados, los ojos cerrados, la nariz recta, la boca entreabierta, la barba poblada, el halo luminoso que se desprende de su cabeza, la herida en el costado, los hilillos de sangre sobre las piernas, la trágica hermosura de ese cuerpo pálido, nervudo e inmortal prendido del madero.

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