Ni de noche ni de día / Fernando Osuna Rojas

Ha pasado mucho tiempo desde que estoy solo. Imagino que algo grande está por ocurrir. El cuarto está lleno de flores y de volantes anunciando una corrida de toros. No sé cuándo me dejarán ir, no sé cuándo podré saltar al vacío. Las luces entibian mi cuerpo y me adentro en mi sombra. Cierro los ojos y aparezco rodeado de ojos sin vida, de pupilas como espejos. Es un nuevo escenario el que encuentro y me parece apropiado recorrer sus venas para dar vida a un escenario anterior.

Estimo caminar cuatro horas de aquí hasta que algo me atormente. Puedo elegir entre seis caminos o declararme vencido. Decido hacer valer mi suerte y no tengo conciencia de mi elección, al final todos morimos.

Camino y me encuentro a un ángel con las alas rotas, pidiendo clemencia. Dice que me ha fallado. No entiendo su mensaje, quizá me entere después, tengo que salir. Sigue la confianza, y regreso al punto de origen, pero al momento de dar el último paso siento que me toman de la mano, me ponen un sello y acaban golpeándome.

He despertado, me encuentro tirado en el suelo, empapado en sudor y oliendo a muerte. Estoy a un paso de mi cuarto pero una sombra me toma de las piernas. No me quiero arriesgar a salir sin pensar las cosas, puedo desaparecer o puedo quedar en pedazos, necesito ser más inteligente y entender la danza de dolor de un ángel. Exijo su presencia y le reclamo el haberme fallado:

—Hace mucho que no siento frío.

—Es mi culpa, he fallado.

—No te entiendo, muéstrame la manera de corregir el error.

—No podrás, he fallado.

—La posibilidad es cuestión de estadísticas, dame un número siquiera.

—He fallado.

No entiendo su fracaso, la vida sigue, el problema es que el color de mis manos ha cambiado.

 

 

Comparte este texto: